El cántico de Navidad: Primera estrofa
POR
CÁRLOS DICKENS
Para empezar: Marley había muerto. Sobre ello no había ni la menor sombra de duda. La partida de defuncion estaba firmada por el cura, por el sacristan, por el encargado de las pompas fúnebres y por el presidente del duelo. Scrooge la habia firmado y la firma de Scrooge circulaba sin inconveniente en la Bolsa, cualquiera que fuera el papel donde la fijara.
El viejo Marley estaba tan muerto como un clavo de puerta [1].
Aguardad: con esto no quiero decir que yo conozca, por mí mismo, lo que hay de especialmente muerto en un clavo. Si me dejara llevar de mis opiniones, creería mejor que un clavo de ataud es el trozo de hierro más muerto que puede existir en el comercio; pero como la sabiduría de nuestros antepasados brilla en las comparaciones, no me atrevo, con mis profanas manos, á tocar á tan venerados recuerdos. De otra manera ¡qué seria de nuestro país! Permitidme, pues, repetir enérgicamente que Marley estaba tan muerto como un clavo de puerta.
¿Lo sabia así Scrooge? A no dudarlo. Forzosamente debia de saberlo. Scrooge y él, por espacio de no sé cuántos años, habian sido sócios. Scrooge era su único ejecutor testamentario, su único administrador, su único poderhabiente, su único legatario universal, su único amigo, el único que acompañó el féretro, aunque, á decir verdad, este tristísimo suceso no le sobrecogió de modo que no pudiera, en el mismo dia de los funerales, mostrarse como hábil hombre de negocios y llevar á cabo una venta de las más productivas.
El recuerdo de los funerales de Marley me coloca otra vez en el punto donde he empezado. No cabe duda en que Marley habia fallecido, circunstancia que debe fijar mucho nuestra atencion, porque si nó la presente historia no tendría nada de maravillosa.
Si no estuviéramos convencidos de que el padre de Hámlet [2] ha muerto antes de que la tragedia dé principio, no tendria nada de extraño que lo viéramos pasear al pié de las murallas de la ciudad y expuesto á la intemperie; lo mismo exactamente, que si viéramos á otra persona de edad provecta pasearse á horas desusadas en medio de la oscuridad de la noche y por lugares donde soplara un viento helador; verbigracia, el cementerio de San Pablo, y tratándose del padre de Hámlet, tan sólo impresiona la ofuscada imaginacion de su hijo.
Scrooge no borró jamás el nombre del viejo Marley. Todavía lo conservaba escrito, años después, encima de la puerta del almacen: Scrooge y Marley. La casa de comercio era conocida bajo esta razon. Algunas personas poco al corriente de los negocios lo llamaban Scrooge-Scrooge; otras, Marley sencillamente, mas él contestaba por los dos nombres; para él no constituía más que uno.
¡Oh! ¡Y que sentaba bien la mano sobre sus negocios! Aquel empedernido pecador era un avaro que sabía agarrar con fuerza, arrancar, retorcer, apretar, raspar y, sobre todo, duro y cortante como esos pedernales que no despiden vivíficas chispas si no al contacto del eslabon. Vivia ensimismado en sus pensamientos, sin comunicarlos, y solitario como un hongo. La frialdad interior que habia en él le helaba la aviejada fisonomía, le coloreaba la puntiaguda nariz, le arrugaba las mejillas, le enrojecia los párpados, le envaraba las piernas, le azuleaba los delgados labios y le enroquecia la voz. Su cabeza, sus cejas y su barba fina y nerviosa parecian como recubiertas de escarcha. Siempre y á todas partes llevaba la temperatura bajo cero: transmitia el frio á sus oficinas en los dias caniculares y no las deshelaba, ni siquiera de un grado, por Navidad.
El calor y el frio exteriores ejercian muy poca influencia sobre Scrooge. El calor del verano no le calentaba y el invierno más riguroso no llegaba á enfriarle. Ninguna ráfaga de viento era más desapacible que él. Jamás se vió nieve que cayera tan rectamente como él iba derecho á su objeto, ni aguacero más sostenido. El mal tiempo no encontraba manera de mortificarle: las lluvias más copiosas, la nieve, el granizo no podian jactarse de tener sobre él más que una ventaja: la de que caian con profusion; Scrooge no conoció nunca esta palabra.
Nadie lo detenia en la calle para decirle con aire de júbilo: ¿Cómo se encuentra usted, mi querido Scrooge? ¿Cuándo vendrá usted á verme? Ningun mendigo le pedía ni la más pequeña limosna; ningun niño le preguntaba por la hora. Nunca se vió á nadie, ya hombre, ya mujer, solicitar de él que les indicase el camino. Hasta los perros de ciego daban muestras de conocerle, y cuando le veian llevaban á sus dueños al hueco de una puerta ó á una callejuela retirada, meneando la cola como quien dice: «Pobre amo mio: mejor es que no veas, que no ver á ese hombre.»
Pero ¿qué le importaba esto á Scrooge? Precisamente era lo que quería: ir solo por el ancho camino de la existencia, tan frecuentado por la muchedumbre de los hombres, intimándoles con el aspecto de la persona, como si fuera un rótulo, que se apartasen. Esto era en Scrooge como el mejor plato para un goloso.
Un dia, el más notable de todos los buenos del año, la víspera de Navidad, el viejo Scrooge estaba sentado á su bufete y muy entretenido en sus negocios. Hacia un frio penetrante. Reinaba le niebla. Scrooge podia oir cómo las gentes iban de un lado á otro por la calle soplándose las puntas de los dedos, respirando ruidosamente, golpeándose el cuerpo con las manos y pisando con fuerza para calentarse los piés.
Las tres de la tarde acababan de dar en los relojes de la City [3], y con todo casi era de noche. El dia habia estado muy sombrío. Las luces que brillaban en las oficinas inmediatas, parecian como manchas de grasa enrojecidas, y se destacaban sobre el fondo de aquella atmósfera tan negruzca y por decirlo así, palpable. La niebla penetraba en el interior de las casas por todos los resquicios y por los huecos de las cerraduras: fuera habia llegado su densidad á tal extremo, que si bien la calle era muy estrecha, las casas de enfrente se asemejaban á fantasmas. Al contemplar cómo aquel espeso nublado descendia cada vez más, envolviendo todos los objetos en una profunda oscuridad, se podia creer que la naturaleza trataba de establecerse allí para explotar una cervecería en grande escala.
La puerta del despacho de Scrooge continuaba abierta, á fin de poder éste vigilar á su dependiente dentro de la pequeña y triste celdilla, á manera de sombría cisterna, donde se ocupaba en copiar cartas. La estufa de Scrooge tenia poco fuego, pero ménos aún la del dependiente: aparentaba no encerrar más que un pedazo de carbon. Y el desgraciado no podia alimentarla mucho, porque en cuanto iba con el cogedor á preveerse, Scrooge, que atendia por sí á la custodia del combustible, no se recataba de manifestar á aquel infeliz que cuidase de no ponerlo en el caso de despedirle. Por este motivo el dependiente se envolvia en su tapabocas blanco y se esforzaba en calentarse á la luz de la vela; pero como era hombre de poquísima imaginacion, sus tentativas resultaban infructuosas.
—Os deseo una regocijda Noche Buena, tio mio, y que Dios os conserve; gritó alegremente uno. Era la voz del sobrino de Scrooge. Este, que ocupado en sus combinaciones no le habia visto llegar, quedó sorprendido.
—Bah, dijo Scrooge; tonterías.
Venia tan agitado el sobrino á consecuencia de su rápida marcha, en medio de aquel frio y de aquella niebla, que despedia fuego; su rostro estaba encendido como una cereza; sus ojos chispeaban y el vaho de su aliento humeaba.
—¡La Noche Buena una tontería, tio mío! No es esto sin duda lo que quereis decir.
—Sí tal, dijo Scrooge. ¡Una regocijada Noche Buena! ¿Qué derecho os asiste para estar contento? ¿Qué razon para abandonaros á unas alegrías tan ruinosas? Bastante pobre sois.
—Vamos, vamos, dijo alborozadamente el sobrino; ¿en qué derecho os apoyais para estar triste? ¿En qué motivo para entregaros á esas abrumadoras cifras? Usted es bastante rico.
—Bah, dijo Scrooge, que por entonces no encontraba otra contestacion mejor que dar; y su ¡bah! fué seguido de la palabra de antes: tonterías.
—No os pongais de mal humor, tio mio, exclamó el sobrino.
—Y cómo no ponerme, cuando se vive en un mundo de locos cual lo es este. ¡Una regocijada Noche Buena! Váyanse al diablo todas ellas. ¿Qué es la Navidad, sino una época en que vencen muchos pagarés y en que hay que pagarlos aunque no se tenga dinero? ¡Un día en que os encontrais más viejo de un año, y no más rico de una hora! ¡Un dia en que despues de hacer el balance de vuestras cuentas, observais que en los doce meses transcurridos no habeis ganado nada. Si yo pudiera obrar segun pienso, continuó Scrooge con acento indignado, todos los tontos que circulan por esas calles celebrando la Noche Buena, serian puestos á cocer en su propio caldo, dentro de un perol y enterrados con una rama de acebo atravesada por el corazón: así, así.
—Tio mio, exclamó el sobrino queriendo defender la Noche Buena.
—Sobrino mio, replicó Scrooge severamente; podeis gozar de la Noche Buena á vuestro gusto; dejadme celebrarla al mio.
—¡Celebrar la Noche Buena! repitió el sobrino; ¡pero si no la celebrais!
—Entonces dejadme no gozarla. Que os haga buen provecho. ¡Como os ha reportado tanta utilidad!
—Muchas cosas hay, lo declaro, de las que hubiera podido obtener algunas ventajas que no he obtenido, y entre otras de la Noche Buena; pero á lo menos he considerado este dia (dejando aparte el respeto debido á su sagrado nombre y á su orígen divino, si es que pueden ser dejados aparte tratándose de la Noche Buena) como un hermoso día, como un día de benevolencia, de perdon, de caridad y de placer; el único del largo calendario del año en el que, según creo, todos, hombres y mujeres, parece que descubren por consentimiento unánime, parece que manifiestan sin empacho, cuantos secretos guardan en su corazon y que ven en los individuos de inferior clase á la suya, como verdaderos compañeros de viaje en el camino del sepulcro, y no otra especie de seres que se dirigen á diverso fin. Por eso, tio mio, aunque no haya depositado en mi bolsillo ni la más pequeña moneda de oro ó de plata, creo que la Noche Buena me ha producido bien y que me lo producirá todavía. Por eso grito: ¡viva la Noche Buena!
El dependiente aplaudió desde su cuchitril involuntariamente; pero habiendo echado de ver en el acto la inconveniencia que habia cometido, se puso á revolver el fuego y acabó de apagarlo.
—Si oigo el menor ruido donde estais, gritó Scrooge, celebrareis la Noche Buena perdiendo el empleo. En cuanto á vos, prosiguió encarándose con su sobrino, sois verdaderamente un orador muy distinguido. Me admiro de no veros sentado en los bancos del Parlamento.
—No os incomodéis, tío mío. Ea, venid á comer con nosotros mañana.
Scrooge le repuso que querría verle en... sí, verdaderamente lo dijo. Profirió la frase completa diciendo que lo querría ver mejor en... (el lector acabará si le parece.)
—Pero ¿por qué? exclamó el sobrino; ¿por qué?
—¿Por qué os habéis casado? preguntó Scrooge.
—Porque me enamoré.
—¡Porque os enamorasteis! refunfuñó Scrooge, como si aquello fuera la mayor tontería después de la de Noche Buena: buenas noches.
—Pero tío, antes de mi boda no ibais á visitarme nunca; ¿por qué la erigís en pretexto para no ir ahora?
—Buenas noches, dijo Scrooge.
—Nada deseo, nada solicito de vos. ¿Por qué no hemos de ser amigos?
—Buenas noches, dijo Scrooge.
—Estoy pesaroso, verdaderamente pesaroso de veros tan resuelto. Jamás hemos tenido nada el uno contra el otro; á lo menos yo. He dado este paso en honra de la Noche Buena, y conservaré mi buen humor hasta lo último; por lo tanto os deseo una felicísima Noche Buena.
—Buenas noches, dijo Scrooge.
—Y un buen principio de año.
—Buenas noches.
Y el sobrino abandonó el despacho sin dar la más pequeña muestra de descontento. Antes de salir á la calle se detuvo para felicitar al dependiente quien, aunque helado, sentía más calor que Scrooge, y le devolvió cordialmente la felicitación.
—Hé ahí otro loco, murmuró Scrooge que los estaba oyendo. ¡Un dependiente con quince chelines (75 reales) por semana, esposa é hijos, hablando de la Noche Buena! Hay para encerrarse en un manicomio.
Aquel loco perdido, después de saludar al sobrino de Scrooge, introdujo otras dos personas; dos señores de buen aspecto, de figura simpática, que se presentaron, sombrero en mano, á ver á Mr. Scrooge.
—Scrooge y Marley, si no me equivoco, dijo uno de ellos consultando una lista. ¿A quién tengo el honor de hablar, á Mr. Scrooge ó á Mr. Marley?
—Mr. Marley falleció hace siete años, contestó Scrooge; justamente se cumplen esta noche misma.
—No abrigamos la menor duda en que la generosidad de dicho señor estará dignamente representada por su socio sobreviviente, dijo uno de los caballeros presentando varios documentos que le autorizaban para postular.
Y lo estaba sin duda, porque Scrooge y Marley se parecían como dos gotas de agua. Al oír la palabra generosidad, Scrooge frunció las cejas, movió la cabeza y devolvió los documentos á su dueño.
—En esta alegre época del año, Mr. Scrooge, dijo el postulante tomando una pluma, deseamos, más que en otra cualquiera, reunir algunos modestos ahorros para los pobres y necesitados que padecen terriblemente á consecuencia de lo crudo de la estación. Hay miles que carecen de lo más necesario, y cientos de miles que ni aún el más pequeño bienestar pueden permitirse.
—¿No hay cárceles? preguntó Scrooge.
—¡Oh! ¡Muchas! contestó el postulante dejando la pluma.
—Y los asilos ¿no están abiertos? prosiguió Scrooge.
—Seguramente, caballero, respondió el otro. Pluguiera a Dios que no lo estuviesen.
—Las correcciones disciplinarias y la ley de pobres ¿rigen todavía? preguntó Scrooge.
—Siempre y se las aplica con frecuencia.
—¡Ah! Temía, en vista de lo que acabáis de decirme, que por alguna circunstancia imprevista, no funcionaban ya tan útiles instituciones; me alegro de saber lo contrario, dijo Scrooge.
—Convencidos de que con ellas no se puede dar una satisfaccion cristiana al cuerpo y al alma de muchas gentes, trabajamos algunos para reunir una pequeña cantidad con que comprar algo de carne, de cerveza y de carbón para calentarse. Nos hemos fijado en esta época, porque, de todas las del año, es cuando se deja sentir con más fuerza la necesidad; en la que la abundancia causa más alegría. ¿Por cuánto queréis suscribiros?
—Por nada.
—¿Deseais conservar el incógnito?
—Lo que deseo es que se me deje tranquilo. Puesto que me preguntáis lo que deseo, he aquí mi respuesta. Yo no me permito regocijarme en Noche Buena y no quiero proporcionar a los perezosos medios para regocijarse. Contribuyo al sostenimiento de las instituciones de que os hablaba hace poco: cuestan muy caras; los que no se encuentren bien en otra parte, pueden ir á ellas.
—Hay muchos á quienes no les es dado y otros que preferirían morir antes.
—Si prefieren morirse, harán muy bien en realizar esa idea, y en disminuir el excedente de la poblacion. Por lo demás, bien podeis dispensarme; pero no entiendo nada de semejantes cosas.
—Os sería facilísimo conocerlas, insinuó el postulante.
—No es de mi incumbencia, contestó Scrooge. Un hombre tiene suficiente con sus negocios para no ocuparse en los de otros. Necesito todo mi tiempo para los míos. Buenas noches, señores.
Viendo lo inútil que sería insistir, se retiraron los dos caballeros, y Scrooge volvió á su trabajo cada vez más satisfecho de su conducta, y con un humor más festivo que por lo comun.
A todo esto la niebla y la oscuridad se iban haciendo tan densas, que se veía á muchas gentes correr de un lado á otro con teas encendidas, ofreciendo sus servicios á los cocheros para andar delante de los caballos y guiarlos en su camino.
La antigua torre de una iglesia, cuya vieja campana parecía que miraba curiosamente á Scrooge en su bufete á través de una ventana gótica practicada en el muro, se hizo invisible; el reloj dió las horas, las medias horas, los cuartos de hora en las nubes con vibraciones temblorosas y prolongadas, como si sus dientes hubiesen castañeteado en lo alto sobre la aterida cabeza de la campana. El frío aumentó de una manera intensa. En uno de los rincones del patio varios trabajadores, dedicados á la reparacion de las cañerías del gas, habian encendido un enorme brasero, alrededor del cual estaban agrupados muchos hombres y niños haraposos, calentándose y guiñando los ojos con aire de satisfaccion. El agua de la próxima fuente al manar se helaba, formando á manera de un cuadro en torno, que infundia horror.
En los almacenes las ramas de acebo chisporroteaban al calor de las luces de gas, y lo teñían todo con sus rojizas vislumbres. Las tiendas de volatería y de ultramarinos lucian con desusada esplendidez, cual si quisieran significar que en todo aquel lujo no tenia nada que ver el interés de la ganancia.
El alcalde de Lóndres, en su magnífica residencia consistorial, daba órdenes a sus cincuenta cocineros y á sus cincuenta reposteros para festejar la Noche Buena como debe festejarla un alcalde, y hasta el sastrecillo remendon á quien aquella autoridad habia condenado el lunes precedente á una multa por haberlo encontrado ébrio y armando un barullo infernal en la calle, se preparaba para la comida del día siguiente, miéntras que su escuálida mujer, llevando en sus brazos su no menos escuálido rorro, se encaminaba á la carnicería para hacer sus compras.
A todo esto la niebla va en aumento; el frío va en aumento; frío helador, intenso. Si á la sazón el excelente San Dunstan, despreciando las armas de que por lo comun se valía hubiera pellizcado al diablo en la nariz, de seguro que le habria hecho exhalar formidables rugidos. El propietario de una nariz jóven, pequeña, roída por aquel frío tan famélico como los huesos son corroidos por los perros, aplicó su boca al agujero de la cerradura del despacho de Scrooge para regalarle una canción alusiva a las circunstancias. Scrooge empuñó su regla con un ademán tan enérgico, que el cantante huyó, todo azorado, abandonando el agujero de la cerradura á la niebla y á la escarcha, que se introdujeron precipitadamente en el despacho, como por simpatía hácia Scrooge.
A lo último llegó la hora de cerrar la oficina. Scrooge se levantó de su banqueta, lleno de mal humor, dando así la señal de marcha al dependiente, quien le aguardaba en su cisterna, con el sombrero puesto, despues de haber apagado la luz.
—Supongo que deseareis tener libre el dia de mañana, dijo Scrooge.
—Si lo creeis conveniente.
—No me conviene; de ninguna manera. ¿Que diríais si os retuviera el sueldo de mañana? Os creeríais perjudicado.
El empleado se sonrió ligeramente.
—Y sin embargo, continuó Scrooge, a mí no me considerais como perjudicado, á pesar de que os pago un dia por no hacer nada.
El empleado hizo observar que aquello no tenía lugar más que una sola vez cada año.
—Pobre fundamento para meter la mano en el bolsillo de un hombre todos los 25 de Diciembre, dijo Scrooge abotonándose la levita hasta el cuello. Supongo que necesitareis todo el dia, pero confío en que me indemnizareis pasado mañana viniendo más temprano.
El dependiente lo prometió y Scrooge salió refunfuñando. El almacen quedó cerrado en un santiamen; y el dependiente, dejando colgar las dos puntas de su tapabocas hasta el borde de la chaqueta (pues no se permitía el lujo de vestir gaban), echó a todo correr en direccion á su morada para jugar á la gallina ciega.
Scrooge comió en el mezquino bodegon donde lo hacía comunmente. Despues de haber leido todos los periódicos, y ocupado el resto de la noche en recorrer su libro de cuentas, se dirigió a su casa para acostarse. Residia en la misma habitacion que su antiguo asociado, compuesta de una hilera de aposentos oscuros, los cuales formaban parte de un antiguo y sombrío edificio, situado á la extremidad de una callejuela, de la que se despegaba tanto que no parecia sino que, habiendo ido á encajarse allí en su juventud, jugando al escondite con otras casas, no habia sabido despues encontrar el camino para volverse. Era un edificio antiguo y muy triste porque nadie vivia en él, exceptuando Scrooge: los otros compartimientos de la casa servian para despachos ó almacenes. El patio era tan oscuro que, sin embargo de conocerlo perfectamente Scrooge, se vió precisado á andar á tientas. La niebla y la escarcha cubrian de tal modo el añoso y sombrío porton de la casa, que semejaba la morada del genio del invierno, residente allí y absorbido en sus tristes meditaciones.
La verdad es que el aldabon no ofrecía nada de especial, sino que era muy grande. La verdad es, repito, que Scrooge lo había visto por la mañana y por la tarde, todos los días, desde que habitaba en aquel edificio, y que en cuanto a eso que llaman imaginacion, poseia tan poca como cualquier otro vecino de la City, inclusos, aunque sea temerario decirlo, sus individuos de ayuntamiento. Es indispensable, además, tener en cuenta que Scrooge no habia pensado, ni una sola vez, en Marley despues del fallecimiento de su socio, ocurrido siete años antes, excepto aquella tarde. Ahora que me diga alguien, si sabe, cómo fué que Scrooge, en el momento de introducir la llave en la cerradura, vió en el aldabon, y esto sin pronunciar ningun conjuro, no un aldabon, sino la figura de Marley.
Sí; indudablemente; la misma figura de Marley.
Y no era una sombra invisible como la de los demás objetos del patio, sino que parecía estar rodeada de un fulgor siniestro, semejante al de un salmon podrido y guardado en un lugar oscuro. Su expresión no tenia nada que significase ira ó ferocidad; pero miraba á Scrooge, como Marley solia hacerlo, con sus anteojos de espectro levantados sobre su frente de aparecido. La cabellera se agitaba de una manera singular, como movida por un soplo ó vapor cálido, y aunque tenía los ojos desmesuradamente abiertos los conservaba inmóviles. Esta circunstancia y el color lívido de la figura la hacian horrorosa, pero el horror que experimentaba Scrooge á la vista de ella no era consecuencia de la figura, sino que precedia de él mismo, no de la expresion del rostro del aparecido. Así que se hubo fijado más atentamente no vió más que un aldabon.
Decir que no se estremeció ó que su sangre no sufrió una sacudida terrible, como no la habia sentido desde la infancia, sería faltar a la verdad; pero se sobrepuso, empuñó otra vez la llave le dió vuelta con movimiento brusco, entró y encendió la vela.
Estuvo un momento indeciso antes de cerrar la puerta, y por precaución miró detrás de ella, cual si temiera ver de nuevo á Marley con su larga coleta, adelantándose por el vestíbulo; pero nada encontró, fuera de los tornillos que sujetaban el aldabon á la madera. ¡Bah, bah! exclamó más tranquilo; y cerró con ímpetu.
El estruendo retumbó en toda la casa al igual de un trueno. Las habitaciones superiores, y los toneles que el almacenista de vinos guardaba en sus bodegas, produjeron un sonido particular como tomando parte en aquel concierto de ecos. Scrooge no era hombre á quien asustaran los ecos. Cerró sólidamente la puerta, cruzó el vestíbulo, y subió la escalera cuidando al paso de apretar bien la vela.
Hablais algunas veces de las anchurosas escaleras de los edificios antiguos, en las cuales cabe perfectamente una carroza arrastrada por seis caballos, pero os aseguro que la de Scrooge era mayor, porque habia capacidad en ella para contener un carruaje fúnebre subiéndolo cruzado con las portezuelas mirando á los tramos de escalera y la lanza tocando al muro: empresa fácil pues quedaba espacio para más. Sin duda se le figuró por eso á Scrooge, que veía andar delante de él en la oscuridad un cortejo fúnebre. Con una media docena de farolas de gas no hubiera habido suficiente para iluminar el vestíbulo: ya podeis figuraros la claridad qua habria con la vela de Scrooge.
El continuaba su ascension sin cuidarse de nada ya. La oscuridad es muy barata y por eso Scrooge la queria mucho; pero antes de cerrar la pesada puerta de su habitacion, reconoció los aposentos de ésta, para ver si todo se hallaba en orden: acaso adoptó tal precaucion, acordándose ligeramente de la inquietud que la misteriosa figura le habia causado.
El salon, la alcoba, los departamentos de desahogo, todo estaba en órden. Nadie habia debajo de la mesa; nadie en el sofá. En el fogon lucia un mísero fuego: la cuchara y la taza estaban ya dispuestas y sobre las ascuas un perolillo con agua de avena (porque Scrooge padecía un constipado de cabeza). A nadie encontró debajo de la cama; á nadie en su gabinete; á nadie dentro de la bata que estaba, en forma sospechosa, pendiente de un clavo.
Completamente tranquilo ya, Scrooge cerró la puerta con doble vuelta, precaucion que no tomaba nunca, y asegurado contra toda sorpresa, se quitó la corbata, se puso la bata, las zapatillas y el gorro de dormir, y se sentó delante del fuego para tomar el cocimiento de avena.
El fuego era positivamente mísero; tan mísero que no servia para nada en una noche como aquella. Scrooge se vió precisado á aproximarse mucho á él, á cobijarlo, digámoslo así, para experimentar alguna sensacion de calor. El cuerpo del fogon construido hacía mucho tiempo, por algun fabricante holandés, estaba recubierto de azulejos flamencos donde se veían representadas escenas de la Sagrada Escritura. Habia Abel y Cain, hijos de Faraon, reinas de Sabá, ángeles bajando del cielo sobre nubes que se parecían á lechos de pluma, Abraham, Balthasar, apóstoles embarcándose en esquifes á modo de salseras; cientos de figuras capaces de distraer la imaginacion de Scrooge, y sin embargo el rostro de Marley sobrepujaba á todo. Si cada uno de aquellos azulejos hubiera empezado por tener las figuras borradas, y la facultad de imprimir en su superficie algo de los pensamientos sueltos de Scrooge, cada azulejo habria presentado la cabeza del viejo Marley.
—Necedades, dijo Scrooge y dió á recorrer la habitación.
Despues de algunas vueltas se sentó. Como tenia la cabeza echada hácia atrás, sobre el respaldo de la butaca, sus ojos se detuvieron, por casualidad, en una campanilla que ya no servia, suspendida del techo y que comunicaba con el último piso del edificio, para un objeto desconocido.
Con la mayor sorpresa, con inexplicable terror, observó Scrooge que ver la campanilla y ponerse ésta en movimiento fué todo uno. Al principio se balanceaba suavemente, tanto que apenas producía sonido; pero muy luego aumentó este considerablemente y todas las campanillas de la casa acompañaron á la primera.
El repiqueteo no duró más que medio minuto ó un minuto, mas á Scrooge se le figuró tan prolongado como una hora. Las campanillas terminaron cual si todas hubieran empezado á la vez. A este ruido sucedió otro de hierros que procedía de los subterráneos, como si alguien arrastrase una larga cadena sobre los toneles del almacenista de vinos. Scrooge recordó entonces haber oído referir, que en las casas donde existían duendes, éstos se presentaban siempre con cadenas.
La puerta de los subterráneos se abrió con estrépito, y el ruido se hizo perceptible en el piso bajo; después en la escalera, hasta que, por último, se fué acercando á la puerta.
—Lo dicho. Tonterías; exclamó Scrooge: no creo en ellas.
Sin embargo mudó muy pronto de color porque vió al espectro, que atravesando sin la menor dificultad por la maciza puerta fue á colocarse ante él.
Cuando la aparición penetraba, el mezquino fuego despidió un resplandor fugaz como diciendo: «lo conozco: es el espectro de Marley» y se extinguió.
La misma cara, absolutamente la misma. Marley con su puntiaguda coleta, su chaleco habitual, sus pantalones ajustados, y sus botas, cuyas borlas de seda se balanceaban á compás con la coleta, con los faldones de la casaca, y con el tupé.
La cadena con la que tanto ruido hacía la llevaba ceñida á la cintura, y era tan larga que le rodeaba todo el cuerpo, como si fuera un prolongado rabo: estaba hecha (porque Scrooge la observó de muy cerca) de arcas de seguridad, de llaves, de candados, de grandes libros, de papelotes y de bolsas muy pesadas de acero. El cuerpo del espíritu, se transparentaba hasta un extremo tal, que Scrooge, examinándole detenidamente á través del chaleco, pudo ver los botones que adornaban por detrás la casaca.
Scrooge había oído referir que Marley estaba desprovisto de entrañas, pero hasta aquel momento no se convenció.
No, y aún no lo creía. Por más que pudiese investigar con la mirada las cavidades interiores del espectro; por más que sintiera la influencia glacial de aquellas pupilas heladas por la muerte; por más que se fijaba hasta en el tejido del pañuelo que cubría la cabeza así como la barba de la aparición, detalle antes descuidado por Scrooge, aún se resistía a creer en lo que sus sentidos le manifestaban.
—¿Qué quiere decir esto? preguntó Scrooge tan cáustico y tan frío como de costumbre. ¿Qué deseais de mí?
—Muchas cosas.
Era indudablemente la voz de Marley.
—¿Quién sois?
—Preguntad mejor: ¿quién habeis sido?
—¿Quién habeis sido, pues? dijo Scrooge levantando la voz. Muy castizo estáis para ser una sombra.
—En el mundo fui socio vuestro.
—¿Podeis... podeis sentaros? preguntó Scrooge con aire de duda.
—Puedo.
—Entonces hacedlo.
Scrooge formuló la pregunta porque ignoraba si un espectro tan transparente podría encontrarse en las condiciones necesarias para tomar asiento, y consideraba que a ser esto, por casualidad, imposible, lo pondría en el caso de dar explicaciones muy difíciles; pero el fantasma se sentó frente a frente, al otro lado de la chimenea, como si estuviera muy avezado a ello.
—¿No creeis en mí? preguntó el fantasma.
—No, contestó Scrooge.
—¿Qué prueba quereis de mi realidad, además del testimonio de vuestros sentidos?
—No sé a punto fijo.
—¿Por qué dudais de vuestros sentidos?
—Porque la menor cosa basta para alterarlos. Basta con un ligero desarreglo en el estómago para que nos engañen, y podría ser muy bien que vos no fuerais más que una tajada de carne mal digerida; media cucharada de mostaza; un pedazo de queso; una partícula de patata mal cocida. Quien quiera que seais, me parece que sois un muerto que huele á cerveza más que á ataúd[4].
Scrooge no acostumbraba á hacer retruécanos, y verdaderamente entonces no se hallaba muy en disposición de hacerlos. En realidad lo que quería en toda aquella broma era distraerse y dominar su espanto, porque el acento del fantasma le producía frío hasta en la médula de los huesos.
Permanecer sentado, siquiera por breves instantes, con la mirada fija en los vidriosos ojos del espectro, constituia para Scrooge una prueba infernal. Además, en aquella diabólica atmósfera que circundaba al aparecido, había algo positivamente terrible. A Scrooge no le era dado experimentarla por sí mismo, mas no por eso dejaba de ser cierta, pues aunque el espectro permanecía sentado é inmóvil, sus cabellos, sus vestiduras y las borlas de sus botas, se movían á impulsos de un vapor cálido como el que se desprende de un horno.
—¿Veis este limpia-dientes? dijo Scrooge volviendo á su sistema, con objeto de sobreponerse al espanto que le poseía, y de apartar de sí aunque no fuera más que por un segundo, la mirada del aparecido, fría como el mármol.
—Sí.
—Pero si no lo miráis.
—Eso no impide que lo vea.
—Pues bien; si ahora me lo tragara, durante lo que me queda de existencia me verá asediado por una multitud de diablillos, pura creación de mi mente. Tontería; os digo que es una tontería.
Al oír el espectro semejante palabra, dio un terrible alarido y sacudió su larga cadena, causando un estruendo tan aterrador y tan lúgubre que Scrooge se agarró a la silla para no caer desvanecido. Pero aumentó su horror al observar que el fantasma, quitándose el pañuelo que le rodeaba la cabeza, como si sintiese la necesidad de hacerlo a causa de la temperatura de la estancia, dejó desprenderse la mandíbula inferior, que le quedó colgando sobre el pecho.
Scrooge se arrodilló ocultando la cara con las manos.
—¡Misericordia! dijo. Terrorífica aparición, ¿por qué vienes á atormentarme?
—Alma mundanal, ¿crees ó no crees en mí?
—Creo, dijo Scrooge, pues no hay otro remedio. Mas ¿por qué pasean el mundo los espíritus y vienen a buscarme?
—Porque es una obligación de todos los hombres que el alma contenida en ellos se mezcle con las de sus semejantes y viaje por el mundo: si no lo verifica durante la vida, está condenada á practicarlo despues de la muerte; compelida á vagar ¡desdichado de mí! por el mundo y á ser testigo inútil de muchas cosas en las que no le es dado tener parte, siendo así que hubiera podido gozar de ellas en la tierra como los demás, utilizándolas para su dicha.
El aparecido lanzó un grito, sacudió la cadena y se retorció las fantásticas manos.
—¿Estáis encadenado? preguntó Scrooge; ¿por qué?
—Arrastro la cadena que durante toda mi vida he forjado yo mismo, respondió el fantasma. Yo soy quien la ha labrado eslabón a eslabón, vara a vara. Yo quien la ha ceñido a mi cuerpo libremente y por mi propia voluntad, para arrastrarla siempre, porque ese es mi gusto. El modelo se os presenta bien singular ¿no es cierto?
Scrooge temblaba más cada vez.
—¿Queréis saber, continuó el espectro, el peso y la longitud de la enorme cadena que os preparais? Hace hoy siete años era tan larga y tan pesada como ésta; después habéis continuado aumentándola: buena cadena es ya.
Scrooge miró alrededor de sí, creyendo divisarla tendida todo lo dilatada que debía ser por el piso; mas no la vio.
—Marley, exclamó con aire suplicante; mi viejo Marley, háblame; dime algunas palabras de consuelo.
—Ninguna tengo que decirte. Los consuelos vienen de otra parte, Scrooge, y los traen otros seres á otra clase de hombres que vos. Ni puedo deciros todo lo que desearía, porque dispongo de muy poco tiempo. No puedo descansar, no puedo detenerme, no puedo permanecer en ninguna parte. Mi alma no se separó nunca de mi mostrador; no traspasó, como sabeis, los reducidos límites de nuestro despacho, y hé aquí por qué ahora tengo necesidad de hacer tantos penosos viajes.
Scrooge seguía la costumbre de meterse las manos en los bolsillos del pantalón cuando se entregaba á sus meditaciones. Reflexionando sobre lo que le había dicho el fantasma, hizo como se acaba de indicar, pero continuando arrodillado y con los ojos bajos.
—Muy retrasado debeis estar, Marley, dijo, con humildad y deferencia Scrooge, que nunca dejaba de ser hombre de negocios.
—¡Retrasado! repitió el fantasma.
—Llevais ya siete años de muerto y aun dura vuestro viaje.
—Durante ese tiempo no habido para mí tregua ni reposo: siempre he estado bajo el torcedor del remordimiento.
—¿Viajais deprisa?
—En las alas del viento.
—Mucho habéis debido ver en siete años.
Al oír esto el aparecido dió un tercer grito, y produjo con su cadena un choque tan horrible, en medio del silencio de la noche, que á oírlo la ronda, hubiera tenido motivo para aprehender a aquellos perturbadores del sosiego público.
—¡Oh! cautivo, encadenado, lleno de hierros, exclamó, por no haber tenido presente que todos los hombres deben asociarse para el gran trabajo de la humanidad, prescrito por el Ser Supremo; para perpetuar el progreso, porque este globo debe desaparecer en la eternidad, antes de haber desarrollado el bien de que es susceptible: por no haber tenido presente que la multitud de nuestros tristes recuerdos, no podía compensar las ocasiones que hemos desaprovechado en nuestra vida, y con todo, así me he conducido, desdichado de mí; así me he conducido.
—Sin embargo os mostrásteis siempre como hombre exacto y como inteligente en negocios, balbuceó Scrooge, que empezaba á reponerse un poco.
—¡Los negocios! gritó el aparecido, retorciéndose de nuevo las manos. La humanidad era mi negocio: el bien general era mi negocio: la caridad, la misericordia, la benevolencia eran mis negocios. Las operaciones del comercio no constituían más que una gota de agua en el vasto mar de mis negocios.
Y levantando la cadena todo lo que permitía el brazo, como para mostrar la causa de sus estériles lamentos, la dejó caer pesadamente en tierra.
—En esta época del año es cuando sufro más, murmuró el espectro. ¿Por qué he cruzado yo, á través de la multitud de mis semejantes, siempre fijos los ojos en los asuntos de la tierra, sin levantarlos nunca hácia esa fulgurante estrella que sirvió de guía á los reyes magos hasta el pobre albergue de Jesús? ¿No existían otros pobres albergues hácia los cuales hubiera podido conducirme con su luz la estrella?
Scrooge estaba asustado de oír explicarse al aparecido en semejante tono, y se puso á temblar.
—Escúchame, le dijo el fantasma: mi plazo va á terminar pronto.
—Escucho, replicó Scrooge, pero excusad todo lo posible y no os permitáis mucha retórica: os lo ruego.
—Por qué he podido presentarme así, en forma para vos conocida, lo desconozco. Muchas veces os he acompañado pero permaneciendo invisible.
Como esta indicación no encerraba nada de agradable, Scrooge sintió escalofríos y sudores de muerte.
—Y no consiste en esto mi menor suplicio, continuó el espectro... Estoy aquí para deciros que aún os queda una probabilidad de salvación; una probabilidad y una esperanza que os proporcionaré.
—Os mostráis siempre buen amigo mío: gracias.
—Os van a visitar tres espíritus, siguió el espectro.
El rostro de Scrooge tomó su color tan lívido como el de su interlocutor.
—¿Son esas la probabilidad y la esperanza de que me hablabais?— preguntó con desfallecimiento.
—Sí.
—Creo... creo... que sería mejor que no se presentaran, dijo Scrooge.
—Sin sus visitas caeríais en la misma desgracia que yo. Aguardad la presentación del primero así que el reloj de la una.
—¿No podrian venir todos juntos para que acabáramos de una vez? insinuó Scrooge.
—Aguardad al segundo en la siguiente noche y a la misma hora, y al tercero en la subsiguiente, así que haya sonado la última campanada de las doce. No contéis con volverme a ver; pero por conveniencia vuestra, cuidad de acordaros de lo que acaba de suceder entre nosotros.
Después de estas palabras el espectro recogió el pañuelo que estaba encima de la mesa, y se lo ciñó como lo tenía al principio, por la cabeza y por la barba. Scrooge lo notó por el ruido seco que hicieron las mandíbulas al ajustarse con la sujeción. Entonces se determinó á alzar los ojos, y vio al aparecido delante de él, puesto de pie, y llevando arrollada al brazo la cadena.
La aparición se puso en marcha, caminando hacia atrás. A cada paso suyo se levantaba un poco la ventana, de suerte que cuando el espectro llegó a ella se hallaba completamente abierta. Hizo una señal á Scrooge para que se acercara y éste obedeció. Cuando estuvieron a dos pasos el uno del otro, la sombra de Marley levantó el brazo é indicó á Scrooge que no se aproximase más. Scrooge se detuvo, no precisamente por obediencia, sino por sorpresa y temor, pues en el momento en que el fantasma levantó el brazo, se oyeron rumores y ruidos confusos en el aire, sonidos incoherentes de lamentaciones, voces de indecible tristeza, gemidos de remordimiento. El fantasma, después de haber prestado atención por un breve instante, se unió al lúgubre coro, desvaneciéndose en el seno de aquella noche tan sombría.
Scrooge fue tras él hasta la ventana y miró por ella dominado de insaciable curiosidad. El espacio se hallaba lleno de fantasmas errantes, que iban de un lado para otro como almas en pena exhalando al paso tristes y profundos gemidos. Todos arrastraban una cadena como el espectro de Marley: algunos pocos (sin duda eran ministros cómplices de una misma política) flotaban encadenados juntos; ninguno en libertad. Varios otros eran conocidos de Scrooge. Entre éstos había particularmente un viejo fantasma, encerrado en un chaleco blanco que tenía adherido al pie un enorme anillo de hierros y que se quejaba lastimosamente de no poder prestar socorro á una desdichada mujer y á su hijo, á quienes veía por bajo de él, refugiados en un hueco de puerta.
El suplicio de todas aquellas sombras, consistía, evidentemente, en querer con ansia, aunque sin resultado, mezclarse en las cosas mundanales para hacer algún bien, pero no podían.
Aquellos seres vaporosos se disiparon en la niebla, ó la niebla los envolvió en sus sombras. Scrooge no pudo averiguar nada.
Las sombras y sus voces se desvanecieron a la vez, y la noche volvió a tomar su primer aspecto.
Scrooge cerró la ventana, y examinó cuidadosamente la puerta por donde había entrado el espectro. Estaba cerrada con doble vuelta, según él la dejara, y el cerrojo corrido. Trató, como antes, de decir: «tontería» pero se detuvo en la primera sílaba, porque sintiéndose acometido de una imperiosa necesidad de descansar, bien por las fatigas del día, ó de aquella breve contemplación del mundo invisible, ó del triste diálogo sostenido con el espectro, ó de lo avanzado de la hora, se fué á la cama y acostándose, sin desnudarse, cayó en un profundo sueño.