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El amigo Manso/Capítulo XLIV

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Capítulo XLIV - Mi venganza

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Cuando Manuel se presentó ante mí, parece que tenía gran impaciencia por decirme: «¿ha hablado usted con mamá?».

-Sí, tu mamá está furiosa. No le entra en la cabeza que te cases con Irene -le respondí-; y la verdad es que no le falta razón. Ahora parece que os vais a poner en pie de aristócratas, y te convendría una buena boda. Ya ves que la pobre Irene...

-Es pobre y humilde; pero yo la quiero.

El gato saltó sobre mis rodillas. ¡Con qué gusto lo acariciaba...!, y al compás de aquellos pases por el lomo del nervioso animal, ¡qué de pensamientos brotaban en mí, todos luminosos y cargados de razón!... Formé un plan y lo puse en práctica al instante.

-Dime con franqueza lo que piensas... Pero no me ocultes nada; la verdad, la verdad pura quiero.

-Déme usted consejos.

-¿Consejos? Venga primero lo que tú sientes, lo que deseas...

-Pues yo, querido maestro, si usted me pregunta lo que siento, le diré con toda franqueza que estoy como fuera de mí de enamorado y de ilusionado; pero si usted me pregunta si he hecho propósito de casarme, le contestaré con la misma sinceridad que no he podido adquirir todavía una idea fija sobre esto. Es una cosa grave. Por todas partes no se oye otra cosa que diatribas contra el matrimonio. Luego tan jóvenes ambos... Hay que pensarlo y medirlo todo, amigo Manso.

«¿Tienes algún recelo -le dije violentándome mucho para aparecer sereno-, de que Irene, esposa tuya, no corresponda a tus ilusiones, a ese tu entusiasmo de hoy...?».

-Eso no, no tengo recelo... O porque la quiero mucho y me ciega la pasión, o porque ella es de lo más perfecto que existe, me parece que he de ser feliz con ella...

-Entonces...

-Además, ya ve usted... la oposición de mi madre. Usted conoce a Irene, la ha tratado en casa de D. José. ¿Qué idea tiene usted de ella?

-La misma que tú.

-Es tan buena, tiene tanto talento... Nada, nada, amigo Manso, yo me embarco con ella.

-¿Crees que no te pesará?...

-Me hace usted dudar... Por Dios. Pregunta usted de un modo y da unos flechazos con esos ojos... Qué sé yo si me pesará o no... Considere usted la época en que vivimos, las mudanzas grandísimas que ocurren en la vida. Las ideas, los sentimientos, las leyes mismas, todo está en revolución. No vivimos en época estable. Los fenómenos sociales, a cuál más inesperado y sorprendente, se suceden sin interrupción. Diré que la sociedad es un barco. Vienen vientos de donde menos se espera, y se levanta cada ola...

Yo meditaba.

«¡Casarme! ¿Qué me aconseja usted?...».

-¿Serás capaz de hacer lo que yo te mande?

-Juro que sí -me dijo con entereza-. No hay nadie en el mundo que tenga sobre mí dominio tan grande como el que tiene mi maestro.

-¿Y si te digo que no te cases?...

-Si me dice usted que no me case -murmuró muy confuso mirando al suelo y poniendo punto a su perplejidad con un suspiro-, también lo haré...

-¿Y si además de decirte que no te cases, te mando que rompas absolutamente con ella y no la veas más?

-Eso ya...

-Pues eso, eso. No te aconsejaré términos medios. No esperes de mí sino determinaciones radicales. De no casarte, rompimiento definitivo. Aconsejar otra cosa, sería en mí predicar la ignominia y autorizar el vicio.

-Pero ya ve usted que eso... renunciar, abandonar... Usted no puede inspirarme una villanía.

-Pues cásate.

-Si realmente...

-Yo concedo que por circunstancias especiales te resistas a unirte a ella con lazos que duran toda la vida. Yo convengo en que podrías considerar este casorio como un entorpecimiento en tu carrera... Podrías aguardar a que dentro de algún tiempo, cuando tu notoriedad fuera mayor, se te presentara un partido brillantísimo, una de estas ricas herederas que se pirran porque las llamen ministras... Eres medianamente rico; pero tu fortuna no es tan considerable, que puedas aspirar a satisfacer las exigencias, mayores cada día, de la vida moderna. La riqueza general crece como espuma y las competencias de lujo llegan a lo increíble. Dentro de diez o quince años quizás te consideres pobre, y quién sabe, quién sabe si las posiciones oficiales que ocupes ofrezcan un peligro a tu moralidad. Piénsalo bien, Manuel, mira a lo futuro, y no te dejes arrastrar de un capricho que dura unas cuantas semanas. Ten por seguro que si te dispensan la edad, entrarás en el Congreso antes de tres meses. Al año, ya tus grandes facultades de orador te habrán proporcionado algunos triunfos. Te lucirás en las comisiones y en los grandes debates políticos. Puede ser que a los dos años de aprendizaje seas lugarteniente de un jefe de partido, o coronel de un batalloncito de dragones. De seguro acaudillarás pronto uno de esos puñados de valientes que son la desesperación del gobierno. Te veo subsecretario a los veinte y seis años, y ministro antes de los treinta. Entonces... figúrate: un matrimonio con cualquier rica heredera americana o española remachará tu fortuna, y... no te quiero decir lo que esto valdrá para ti...

Él me miraba atento y pasmado. Yo, firme en mi propósito, continué así:

«Ahora examinemos el otro término de la cuestión. La pobre Irene... Es una buena chica, un ángel; pero no nos dejemos arrastrar del sentimentalismo. De estos casos de desdicha está lleno el mundo. La que cae, cae, y adivina quién te dio... Supongamos que tú, inspirándote ahora en ideas de positivismo das por terminada la novela de tus amores, la rematas de golpe y porrazo, como el escritor cansado que no tiene ganas de pensar un desenlace. La víctima llorará mucho; pero los ríos de lágrimas son los que al fin resisten menos a las grandes sequías. Al dolor más vivo dale un buen verano y verás... Todo pasa, y el consuelo es ley del mundo moral. ¿Qué es el universo? Una sucesión de endurecimientos, de enfriamientos, de transformaciones que obedecen a la suprema ley del olvido. Pues bien, la joven se oculta, se desmejora; pasa un año, pasan dos, y ya es otra mujer. Está más guapa, tiene más talento y seducciones mayores. ¿Qué sucede? Que ni ella se acuerda de ti, ni tú de ella. Es verdad que su pobreza la impulsaría quizás a la degradación; pero no te importe, que la Providencia vela por los menesterosos, y esa discreta y bonita joven encontrará un hombre honrado y bueno que la ampare, uno de estos solterones que se acomodan a la calladita con los restos del naufragio...».

-Por vida de las ánimas -gritó Peña con ímpetu, sin dejarme acabar-, que si no le tuviera a usted por el hombre más formal del mundo, creería que está hablando en broma. Es imposible que usted...

Lo que yo decía hubiera sido insigne perfidia, si no fuera táctica, que mi discípulo descubrió antes de tiempo. Anticipándose a mi estratagema, me descubría lo que yo quería descubrir. No me quedaba duda de la rectitud de su corazón...

«No siga usted -exclamó levantándose-. Yo me marcho: no puedo oír ciertas cosas...».

Y yo entonces me fui derecho a él, le puse ambas manos sobre los hombros, hícele caer en el asiento. Cada cual quedó en su lugar con estas palabras mías:

«Manuel, esperaba de ti lo que me has manifestado. Al suponer que yo bromeaba, veo que sabes juzgarme. No estaba seguro de tu modo de pensar, y te armé una argumentación capciosa. Ahora me toca a mí hablar con el corazón... ¿Quieres un consejo? Pues allá va... Ni sé cómo has esperado a pedírmelo; no sé cómo has creído que fuera de tu conciencia hallarías la norma de tu conducta... Para concluir: si no te casas, pierdes mi amistad; tu maestro acabó para ti. Toda la estimación que te tengo será menosprecio, y no me acordaré de ti sino para maldecir el tiempo en que te tuve por amigo...».

Me dio un abrazo. En su efusión no dijo más que esto: