El anillo de amatista: XIV
La señora de Bonmont, que había elegido a Raúl Marcien entre todos, y que le amaba con ternura, durante algunas semanas pudo envanecerse de su elección y creerse feliz. En efecto, habíase realizado en el orden de las cosas un cambio profundo. Raúl, hasta poco antes despreciado o temido en todas las esferas, arrojado del regimiento, abandonado por sus amigos, reñido con su familia, expulsado del Casino, conocido en todos los tribunales, donde se amontonaban las querellas contra él, de pronto se había lavado de toda mancha, purificándose de todas las deshonras. Acontecimientos que ya empezaban a conocerse, y que muy pronto estarían aclarados, interesaron al Estado por la honra de Raúl. Importaba mucho que Raúl fuera un hombre intachable. Los ministros afirmaban pública y privadamente que la seguridad, el poder, la gloria de Francia y la paz del mundo, dependían de semejante condición.
Siendo aquel honor de utilidad pública, esforzábanse todos en dignificarlo sólidamente. Se ocupaban en ello el Gobierno, la Magistratura, la Prensa; y todos los buenos ciudadanos trabajaban afanosos para conseguirlo. La señora de Bonmont, al ver a su amigo convertido de pronto en un ejemplo y un modelo a los ojos de los franceses, sentíase a la vez alegre y temerosa. Había nacido para disfrutar placeres discretos y satisfacciones íntimas; aquella gloria la sorprendía y le ocasionaba una especie de malestar. Junto a Raúl sentía la fatigosa impresión de vivir perpetuamente en un ascensor.
Los testimonios de adhesión que recibía admiraban, por lo numerosos, a aquella sencilla Isabel. Todo eran felicitaciones, todo seguridades halagadoras, certificados de buena conducta, cumplidos, alabanzas. Procedían de las ciudades y del campo, de todos los Cuerpos constituidos y de todas las Sociedades nacionales; procedían de las audiencias, de los arzobispados, de los cuarteles, de las prefecturas, de los Ayuntamientos, de los castillos, de los pretorios; surgían del adoquinado en los días de tumulto, resonaban con las charangas de los titiriteros, lucían en los faroles de las retretas. Al presente, su honor se iluminaba, su honor resplandecía sobre la nación entera como en una noche de fiesta una inmensa cruz simbólica. En el palacio de Justicia, en Moulin Rouge, las muchedumbres le aclamaban, abriéndole calle, y los príncipes imploraban el favor de estrecharle la mano.
Sin embargo, Raúl no vivía satisfecho. En el entresuelito, tapizado de azul, donde cobijaba sus amores con la señora de Bonmont, mostrábase sombrío e iracundo. Allí, mientras el estrépito de la ciudad resonaba para él como un coro de alabanzas y adulaciones, cuando no podía oir el traqueteo de un ómnibus, ni la bocina de un tranvía, sin decirse razonablemente que en aquel momento rodaban por la calle sostenes y garantías de su honor, vivía sumido en pensamientos amargos y negros, y alimentaba funestos designios. Fruncía el entrecejo y apretaba los dientes, murmurando imprecaciones; mascullaba sus injurias como un marinero los cabos de la jarcia.
—¡Granujas; bribones! ¡Los voy a reventar!...
Parece increíble que desoyera las aclamaciones de la muchedumbre para escuchar solamente las voces acusadoras de sus adversarios dispersos, anulados, reducidos a polvo, que sólo él veía frente a frente, indestructibles, amenazadores; y el espanto dilataba sus pupilas amarillentas.
Su furor consternaba a la tierna señora de Bonmont, cuando esperaba de aquellos labios caricias o palabras amorosas, y nada más oía gritos roncos de odio y de venganza. Quedábase más sorprendida y turbada al ver que las amenazas de muerte proferidas por su amante se dirigían tanto a los amigos como a los enemigos; pues cuando hablaba de "reventarlos a todos", Raúl no hacía distinción entre sus defensores y sus adversarios; su pensamiento abarcaba por entero a su patria y al género humano.
Pasaba todos los días largas horas paseándose, como las panteras y los leones enjaulados, por las dos habitaciones que la señora de Bonmont había mandado tapizar de azul y amueblar con butacones, tal vez inducida por otra ilusión. Andaba con paso largo, y mascullaba:
—¡He de reventarlos!
Entretanto, ella, desde el sofá, lo contemplaba con ojos tímidos y recogía sus palabras con inquietud; no porque los sentimientos que él expresaba le pareciesen indignos del hombre amado; sumisa por instinto, dócil por naturaleza, admiraba el vigor en todas sus formas y se complacía con la vaga esperanza de que un hombre capaz de todas las fierezas, seria capaz, en otros momentos, de caricias extraordinarias. Recostada en el sofá azul, con los ojos entornados y el pecho anhelante, aguardaba que Raúl cambiase de furores.
Pero aguardaba en vano; siempre los mismos alaridos la hacían estremecer:
—¡He de reventar a uno!
A veces, tímidamente, trataba de calmarle. Con voz emocionada. le decía:
—Puesto que ya te hacen justicia, amigo mío, puesto que todo el mundo te reconoce como un hombre de honor...
El niño David, delgado y negro, con su arpa de pastor, pulsándola con sones más suaves que el chirriar de la cigarra, calmaba el furor de Raúl; Isabel, menos dichosa ofrecía inútilmente a su amado el olvido de sus pasadas angustias, con suspiros de cantante vienesa y con las magníficas insinuaciones de su carne blanca y sonrosada. Sin atreverse a mirarle, atrevíase a decirle:
—No te comprendo, amigo mío; cuando ya dejaste confundidos a tus calumniadores, cuando tu general te abrazó en plena calle, cuando los ministros...
No podía proseguir, porque Raúl estallaba:
—¡Qué podrías decirme de todos esos fantasmones!... ¡Sólo buscan la manera de anularme! Quisieran verme a cien pies bajo tierra. ¡Tanto como hice por ellos!... ¡Que procuren librarse de mí! ¡He de comerme sus hígados!
Y le abrumaba su idea constante, preferida entre todas:
—¡He de reventar a uno!
Entonces refería su ensueño:
—Quisiera verme en una inmensa sala de mármol blanco, llena de gente, y dar garrotazos a diestro y siniestro, tundir durante días y noches, ensangrentando las losas, ensangrentando las paredes, ensangrentando el techo.
Ella nada respondía: miraba silenciosamente un ramito de violetas prendido en su pecho, que había comprado con la intención de dárselo a Raúl, pero no se atrevía.
El ya no la mostraba ningún amor. Era cosa acabada. El hombre más cruel sintiera piedad ante aquella dulce criatura, ante aquel cuerpo voluptuoso, ante aquella carne lechosa y sonrosada, ante aquella flor grande y tibia, tan espléndida, abandonada, desolada, sin cuidados ni cultivo.
Ella sufría, y como era devota, buscó en la religión un alivio a sus padecimientos; pensó que una entrevista con el padre Guitrel sería muy consoladora para Raúl; y se dispuso a prepararla en su casa, lo antes posible.