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El anillo de amatista: XXV

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El anillo de amatista
de Anatole France
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XXV

Hacía tres meses que hablaban de lo mismo. El señor Bergeret contaba en París con amigos que nunca lo conocieron personalmente. Esos amigos son los más seguros; actúan por razones intelectuales, superiores y absolutas, y son atendidos cuando hacen una recomendación favorable. Los amigos del señor Bergeret opinaban que su sitio estaba en París, y pensaron llevarle a París. El señor Leterrier se consagró a lo mismo con toda su influencia, y, al fin, entre todos, lo consiguieron.

Encomendósele al señor Bergeret un curso en la Sorbona. Al salir de casa del decano Torquet, que le había comunicado su nombramiento en la más correcta forma, el señor Bergeret encontróse en la calle, miró con gusto los tejados de pizarra, los muros de piedra que tantas veces había visto, la bacía de metal que se balanceaba sobre la puerta del barbero, la vaca rubia que servía de muestra al lechero, la canal de bronce que arrojaba agua en la esquina de la calle de Josde; todas las cosas familiares, de repente, le ofrecían una extraña novedad. Aquellas losas que durante muchos años habían sufrido sus pisadas, graves por la pesadumbre de la tristeza y la fatiga, o presurosas y leves ante la sombra de un momentáneo goce o de una ligera distracción, ya no las reconocían sus pies en aquel momento. La ciudad cuyas cimas y campanarios veía elevarse en el cielo gris, le parecía una ciudad extraña, lejana, apenas real; menos una ciudad que la imagen de una ciudad. Y esa imagen se empequeñecía a sus ojos.


Las personas y las cosas mostrábansele alejadas y disminuidas. El cartero, dos criadas y el escribano del tribunal, a quienes encontró al paso, veíalos como figuras de un cinematógrafo; hasta ese punto los juzgaba irreales y lejanos de su vida presente.

Después de haber disfrutado estas impresiones fugitivas y singulares, acabó por desvanecerlas, pues era reflexivo, y como poseía la facultad de observarse a sí propio, se procuraba un inagotable motivo de sorpresa, de ironía y de piedad.

"Es indudable —reflexionaba— que este pueblo, donde viví quince años, me parece de pronto distinto porque me ausento de él, y, en cierto modo, pierde para mí su realidad. No existe desde que ya no es mi pueblo; se convirtió en una vana imagen, porque los objetos abundantes y considerables que hay en él sólo me interesaban mientras pude relacionarlos conmigo. Al desprenderme de ellos, ya no existen para mis sentidos. De modo que esta población numerosa y asentada sobre una colina a la orilla de un anchuroso río, antiguo oppidum de los galos; esta colonia, donde los romanos construyeron un circo y varios templos; este recinto amurallado que resistió tres asedios memorables; esta ciudad donde se celebraron dos Concilios; que ha sido enriquecida con una basílica, cuya cripta subsiste aún; con una catedral, una colegiata, dieciséis iglesias parroquiales, más de sesenta capillas, un Ayuntamiento, mercados, hospitales, palacios; que, agregada desde muy antiguo al patrimonio del rey, se convirtió en capital de una extensa provincia, y aún conserva en el frontón del palacio del gobernador, convertido en cuartel, sus armas rodeadas de virtudes y de leones; esta ciudad, hoy sede arzobispal, asiento de una Facultad de Letras, de una Facultad de Ciencias, de un Juzgado de primera instancia, de una Audiencia, y es cabeza de un rico departamento, la llevaba yo entera dentro de mí; la poblaba yo solo, y sólo existía para mí. Al irme se desvanece. Ignoraba yo que tuviese una imaginación subjetiva hasta la demencia. Se desconoce uno a sí mismo, y somos unos monstruos sin saberlo."

De este modo se analizaba el señor Bergeret con una sinceridad inaudita. Pero al pasar delante de San Exuperio se detuvo en el pórtico del Juicio final. No se había cansado nunca de admirar aquellas viejas esculturas descriptivas, y se deleitaba con las historias grabadas en la piedra. Cierto diablo, que tenía cabeza de perro sobre los hombros y un rostro de hombre en las nalgas, le divertía mucho. Aquel diablo arrastraba una hilera de pecadores encadenados, y sus dos rostros expresaban una verdadera satisfacción. Había también un frailecito, a quien un ángel agarraba por las manos para subirle al cielo, mientras un diablo le tiraba de los pies. Todo ello entretuvo muchas veces al señor Bergeret; pero jamás contempló tan afanosamente aquellas imágenes, de las que pronto se alejaría.

No se cansaba de mirarlas. La concepción ingenua del Universo, expresada por obreros desconocidos, que abandonaron este mundo quinientos años atrás, le conmovía y la juzgaba tan agradable como absurda. Lamentaba no haberla estudiado mejor, no haberla examinado hasta entonces con bastante afecto. Recordaba las infinitas veces que le atrajo aquel pórtico del Juicio final, dorado por el sol o plateado por la luna, resplandeciente a plena luz o ennegrecido bajo los nubarrones.

De pronto sintióse arraigado a las cosas por lazos invisibles, que no se rompen sin angustia, y le invadió un inmenso cariño por su ciudad; le atraían las viejas piedras y los viejos árboles. Desvióse de su camino para ir a contemplar un olmo, el más grato entre todos los del paseo, el olmo en cuya sombra solía sentarse en verano al atardecer. Aquel hermoso árbol, despojado de sus hojas, desplegaba, desnudo y negro, bajo el cielo plomizo, su poderoso y fino esqueleto.

El señor Bergeret contempló detenidamente al arraigado gigante que dormitaba sin estremecimientos ni murmurios, y el misterio de aquella vida quieta inspiró profundas meditaciones al hombre que se alejaba hacia un nuevo destino.

De este modo conoció el señor Bergeret que amaba la tierra de su patria, la ciudad donde sintió el agobio de muchas tribulaciones y donde había disfrutado algunos goces tranquilos.