El amigo Manso/Capítulo XLV
Capítulo XLV - Mi madre...
[editar]-Déjala de mi cuenta... Yo la aplacaré haciéndole ver... Ella no conoce a Irene, no sabe su mérito. Le diré que la memoria de mi madre me impone la obligación de tomar bajo mi amparo a esa pobre huérfana, de cuya familia tiene la mía antiguas deudas de gratitud... Sí, lo declaro: sépanlo tú y tu madre. La maestra de escuela es ahora mi hermana; su desgracia me mueve a darle este título y con él mi protección declarada, que irá hasta donde lo exijan el honor de un hombre y el decoro de una familia.
Yo me entusiasmaba, y a cada palabra me ocurrían otras más enérgicas.
«Las preocupaciones de tu madre son ridículas. Dejémonos de abolengos, pues si a ellos fuéramos, cuál malparados quedaríais tú, tu madre y todos los Peñas de Candelario».
-Sí -gritó él con entusiasmo-, abajo los abolengos.
-Y no hablemos de entorpecimiento en tu carrera... ¡Si te llevas un tesoro; si es tu futura capaz de empujarte hasta donde no podrías llegar quizás con tu talento...! Sí; que tiene ella pocos bríos en gracia de Dios. Manuel, no hagas caso de tu mamá; ten mucha flema. Doña Javiera cederá; déjala de mi cuenta...
Lo que después hablamos no tiene importancia. Quedeme solo, y entre triste y alegre. Vi que lo que había hecho era bueno, y esto me daba una satisfacción bastante grande para sofocar a ratos mis penas pensando sobre ellas.
Y aunque doña Javiera subió aquella misma noche a preguntarme el resultado de la conferencia, no quise hablarle explícitamente:
«Convencido, señora, convencido», fue lo único que le dije.
Ella insistía que yo estaba mal cuidado en mi habitación de soltero con ama de llaves, a manera de presbítero.
«Usted no quiere seguir mi consejo, y lo va a pasar mal, amigo Manso... Esto no parece la casa de un profesor eminente. ¿Qué le pone a comer esa Petra? Bodrios y fruslerías; alimentos pobres que no dan sustancia al cerebro... Si tendré que venir yo todos los días a ponerle de comer... Luego necesita usted una casa mejor. ¡Ah!, señor mío, en la calle de Alfonso XII estaremos bien. Yo me encargo de arreglarle a usted su cuartito, y ponérselo como un primor. No, no venga usted dando las gracias... Soy muy llanota, y usted se lo merece. No faltaba más...».
Estas finezas se repitieron dos o tres veces, hasta que un día, sabedora mi vecina de la resolución de su hijo y de mi consejo, se me presentó cual pantera africana, y después de alborotar con retahíla de espantables imprecaciones, se me puso delante, gesticuló mucho pasando una y otra vez sus manos muy cerca de mis ojos, y al fin pude entender lo siguiente:
«Con que usted... Miren el falsillo, el tramposo; en vez de predicar a Manuel para quitarle de la cabeza su barbaridad, le predica para que me traiga a casa a la maestra... Señor Manso, es usted un mamarracho».
Y con la confianza que solía tomarme, correspondiendo a las suyas, me atreví a responderle:
«El mamarracho ha sido usted, señora doña Javiera, al suponer que yo podría aconsejar a su hijo cosa contraria al honor».
-No hable usted así, que estoy volada...
-Vuele usted todo lo que quiera, pero en este asunto no me oirá usted hablar de otra manera.
-Pero Sr. D. Máximo... ¿qué se ha figurado usted?, ¿que mi hijo está ahí para que me lo atrape la primera esguízara...?
-Poco a poco, señora. Por mucha que sea la nobleza de usted, no logrará hacer pasar por cualquier cosa a mi protegida, porque sepa usted que Irene es mi protegida, hija de un caballero principalísimo que prestó a mi padre grandes servicios. Soy agradecido, y esa señorita huérfana no sufrirá desaires de ningún mocoso mientras yo viva.
-¡Eh!, ¡eh!, aquí tenemos al caballero quijotero... ¿Sabe usted que se va volviendo cargante? Mi hijo...
-Vale menos que ella.
-Vale más, más, óigalo usted, más.
Y a cada sílaba alzaba la poderosa voz. Sus gritos me ponían nervioso.
«Bonito servicio me ha hecho usted... Y lo que es ahora... de verano, amigo Manso».
-Por mi parte, de la estación que usted guste. Los chicos se casarán, y en paz.
-No le doy la licencia -exclamó doña Javiera puesta en jarras.
-Se la dará usted.
Y a pesar del furor de mi amiga y vecina, yo, sereno ante ella, no podía vencer cierta inclinación a tratar humorísticamente aquel grave tema.
-Vaya, vaya... con los humos de esta señora... ¿Es su hijo de usted algún Coburgo Gotha?...
-No ponga usted motes, caballero. Si somos gotas o no somos gotas, a usted no le importa. Y por lo que valga, sepa que de muchas gotitas se compone el mar. No hay orgullo en mi casa, pero sí honradez.
-Pues también la hay en la mía... Vaya, vaya. Cuando se lleva el niño una verdadera joya, una mujer sin igual, un prodigio de talento, de belleza, de virtud... hija de un caballerizo...
-¡Hija de un caballerizo!... -repitió la ex-carnicera con cierto aturdimiento-, de esos monigotes que van al lado del coche real... brincando sobre la silla... Si digo... Vivir para ver...
-Y el mejor día, sépalo usted, señora de Peña, me voy al ministerio de Estado, revuelvo el archivo de la cancillería, y le saco a mi protegida un título de baronesa como una casa... Chúpate esa.
-¿De veras, hombre? -dijo ella mezclando a la cólera un grano de risa-. Con que baronesa... Algo tendrá el agua cuando la bendicen...
-Sí señora...
-Ella será todo lo baronesa que usted quiera; pero si apuesta a fea, no hay quien la gane. No la he visto más que una vez después que es profesora... qué alones, ¡bendito Dios! Es un palo vestido. Cosa más sin gracia no se ha visto. Parece una de esas traviatonas... No sé cómo mi niño ha tenido el antojo...
-Ha tenido muy buen gusto. La que lo tiene perverso es usted.
-No me gustan las personas sabias... ¡Una licenciada!, ¡qué asco! La sabiduría es para los hombres, la sal para las mujeres.
Diciendo esto, parecíame algo desenojada.
«Siga usted, siga usted -me dijo-, elogiando a su ahijada. Es de las que destetaron con vinagre... Si la veo entrar en mi casa, creo que me da un repelón...».
-No será usted tan fiera... La admitirá usted, y al poco tiempo la querrá muchísimo.
«¿De veras...? -exclamó con deje chulesco-. Voy viendo que el señor catedrático no ha inventado la pólvora y es primo hermano del que asó la manteca».
-Qué le hemos de hacer... Por de pronto va usted a hacerme el favor de mandar a su criada que me planche dos camisas. Petra está mala...
«¡Ay!, sí, señor», respondió con oficiosa solicitud, levantándose.
-Otro favorcito... Aquí tengo mi americana, a la cual le faltan botones...
-Sí, sí, sí, venga.
Empezó a dar vueltas por mi habitación como buscando quehaceres.
«Más favorcitos: Aquí tengo unas camisas que no recibirían mal un cuello nuevo».
-Ya lo creo; venga.
-Y aquí me tiene usted hoy, sin saber lo que he de comer...
-¡Virgen!, no faltaba más. Baje usted... o le mandaré lo que guste...
-Bajaré... Hoy no me vendría mal que subiera una chica a arreglar un poco esto... La pobre Petra...
-Subiré yo misma. ¿Qué más?
-Que es preciso dar la licencia a Manuel.
La risa, la complacencia, su deseo anhelante de servirme luchaban con su inexplicable orgullo; pero me hacía gracia oírle decir entre risueña y enojada:
«No me da la gana... Pues me gusta...».
-Vaya, que sí lo hará usted.
-Me llevo esto.
Aludía a mi ropa, que recogió con diligencia, y examinaba con ojos de mujer hacendosa.
«Subiré en seguida... Traeré una de las chicas para que me ayude. ¡Virgen, cómo está esta casa! Pero verá usted, verá usted qué pronto la ponemos como el lucero del alba».
Y desde la puerta me miró de un modo particular.
«Aquello, aquello...» le grité.
-Que no me da la gana... Usted tiene ganas de oírme. El buen señor es pesadito...