Ir al contenido

El caballero de la buena memoria

De Wikisource, la biblioteca libre.
El caballero de la buena memoria
Leyenda tradicional

de José Zorrilla
poema de Recuerdos y Fantasías

INTRODUCCIÓN

Perdidas de Villalar
en la sangrienta jornada,
de los bravos comuneros
las últimas esperanzas,
sus gavillas por doquiera
rendidas o derrotadas,
el arzobispo Merino
a Toledo gobernaba.
Doña María Padilla
aun con briosa arrogancia,
digna de mejor fortuna
y de más dichosa causa,
a pesar el Arzobispo
y las tropas castellanas,
teníase con sus gentes
defendida en el alcázar,
pues en someterse al Rey
Toledo la más rehacia
ciudad siendo, a ella acudieron
de todas partes de España
cuantos comuneros fieles
a su partido quedaban.
Avivaban en secreto
con astucia y con audacia
la fe de doña María,
y gentes la reclutaban,
noticias proporcionándola,
con dineros y con armas,
los que en la ciudad vivían
y en su fortuna esperaban.
Distinguíase entre todos
doña Elvira de Montadas,
fanatizada al extremo
por políticas patrañas.
De la mujer de Padilla
del valor enamorada,
otra heroína como ella
llegar a ser anhelaba.
Hermosa y rica, de amantes
y galanes rodeada,
mucho la Elvira podía,
mucho la Elvira lograba.
Después que muchos prosélitos
logró inducir por sus gracias,
a un mozo rico y gallardo
con doble intento escuchaba.
Era don Juan de Zamora
mancebo de noble casa,
hijo de una noble viuda
que en el mancebo adoraba.
Seguido había éste siempre
del Emperador la causa,.
y contra los comuneros
combatido en cien batallas;
mas ciego de amor por ella,
y poco ducho en las cábalas
de cortesanos amaños,
en ganarle no dudaba.
Tan sencilla en otro tiempo
como hermosa y como ingrata
esta engañosa sirena,
esta fanática dama,
a don Pedro de Guzmán
tenía muy empeñada,
con mil promesas de amor,
de casamiento palabra.
Mas de ilustrísimo tronco
el de Guzmán siendo rama,
al rey don Carlos primero
asistía en Alemania,
al servicio de un magnate
que iba en boga en la privanza
del bizarro Emperador,
que con su amistad le honraba.
Así las cosas del mundo
se trastornan y se cambian,
y así mudan a las gentes
el tiempo y las circunstancias.
Don Pedro, en la imperial corte
del bullicio se cansaba,
y se doblaba su amor
con el tiempo y la distancia,
y la distancia y el tiempo
el de su Elvira menguaba,
y el diablo de la política,
de su alma se apoderaba.
A su patria y a su amor,
Guzmán con volver soñaba,
y ella soñaba quimeras
de libertad y de patria.
Él, por volver a Toledo
y a los pies de su adorada,
honor, ambición y dicha
desatinado olvidaba.
Ella, por dar con sus hechos
a su nombre eterna fama,
pensaba con necio orgullo
en quiméricas hazañas.
Recordaba su hermosura
él, en ausencia adorándola,
y ella olvidaba su amor
por quien no se lo estimaba.
Servíase la Padilla
y la gente a ella allegada,
de su influencia en el pueblo,
de sus amaños y cábalas;
y creía ser Elvira
el faro de su esperanza,
la fe de sus corazones,
la alcaldesa de su alcázar.
Creía que a una voz suya,
en la ocasión arriesgada
como por doña María
por ella se levantaran;
que todos los comuneros,
en el peligro mirándola,
la regla soberanía
dividirían entrambas.
Y en estos sueños de gloria
la doña Elvira embriagada,
perdía cuanto tenía
y las leyes provocaba.
Así son todos los necios,
a cuanto ignoran se lanzan,
lo que les importa olvidan
y sólo el desprecio ganan.

Y mientra en la rebelión
ella a don Juan empeñaba,
enamorado don Pedro
se volvía para España.

En oculto gabinete
de la habitación de Elvira,
a deshora de la noche
con ella don Juan platica,
y aunque él no entiende palabra
de su enredada política,
porque la adora fanático,
a cuanto exige se obliga.

DOÑA ELVIRA ¿Lo entendéis, don Juan?
DON JUAN Sí a fe.
DOÑA ELVIRA Lo entendiera un escolar.

De todo se os ha de dar
el cuándo, el cómo y por qué.

DON JUAN Yo, Elvira, soy un soldado,

que entre soldados metido,
nunca otra cosa he sabido
que combatir como honrado.
Desde muy niño os amé,
y como os juzgué perdida,
en poner fin a mi vida
como soldado, pensé.
Hoy otra vez me llamáis
en secreto a vuestro lado,
y siento no haber cambiado
de ser, como vos cambiáis.
¿Qué queréis? Si no sé más
que amaros y combatir,
así me habéis de admitir,
o habéis de volver atrás.

DOÑA ELVIRA Así os quiero; que a fe mía,

que cortesanos amores
son sólo amaños traidores
para vencer algún día.
Yo os quiero, don Juan, así,
porque me basta un galán
a quien servir con afán
y de algo me sirva a mí.

DON JUAN Cuánto lo hayáis meditado,

cuánto la suerte os ayuda,
está bien claro sin duda;
pero ¿á qué me habéis llamado?

DOÑA ELVIRA Bien se conoce ¡por Dios!

que sois un soldado bueno;
el plan es, don Juan, ajeno,
lo que os manden haréis vos.

DON JUAN Y ¿queréis que yo consienta

que a la primera demanda…

DOÑA ELVIRA Cuando Elvira es quien os manda,

obecerla os va en cuenta.
Pues ella arriesga en un día
cuanto vale y cuanto tiene,
a vos, don Juan, os conviene
fiar causa que ella fía.
O ¿no la amáis?

DON JUAN ¡Por los cielos!

¿Dudaréis de mi cariño,
cuando por vos desde niño
estoy muriendo de celos?
¿Pensáis que la injusta ley
de una opinión me amedrente,
cuando por vos solamente
soy desleal a mi Rey?

DOÑA ELVIRA Así os quiero, así va bien.

¿Pensáis que sobran ahora
vuestros castillos de Illora,
de Montilla y de Jaén?
Vos, don Juan, sois un valiente
y un honrado castellano,
mas no habéis de cortesano
ni un cabello solamente.
Conque dejaos guiar
por quien sabe más que vos,
y así podremos los dos
hasta la orilla llegar.
Vuestra madre, ya lo sé,
con vuestro amor se disgusta.

DON JUAN Sin duda, Elvira, la asusta

que comprometáis mi fe.
Siempre de los comuneros
fue enemiga.

DOÑA ELVIRA Sí, lo ha sido;

mas ya habéis, don Juan, salido
de la niñez; y os da fueros
para obrar a vuestro antojo
la ley.

DON JUAN Sí que me los da;

mas mi madre…

DOÑA ELVIRA Callará

si logramos nuestro arrojo
¿Disponéis de mucha gente?

DON JUAN De hasta unas cincuenta lanzas.
DOÑA ELVIRA Y ¿Son gente de esperanzas?
DON JUAN Aguerrida y obediente.
DOÑA ELVIRA Y ¿las tenéis muy distantes?
DON JUAN Traerlas mañana puedo
DOÑA ELVIRA Pues cuidad de que en Toledo

no os vean curiosos antes.
No salgáis, don Juan, de día
y esperad a mi mandato;
si pudiera un mentecato
sospecharlo, nos perdía.
Mas siento gente, aquí entrad;
espero a un hombre que puede,
cuando todo en sombra quede,
sacaros de la ciudad.
Por esa escala moruna,
a una torre vais a dar,
y allí podéis esperar
ocasión más oportuna.



Y así diciendo, mostróle
una entrada doña Elvira,
por do guiaba a la torre
la excusada escalerilla;
y oyendo seña secreta
que por la opuesta la hacían,
abrió y dio paso a un tercero,
siguiendo la escena misma.
Era el tal un hombre viejo,
cuyo exterior parecía
de soldado y mercader
composición peregrina.
Negra y cumplida una capa,
todo su cuerpo envolvía,
mostrándose bajo de ella
el espadón de su cinta.
Y nadie acaso mirándole,
asegurar osaría
si era sangriento bandido
o usurero prestamista,
pues en su torvo semblante
a un mismo tiempo se pintan
la audacia del bandolero
y el temor de quien conspira.
Saludó brusco a la dama,
que a adelantarse lo invita,
y plática tal trabóse
entre aquel hombre y Elvira:

DOÑA ELVIRA Entrad.
EL HOMBRE Dios os guarde.
DOÑA ELVIRA Gabriel, bien venido.

¿Venís azorado?

GABRIEL Sí, a fe.
DOÑA ELVIRA ¿Qué tenéis?
GABRIEL Tal vez no nos pierdo, por poco, un descuido;

mas no ha sido nada.

DOÑA ELVIRA ¡Por Dios, que acabéis!
GABRIEL Apenas volvía la calle tortuosa

que entrada secreta nos da al callejón,
la huella de un hombre sentí recelosa;
la faz con la capa cubrí a precaución.
Seguí decidido, mas frente por frente,
con un embozado maldito me dí.
Miró, recatéme, seguí indiferente,
paróse, y a poco, volvió tras de mí.

DOÑA ELVIRA ¡Dios mío!
GABRIEL Yo, astuto, temiendo que un corte

me diera al camino, la esquina gané;
hallé apresurado el oculto resorte,
deshice en la sombra mi sombra, y entré.

DOÑA ELVIRA Mas ¿no conocisteis…
GABRIEL Algún hidalguillo

que habrá a mis hermanos pedido, a pagar
con un vinculejo o mohoso castillo,
y al paso me pudo por otro tomar.

DOÑA ELVIRA Mas ¿dar con la puerta pudiera?
GABRIEL ¡Imposible!

Vi que sin sospecha adelante pasó.
Mas ¿qué hay de aquel hombre?

DOÑA ELVIRA Ya está.
GABRIEL Y ¿es posible

que fiel…

DOÑA ELVIRA Como un muerto.
GABRIEL Tal le quiero yo.

Y ¿es hombre…

DOÑA ELVIRA Bizarro.
GABRIEL ¿Su gente?
DOÑA ELVIRA Segura.
GABRIEL Y ¿cuándo…
DOÑA ELVIRA Mañana podrá estar aquí,

con tal que la noche, con nieblas obscura,
le ayude al secreto.

GABRIEL Sin duda que sí.

Mas ¿quién me responde…

DOÑA ELVIRA Yo misma.
GABRIEL Adelante.
DOÑA ELVIRA Amores me tuvo…; niñeces.
GABRIEL ¿Será,…
DOÑA ELVIRA Un buen castellano, soldado ignorante,

que cuanto amorosa le mande, lo hará.

GABRIEL Mirad que los necios…
DOÑA ELVIRA Son medios muy buenos,

que pueden a planes ajenos servir,
y luego se apartan cual muebles ajenos.

GABRIEL Pensáis cuerdamente, verdad a decir.

Mas pronto veamos a ese hombre, que en vano
serános la astucia sin fuerza mayor.

DOÑA ELVIRA Veréisle, y con maña traedle a la mano,

y no olvidéis nunca que el cebo es mi amor.

Abrió la dama a don Juan
la puerta do se escondía,
y anudóse, terciando él,
la plática interrumpida.

DOÑA ELVIRA Don Juan, llegó ya el momento

de probar vuestra afición,
que abriros mi corazón,
esta misma noche intento.
Delante de vos tenéis
quien órdenes os dará
y las puertas abrirá
a las lanzas que traéis.
Con él lo trataréis todo,
y pues que sois tan mi amigo,
tratar con él o conmigo
del caso, es lo mismo todo.

DON JUAN No hay cosa, señora mía,

que yo no arriesgue por vos;
mas pluguiérame ¡por Dios!
otra mejor compañía.

DOÑA ELVIRA Mas si, firme en vuestro amor,

como me decís me amáis,
que en sus manos os pongáis
paréceme lo mejor.

DON JUAN Si el fin habéis de ser vos,

me pongo sin vacilar,
y si en ello he de pecar,
que me lo perdone Dios.

GABRIEL (¡Sandio de él! Razón tenía

la Elvira.) ¿Sabréis decir
en cuánto tiempo venir
vuestra gente aquí podría?

DON JUAN Dentro de veinticuatro horas,

aunque hubieran de asaltar
las murallas para entrar.

GABRIEL Como salgan vencedoras

vuestras lanzas, aseguro
que podrá cada soldado
llevar el sable colgado
en cadena de oro puro.

DON JUAN Y no les vendrá muy mal,

porque las contribuciones
hacen que de sus raciones
deba un mes a cada cual.

GABRIEL Y os juro que bien haréis,

que dineros dan soldados.

Hablaron unos momentos
la dama y el prestamista,
y volviéronse a don Juan
con irónica sonrisa.

DOÑA ELVIRA (A Gabriel.)

¿Me entendéis?

GABRIEL (A Elvira.)

Está muy bien.
¿No os parece a vos, don Juan,
que si presa al león le dan,
tomará la que le den?

DON JUAN De esas razones no entiendo,

buen viejo, y a todo andar,
yo me ofrezco a pelear;
lo demás os lo encomiendo.
Y sólo una condición
pongo.

GABRIEL Podéisla decir.
DON JUAN Es que tengo de reñir

cara a cara, y no a traición.

GABRIEL ¡Oh! Sólo tendréis que hacer

centinela un poco larga,
y, a lo más, dar una carga
si es que se osan defender.

DON JUAN Eso sí.
DOÑA ELVIRA Y por premio de ello,

si es que me dejáis contenta…

DON JUAN Esa esperanza me alienta,

con que por todo atropello.
Rubor me cuesta decillo,
mas por vos, con mi pesar,
la vida pensé pasar.
encerrado en mi castillo.
Vuestra afición cortesana
maldiciendo, solamente
salí a lidiar con mi gente,
por no hacer vida holgazana.
No quise ya ver ni oír
más que lanzas y caballos,
y al cabo, con mis vasallos,
como soldado morir.
Diréis que este amor silvestre
mejor estorba que obliga,
mas necesito o mi amiga
o mi compañía ecuestre.
Pues en el campo, aún muy niño
os adoré, no os asombre
que, aunque sin ventajas, hombre,
aun os conserve cariño.

DOÑA ELVIRA Así os amo yo, don Juan;

que, a la fin, me he convencido
que vos habéis merecido
solo mi amoroso afán;
porque el amor cortesano
es humo, si bien presumo,
y el vuestro es fuego sin humo,
que quema si está cercano.

GABRIEL Vamos, que el tiempo es preciso.
DOÑA ELVIRA El cielo, don Juan, os guarde.
DON JUAN ¿Volveré a veros?
DOÑA ELVIRA Más tarde;

para ello os enviaré aviso.
(A Gabriel.)
(¿Elegí bien?)

GABRIEL Lo confieso;

de ese tronco se hace el puente,
y vadeada la corriente,
le arruina su propio peso.

DOÑA ELVIRA Cuidado con que se arruine.
GABRIEL Pues yo lo he de fabricar,

ya veis que le he de dejar
de modo que a caer se incline.



Y dando en estas palabras
fin a tal conversación,
salió Gabriel, y tras él,
don Juan Zamora salió:
aquel soñando quimeras
de política ambición,
y estotro soñando hazañas
para conseguir su amor.
Mas ¡cuánto los pensamientos
del hombre efímeros son;
un soplo de viento puede
desbaratar el mejor!

Por un estrecho postigo
que da a obscuro callejón,
de casa de doña Elvira
salían ambos a dos,
Gabriel y don Juan Zamora,
con extrema precaución,
para no hacer al salir
innecesario rumor,
cuando, volviendo la esquina,
ante ellos se presentó
un caballero embozado,
que les dijo en ronca voz:
«Sin pasar más adelante,
muestren, hidalgos, quién son,
o cuerpo a cuerpo conmigo
en campo aquí mismo sois.»
Y echando mano al acero,
en medio se colocó
del espacio que dejaba
entre ellos el callejón.
Entre los tres un momento
grave silencio reinó,
que al cabo rompió Gabriel
dando tal contestación:
—Seáis quien fuereis, buen hombre,
necio es tal arrojo en vos,
pues está de parte nuestra,
con la fuerza, la razón.
—Caballeros, está dicho,
repuso el otro: yo estoy
en guardar ese postigo,
pues interesa a mi honor.
—Ved que os podéis engañar.
—Mirad que conozco yo
toda la gente que habita
esta casa; y si no sois
o amigos, o deudos de ella,
contrarios en conclusión
sois míos: conque mostraos,
u os doy por tales si no.
—Como queráis, don Juan dijo;
y asiendo de su espadón
para el embozado fuese,
que a tajos le recibió.
Siguióle Gabriel a poco,
con la pérfida intención
de embestirle de repente
fingiéndose mediador,
mas el caballero incógnito,
conociendo la traición,
y siendo sin duda ducho
en tales lances, se echó
contra la tapia, quedando
cara a cara con los dos.
Don Juan se bate harto bien,
que es muy diestro reñidor,
y lo que en seso le falta,
le sobra en el corazón.
El tiempo de acometerle,
Gabriel aguarda traidor,
cuando le tenga en apuro
de don Juan la decisión;
mas vano, pese a su astucia,
el intento le salió,
porque es mucha la destreza
del osado retador,
y en el momento en que acaso
toca cerca la ocasión
un buen tajo de revés
la muñeca le alcanzó.
Soltó Gabriel un ¡ay! ronco
al repentino dolor;
volvió don Juan la cabeza,
pero tiempo no le dió
el bravo desconocido
para entender la razón
de su grito, porque el pecho
atravesado sintió.
De una distracción el punto
aprovechando veloz,
metióse a fondo el incógnito
y en tierra a don Juan tendió.
Reinó el silencio un momento,
pero al alarmante son
de los gritos de Gabriel,
el barrio se alborotó.
Asomaron por las rejas
ya una antorcha, ya un farol,
diciendo diversas voces:
«¡Al asesino! ¡Al ladrón!
Y una rápida mirada
al caballero bastó
para ver que era don Juan
víctima de su valor.
Echóse, pues, al postigo
por donde salir los vio,
mas encontrando cerrado
por dentro el grueso portón,
y ya de cerca sintiendo
de armas y gentes rumor,
con rapidez silenciosa.
la opuesta esquina ganó.

De política aquí, lector querido,
la narración cansada interrumpamos,
y del cuento en mis libros prometido
á la historia más plácida volvamos.
Tan larga introducción precisa ha sido,
para que desde aquí nos entendamos,
pues anudado a ella lo restante,
sigue mi tradición de aquí adelante.

En una granja que las ondas riegan
del espumoso Tajo, y do los daños
de la revuelta popular no llegan,
doña Inés de Zamora hace dos años
que vive retirada,
de mundanos placeres olvidada.
Viuda de un caballero
de ilustrísima cuna,
madre no más de un joven heredero,
y dueña de una pródiga fortuna,
sus bienes administra rectamente,
y cuida el porvenir del hijo ausente.
Noble matrona de costumbres puras
y pensamientos graves,
da gracias al Señor por sus venturas,
y él de su corazón tiene las llaves;
y de su hijo el amor tan solamente
entra en su corazón, vive en su mente.
El hijo, como hidalgo
y en la opulencia y el poder nacido,
pues es forzoso que se ocupe en algo,
sus vasallos valiente ha reunido,
y en el distrito de su misma tierra
a favor de su Rey hace la guerra.
Pérfidas compañías
y torpe inexperiencia,
malearon tal vez, hace ya días,
la política fe de su conciencia,
y, acaso indignos de él, necios amores
le aprestan venideros sinsabores.
Doña Inés no lo ignora,
y aunque mil veces la advirtió severa
el precipicio adonde va, le adora,
y de los años y experiencia espera
que, visto de su amor el desatino,
entre de su deber en el camino.
En la fe de sus padres educada
y ciega lealtad de sus mayores,
temo que su alma joven, conquistada
por los principios sea innovadores,
y engañado su hijo, acaso olvide
lo que su religión y Rey le pide.
Y en este pensamiento embebecida
estaba como siempre, en aposento
de su alquería oculto, y combatida
tal vez por interior presentimiento,
cuando dentro escuchó de su alquería
confuso estruendo y sorda gritería.
De su fiel mayordomo en tono recio
oyó la voz que a alguno amenazaba,
y otra que desconoce, y con desprecio
a sus justas preguntas contestaba;
y abriendo de su cámara la puerta,
salió a ver del rumor la causa cierta.
En los hombros sin capa, sin sombrero
en la cabeza, y agua destilando
de sus ropas, hallóse a un caballero
con sus fieles sirvientes disputando;
mas el supuesto de éstos desmentía
su traje militar y gallardía.
—¿Qué es esto? preguntó la noble viuda.
—Desventuras, señora,
de un amante infeliz, a quien no ayuda
ni el cielo, ni la ingrata a quien adora,
respondió el caballero
en tono de dolor, triste y severo.
—Veo que sois hidalgo en vuestro porte
y arreo militar; mi esposo en vida
lo fue también y frecuentó la corte.
Vuestro afán decid, pues, y si salida
puede dar una dama a vuestro apuro,
de mi escaso favor estad seguro.
—A solas ha de ser, porque aventuras
de nobles caballeros
no fío mucho yo que estén seguras
en lenguas de pecheros;
y acaso serán tales,
que a quien me ayude ser podrán fatales.
—Despejad.—Y saliendo de la estancia,.
dentro de ella con él a su señora
dejaron los criados, y a su instancia
ella volvió, diciendo:—Hablad ahora,
señor soldado; vuestro duelo sepa,
y fiad en que haré cuanto en mí quepa.
—Señora, oídme, pues: Ha un año largo
que con mi Rey partí para Alemania,
al lado suyo con honroso cargo;
y una ingrata mujer dejé en España,
por quien ciego de amor lloré al partirme,
jurándola volver al despedirme;
mas mudóla mi ausencia, y un amigo
que desde la niñez me fue constante
del hecho me escribió, como testigo
que ocupó mi lugar pronto otro amante,
y que en tramas políticas metida,
su suerte a la política va unida;
y otras razones mil, señora, excuso,
pues de vuestra atención veo que abuso.
Volvíme a España enamorado, y ciego
de celos y furor, mas esperando
en volver a encender su amante fuego,
y aun a mi amigo crédito negando.
Llegué a Toledo, y por mis propios ojos
la razón quise ver de mis enojos:
de las nocturnas sombras al abrigo,
entré en su calle y espié su casa.
Señora perdonad si esto que os digo
aún los ojos en lágrimas me arrasa.
—Seguid.
—Vi las ventanas de su cuarto;
mas verlas ¡ay de mí! pesóme harto.
Las sombras vi cruzar tras los cristales
de un hombre que con ella platicaba,
y noté, para colmo de mis males,
que un embozado la mansión rondaba,
y en ella por postigo entró secreto
que en mi ausencia se abrió: y ¡ay! ¿con qué objeto?
En un obscuro callejón desierto
les esperé gran trecho, y aguardara
años cabales hasta verlo abierto,
y hasta que tal infamia ver lograra.
Parecieron, por fin, dos juntamente,
y atajélos el paso airadamente.
Yo no sé qué les dije, mas fui breve,
y mi enojo no bien satisfaciendo
(como a todo un celoso audaz se atreve),
a estocadas con ambos emprendiendo,
ya fuera mi razón, ya fuera el arte,
a uno de ellos pasé de parte a parte.
—¡Desdichado de vos!
—Estoy muy cierto
de que yace sin vida.
Mas las voces del vivo junto al muerto
trajeron gente, y apelé a la huida;
mas sin duda mi pérfido destino
les marcó en las tinieblas mi camino.
—¿Os siguen?
—Sí: corrí sin guía alguna;
pero vi que era inútil mi trabajo
y que me abandonaba la fortuna,
cuando a la orilla me encontré del Tajo.
La justicia detrás y éste delante,
muerte por muerte, la elegí al instante.
Al agua me arrojé desesperado,
y sacóme mi esfuerzo a la otra orilla,
mas al tocarla, en el opuesto lado,
vi llegar de corchetes la cuadrilla.
Por las peñas trepé, y a esta alquería
llegué por fin. Tal es la historia mía.
Ahora, si noble sois, si habéis amado
algún día, señora,
por cuanto hayáis en vida idolatrado,
no me desamparéis en esta hora;
ved que es ciega la furia de los celos,
y vuestra compasión premien los cielos.
—¿Al muerto conocéis?
—No.
—Fue un arrojo;
mas no temáis, que si el Señor me auxilia,
salvo seréis, y lograré el enojo
callar y la razón de su familia.
Venid: voy a ocultaros diligente,
que tal vez oigo ya rumor de gente.
Dineros os dará con un caballo;
partid en cuanto partan, por opuesto
camino, y medio tomaré, si le hallo,
para apartar de vos fin tan funesto.
Venid: pues que fiáis en mi nobleza,
no burlaré ¡por Dios! vuestra franqueza.

Y hablando así la viuda generosa,
en camarín secreto le escondía
mientras entraba en turba tumultuosa
la justicia del Rey por su alquería.

Con grandes voces se meten
por los cuartos adelante
los corchetes y ronderos,
con antorchas y con sables.
«¡Hacia aquí tomó camino!
¡Aquí debió de ampararse!
¡No quede un rincón por verse!
Muchachos, ¡que no se escape!»
Esto en varias direcciones
se oía por todas partes,
y a pretexto de justicia,
se aprestaban al pillaje.
Hormigueaban los curiosos
y los valientes que salen
a ayudar a los que vencen
sin que los avise nadie.
Ya por la atrevida turba
empezaba a susurrarse
si son o no comuneros
los dueños de aquel paraje,
y ya entre ellos empezaba
el caso a comentariarse,
diciendo que el muerto es noble
y de las tropas Reales,
y pues que aquí dan amparo
al que logró asesinarle,
traidores son y rebeldes
los que allí capa lo hacen.
Y comenzaban con esto
los villanos a arrimarse
a los objetos que vían
de peso y transporte fácil.
Ya con voces imperiosas
alborotaba el alcalde
con lo de «entregarle al Rey»,
cuando, de él mismo delante,
por dentro abriendo una puerta,
doña Inés salió a atajarle,
vistiendo luto y cercada
de domésticos y pajes.
Al ver su bizarro porte
y su severo semblante,
tuviéronse respetuosos,
y ella rompió en voces tales:
—¿Qué busca el Rey en mi casa?
¿Por qué tanta gente trae,
cual si fuera mi alquería
castillo que va a asaltarle?
¿Desde cuándo se acostumbra
que así a los nobles se trate,
y en el nombre de las leyes
sus aposentos se allanen?
La justicia, enhorabuena,
en nombre del Rey, que pase:
mas los villanos del vulgo
que se esperen en la calle.
Señor golilla, al momento
esa gente despejadme,
porque desde vos abajo
no he de responder a nadie
Quedó el alcalde aturdido,
de repente al encontrarse
con una noble matrona
donde supuso jayanes;
y haciendo salir la gente,
con ella a solas quedándose,
en tono de desagravio
empezó por «perdonadme…»
mas la generosa dama
interrumpióle la frase
diciendo:—Oigo a la justicia:
¿Qué tiene el Rey que mandarme?
—Un asesino, señora,
que ha conseguido fugarse
vadeando el río, esconderse
debe por estos parajes.
—Supongo que la justicia
tan poco honor no me hace
que crea que yo le oculto,
contra el Rey por auxiliarle.
—Señora…
—Podéis entrar
mis cámaras adelante,
y prender a ese asesino
dondequiera que le hallareis.
—Me basta vuestra palabra:
vuestro nombre y vuestra sangre
conozco, y en quien sois vos
tamaño crimen no cabe;
mas tenéis muchos criados;
sus aposentos dejadme
mirar, por si alguno de ellos
es conocedor del lance.
—Todos son criados viejos,
de quien salgo responsable,
mas cumplid vuestro deber
como quiera que gustareis.
La casa tiene bodegas,
y horno, y pajar, y corrales;
registrad una por una
sus divisiones, alcalde.
Partió el golilla, por obra
a ponerlo, y saludándole
gravemente doña Inés,
volvió en su cuarto a encerrarse.

Mientras abajo el alcalde
la casa revuelve toda,
y registrando las cuadras
va pasando de una en otra,
doña Inés, en su aposento
con el caballero a solas,
de esta manera le dice
con baja voz cautelosa:
—Tomad, caballero, ese oro,
que os bastará por ahora
para poner con la fuga
en cobro vuestra persona.
Un potro abajo os aguarda
que os sacará en pocas horas
del alcance de las leyes:
buscad tierra que os esconda,
que yo quedo tras de vos.
Mas decidme, por la honra
de vuestra fama, ¿le heristeis
en liza leal?
—Señora,
Pedro de Guzmán me llamo,
y nunca en lid alevosa
tomaron parte Guzmanes.
—Con vuestro nombre me sobra,
Guzmán; por un asesino
preguntaron, y mi boca
no mintió cuando os negaba,
ni obré de la ley en contra.
—Señora, podéis jurarlo
sobre las sagradas hojas
del Evangelio; le he muerto
cara a cara, y sin dolosa
estratagema o ventaja
que me fuera valedora;
dos eran en contra mía;
ved si la razón me abona.
—Está bien; y pues la casa
ya esas gentes abandonan,
partid por el lado opuesto,
Guzmán, y el cielo os acorra.
—Y si algún día…
—Ya basta,
partid.
—Adiós, pues, señora.

Con una mano en la llave
y una lámpara en la otra,
delante del caballero
la dama, a guiarle pronta;
envuelta en cumplida capa
la descompuesta persona,
pronto a seguir el hidalgo
a su noble bienhechora,
sin movimiento quedaron
ambos a dos, tumultuosas
voces oyendo en el patio,
sin que la razón conozcan.
Ayes y gritos de espanto
y maldiciones rabiosas
al mismo tiempo escuchaban,
y conocen que se agolpa
la gente otra vez, pues oyen
de las pisadas monótonas
el rumor, que va creciendo,
y del murmullo la ronca
armonía, y por los vidrios
ven crecer de las antorchas
la luz, que ilumina el patio
do pasa la escena incógnita.
—¿Qué es esto? dijo la dama.
—Sábelo Dios, en voz sorda
la contestó el caballero,
presa de angustia recóndita.
—Esperad, añadió ella;
y acudiendo temerosa
a un corredor que da al patio,
por la ventana se asoma.
Dió un grito que heló en las venas
de Guzmán su sangre toda,
diciendo: «Es él… ¡Hijo mío!»,
la desdichada matrona.
Corrió el caballero ansioso
a la vidriera, y la atónita
mirada al patio tendiendo,
vio su desventura toda.
En hombros de los criados,
de la ancha herida en la boca
brotando aún la roja sangre,
yace don Juan de Zamora,
y de su traje y su rostro,
por las señas que lo toma
con ojos desencajados
de las inmóviles órbitas,
reconoce el de Guzmán
en el mancebo a quien lloran,
el mismo a quien en la calle
mató por su mano propia.
Cayó en un sillón la viuda
bajo el dolor que la agobia,
de amargo llanto en los ojos
con dos abrasadas gotas,
y de rodillas ante ella
cayó en silencio en la alfombra
el matador caballero,
víctima a inmolarse pronta.
—¿Qué hacéis? le dijo la dama,
así mirándole absorta.
—Matadme, dijo Guzmán;
y en esta palabra sola
comprendiendo por entero
aquella trágica historia,
«¡Maldito seas!» le dijo
la horrorizada matrona.
Duró un momento el silencio
de aquesta escena angustiosa,
que al fin rompió el caballero
con voz apenada y cóncava,
diciéndola: —Dios lo quiere;
cumplid con su ley, señora,
y entregadme a la justicia,
pues en sus manos me arroja.
—Sí, sí, repuso la dama,
desatinada y furiosa,
levantándose: es muy justo,
y cualquier pena es muy corta
para tamaño delito;
caiga en ti su sangre toda.
Y al corredor dirigióse
para ponerlo por obra;
mas túvose de repente,
y con, calma, aunque en faz torva,
díjole: —Jamás un noble
recuerda lo que perdona.
Caballero, levantaos;
la vista consoladora
de ese santo crucifijo
en el corazón me toca;
pues os amparé ignorando
vuestra culpa y mi congoja,
no es justo que conociéndolas
os abandone traidora.
En nombre de Jesucristo,
que dió su vida en el Gólgota
por salvarnos a los dos,
id libre, Guzmán.
—Señora…
—Id, y que en cuenta me tome
resolución tan heroica,
al llamarme ante su juicio
en mi postrimera hora.

Atónito el caballero,
quiso hablar, mas imperiosa
abrió la dama la puerta
que fuga le brinda cómoda,
y mostrando con un gesto
una escalerilla lóbrega,
tomóla, asiendo la lámpara,
y el caballero, siguióla.

Volvió a los pocos momentos
pálida y acongojada,
y cayendo arrodillada
ante la imagen de Dios
exclamó, oyendo a don Pedro
que escapaba a toda brida:
«Señor, si ese hombre lo olvida,
tenédmelo en cuenta vos.»

Todo lo devora el tiempo,
todo; y el bien como el mal,
como el vicio la virtud,
se hunden en su obscuridad.
Todo se borra y se olvida,
todo al cabo viene a dar
en la sima del silencio,
en el caos de la edad.
No porque la noble viuda
pudiera olvidar jamás
al hijo de sus entrañas,
al desdichado don Juan;
no, ¡por Dios! En su hora última,
luchando el alma tenaz
por desasirse del cuerpo,
fue éste su postrer afán.
Mas del hijo y de la madre
ninguno respira ya,
que a aquél le mató don Pedro,
y a ésta la mató el pesar.
Mas queda el autor del duelo,
y años transcurridos van
desde aquella horrible noche;
y aquel suceso fatal,
y aquel perdón que debió
del cielo a la gran piedad,
¿quién sabe si en su memoria
borrados al cabo están?
¿Quién sabe si los recuerda
como una aventura más
de su existencia azarosa,
de su vida militar?
¡Tal vez a la corte vuelto
tras largos años Guzmán,
ni de Toledo se acuerda,
ni pensó en volver allá!
De todo el mundo ignorada
la mano que audaz, oculta,
causó la muerte de un hombre
provocándole a lid tal,
preséntase por doquiera
don Pedro, y doquier que va,
recibido es cual merece
caballero tan cabal.
Bien mirado por su Rey,
de grandes en amistad,
sin más familia allegada,
ni deudos por quien mirar
que un mozo de quince abriles,
hermano suyo carnal,
con buen humor, libre tiempo
y oro largo que gastar,
se encuentra en el apogeo
de la dicha mundanal;
y dicen los que le tratan:
«¡Dichoso es el tal Guzmán!»

Y si no lo es, ¡vive Dios
que lo sabe aparentar!
porque es la vida que lleva
un continuo carnaval.
Siempre de un festín en otro
va pasando sin cesar:
o amigos se los aprestan,
o él a amigos se los da.
Las damas de más belleza
le quieren por lo galán;
los hombres más envidiosos,
por lo franco y liberal.
Nadie tiene más apuros
ni aventuras que contar,
nadie más oro prestado,
que nunca cobrar podrá;
mas nadie tiene un amigo
más sincero y más leal,
ni a nadie se halla más pronto
en cualquier necesidad.
Salúdanle los mendigos
con silencioso ademán,
porque saben ya que en él
es no tener el no dar.
Y como en gastar dineros
no va nunca más allá
de lo que pueden sus rentas,
vive sin necesitar
pedir lo que dio prestado
a sus amigos, lo cual
hace que eterna le guarden
incólume su amistad.
Y envídianle los soldados
su brío y porte marcial,
y los cortesanos todos
su noble afabilidad.
Recibe su hermano de él
educación bien cabal,
mas como la suya propia,
educación militar.
Las armas y los caballos
predilección especial
gozan en ánimo de ambos,
y las fiestas de lidiar.
Los toros son y las cañas
su diversión familiar,
la caza y el ejercicio
su remedio universal
para matar el fastidio
y el dolor para calmar.
Y como en tales recreos
aliciente es principal
la compañía de gentes
de activa jovialidad,
todos sus amigos se hacen
alegres hasta cansar,
y a prestarle compañía
todos dispuestos están.
Don Pedro, que hombre es de mundo
y de mente perspicaz,
lo ve, lo calla y lo aprecia
en lo que vale no más;
mas no don Félix, su hermano,
que el mundo conoce mal,
y aun en la amistad se fía,
y fía en la lealtad
de cuantos quieren venderle
un cariño fraternal.
Y aunque sus potros lo montan
y usan sus armas, y van
a todas partes con él,
de él dejándose obsequiar,
ni interés sospecha en ellos,
porque de él es incapaz,
ni sus frases, con sus obras
pondera en balanza igual.
Y este fue su paso en vago,
este el impulso no más
que a triste fin lo condujo
con violencia fatal.

Alto, robusto y de gentil talante,
aunque apenas aún le apunta el bozo,
es, franco de alma y de jovial semblante,
don Félix de Guzmán un bravo mozo.
Sencillo en el vestir, mas ataviado
de la corte a la usanza,
de las damas alcanza,
tal vez, favores, y en secreto amado
es de alguna beldad, sin esperanza.
Tal vez pagado él mismo
de su belleza juvenil, aspira
a un imposible amor que loco admira,
a través de dorado idealismo.
Doña Ana de Alarcón, noble doncella,
es en su corazón la preferida;
mas ésta, desdichada cuanto bella,
a un milanés muy noble prometida
por su familia está, por lazo que ate
políticas discordias elegidas,
aunque la fuerza del dolor la mate.
Hombre es el milanés en tramas ducho,
y hay quien lo juzga de su patria huido,
y que ocultos amaños ha traído,
y en favor de Milán maquina mucho.
Bien recibido de la Corte se halla,
gasta con profusión, y que no tiene
con el Gobierno en sus antojos valla,
dicen, y se susurra por lo bajo
que mucho a España su amistad conviene,
aunque cuesta creerlo harto trabajo.
Don Félix, a quien nadie da pavura,
y que en el milanés ve solamente
una cualquier humana criatura,
va adelante en su amor, harto imprudente,
y prudente anduviera
si a sí mismo no más se lo fiara
y a su lengua pusiera
un candado, que a fe que lo acertara.
Mas tenía un amigo
de quien fiaba sus secretos todos,
que era de él como eterno compañero,
sabedor de sus hechos o testigo.
Joven como él, como él sin experiencia,
de otros varios fiaba sus secretos
y los del buen don Félix. ¡Imprudencia
a que están muchos jóvenes sujetos!
Contaba, pues, sus necios amoríos
e inventaba amorosas aventuras,
y entre sus mal fraguados desvaríos
contaba de don Félix las venturas,
contaba de una dama misteriosa
las encubiertas citas,
y contaba, en la noche silenciosa,
del dichoso don Félix las visitas.
Contaba cómo él solo
el compañero de esas citas era,
y en la inmediata calle,
por si lance fatal aconteciera
por acaso o por dolo,
quedaba las espaldas a guardalle.
Y aunque jamás nombraba la persona
a quien don Félix por la reja hablaba,
en tan nimias señales se paraba,
que a poco que el discreto discurría,
por el sitio y las señas que citaba,
la casa de doña Ana conocía.
Y sabedor en tanto del suceso,
a él nada más don Félix suponía,
y de franqueza le perdió el exceso.

En una lóbrega noche
en que las nieblas ofuscan
la opaca luz que la prestan
las estrellas y la luna;
de esas noches en que el aire
con sordas ráfagas zamba,
por las esquinas rasgándose
y por las torres agudas;
de esas noches que parece
que en hondo caos sepultan
al universo dormido,
y el cielo y la tierra enlutan;
de esas noches que recuerdan
las espantosas y absurdas
consejas de las nodrizas,
con que a los niños asustan;
noches que traen a la mente
los concilios de las brujas,
los conjuros de los magos
y las sombras insepultas,
como tales, en silencio,
a pasos rápidos cruzan
don Félix y el necio amigo
una callejuela obscura,
de la calle de doña Ana
y del Real palacio junta.
En silencio van los dos,
porque a los dos los ocupan
melancólicas ideas,
cual no las tuvieron nunca.
—¿Sabes lo que pienso, Félix?
dijo al pararse en la última
esquina el otro.
—¿Qué piensas?
replicó Félix.
—Que es mucha
necedad ir esta noche
de nuestra doña Ana en busca.
—¿Por qué?
—Porque es imposible
que ella a la ventana acuda.
—¿Por qué?
—Porque supondrá
que con legítima excusa
no vendrás en una noche
en que formidables luchan
airados los elementos.
—Y no lo yerras, sin duda;
mas ya que estamos aquí,
volvernos también, en suma,
sin ver si sale o no sale,
también fuera en mí locura.
—Como quieras.
—En tu sitio
queda, pues.
—Félix, escucha:
¿Ves allí un bulto parado?
—Qué, ¿tienes miedo?
—¿Te burlas,
Félix?
—No; mas como veo
que ese embozado te turba…
—Dejémosle que se aparte.
—Juzgo cosa más segura
que le hagamos apartar.
—¿A la fuerza?
—¡Qué pregunta!
Si no se aparta de grado,
A ella es fuerza que recurra.
—Vamos, pues.
—Tú queda inmóvil,
que no necesito ayuda.
—Entiendo.—Y así diciendo,
fuése con planta segura
don Félix al embozado,
que de situación no muda.
Paróse a tres pasos de él,
y con gentil apostura
dirigióle estas palabras
con voz ajena de injuria:
—Hidalgo, si grave empeño
tal vez no os lo dificulta,
dejadme libre un momento
la calle.
—Y ¿qué es lo que busca
en ella vuestra merced?
—Busco una casa.
—¿La suya
tal vez?
—Estime el hidalgo
la cortesía que se usa
con él, y responda atento,
que mi paciencia se apura.
—Perdone el buen caballero,
y echo adelante si gusta.
—Es que os habéis de apartar.
—Sí haré.
—Gracias.—Hizo punta
el embozado hacia arriba,
tomando en la calle ruta,
y echó hacia abajo don Félix
hasta ver por las junturas
de la reja de doña Ana
la luz que en el cuarto alumbra.
Pasó por frente a la reja,
volvió a pasar; hizo, en suma,
para llamar su atención
cuanto no fuera hacer pública
con la presencia de un hombre
de doña Ana la conducta;
mas ni se abrió la ventana,
ni se oyó señal alguna.
Ya el corazón se le prensa
de los celos con la furia,
ya negros y pavorosos
presentimientos le turban,
y ya dudaba afanoso
entre si era o no cordura
el volverse o el quedarse
hasta que verdad descubra,
cuando hacia él, calle adelante,
vio correr con gran premura
a su amigo, que le dice:
—¡Huye, don Félix!
—¡Que huya!
¿De qué?
—El milanés maldito
tenía su gente oculta
para dejarte pasar,
y con mano más segura,
encerrado en esta calle,
abrirte en su centro tumba.
—¿Estás seguro que es él?
—Sí, Félix; sin duda alguna.
—Ganemos, pues, la otra esquina,
que fuera cosa harto dura
morir aquí como perros
a las manos de tal chusma.
Pero mañana, la mía
será la primer figura
que a sus ojos se presente,
y veremos si su astucia
de su corazón desvía
de mi tizona la punta.
Vamos.—Y así pronunciando,
a alejarse se apresuran.
Mas no bien a la otra esquina
tocaban, cuando a ellos juntas
dos espadas se vinieron,
que toparon con las suyas.
Duró la lid un instante,
y ya vencer se figuran,
pues a estocadas los llevan
los dos mancebos con furia,
cuando corriendo llegaron,
con las espadas desnudas,
otros tres por sus espaldas.
Siguió momentos la lucha,
como valientes lidiando;
mas ¿qué el valor les ayuda
donde a traición contra ellos
cinco cobardes se juntan?
Cayó primero don Félix,
y aunque en la tapia se escuda
para lidiar cara a cara,
los ojos ¡ay! se le anublan
con la sangre que derrama,
y a cuchilladas le abruman.
Riñó como bravo el otro,
mas fue inútil su bravura,
pues todos en torno suyo
villanamente se agrupan,
y al cabo de unos momentos
cayó con heridas muchas,
de boca, a impulsos de un tajo
traidor, sentado en la nuca.
Tomaron la calle arriba
los viles, y en voz confusa,
unos a otros, marchando,
que muertos son se aseguran.

Amanecía apenas
el inmediato día,
cuando sus horas de quietud serenas
a don Pedro Guzmán interrumpía
siniestra y tumultuosa vocería.
De su casa en la puerta
con aldabadas dobles,
a cuyo impulso sus macizos robles
resistencia oponían, pero incierta,
llamaban tenazmente;
y ya en tropel juntábase de gente,
y ya don Pedro presto,
con prisa airada y soñoliento gesto,
las ropas se vestía,
porque ningún doméstico lo hacía.
Ya de su larga bata
las puntas coge y las presillas ata;
y al balcón se dirige,
cuando un viejo criado
que ha muchos años que su casa rige,
llegó a él con semblante desolado.
—Fermín, ¿qué es lo que pasa,
dijo don Pedro, para ruido tanto,
que parece que a hundirse va la casa?
Y amargo llanto derramando el viejo,
—No salgáis dijo, ¡por el cielo santo!
—Mas ¿qué pasa? ¿Quién es?
—Es la justicia.
—Y en mi casa, ¿qué quiere?
—¡Oh! Con vos nada,
señor, nada con vos.
—Pues, a quién busca?
Fermín, sea cualquiera la noticia
fin me has de decir, por desastrada
que sea, dila pronto.
—¡Sosegaos, señor!
—¡Voto a los cielos,
que valen más que el susto tus recelos!—
Y tal diciendo con airado tono,
dirigióse a la puerta;
mas el viejo Fermín interponiéndose,
con sollozos le dijo interrumpiéndose:
—Vuestro hermano, señor, hoy no ha dormido
dentro de casa.—Y comprendiendo al punto
don Pedro lo demás, lanzó un gemido
arrancado al dolor y la ira junto.
Y apartando al anciano suplicante,
lanzóse por los cuartos adelante.
Al pie de la escalera,
en hombros de unos hombres compasivos,
yacía, desgarrando de los vivos
el corazón, y de su muerte fiera
con horrendas señales mutilado,
don Félix desdichado.
De siete anchas heridas
por las sangrientas bocas
la vida se lo huyó, y compadecidas
de tan triste espectáculo, pudieran
en lágrimas romper las duras rocas.
La horrible escena de dolor y saña
a que don Pedro se entregó, sin duda
que es a mi pluma extraña:
que a períodos poéticos acuda
para pintarte con verdad, en vano
será, ¡oh caro lector! Llama en tu ayuda
tu propio corazón, y pesa el duelo
que fuera en él si un padre o un hermano
de modo tal te arrebatara el cielo.
Con tan grande dolor, con pena tanta
don Pedro de Guzmán enloquecido,
largo rato anudada en su garganta
sintió la voz, y se esquivó el sonido;
y sobre los despojos
del infeliz hermano
llanto vertieron sus nublados ojos;
trémula y fría separó su mano,
a su dolor cediendo sus enojos;
mas luego que en su mente
volvieron a ordenarse las ideas,
y al corazón ardiente
volvió el valor, un punto adormecido,
su centelleante vista, de repente
tendió por el concurso enmudecido,
diciendo con acento enronquecido.
—¿Quién fue el traidor cobarde
que en un mancebo imberbe todavía
de tan salvajes iras hizo alarde?
Y en derredor tendió fiera mirada
Guzmán, mas nadie le repuso nada.
—¿Todos, dijo don Pedro, aquí lo ignoran?
¡Todos callan! ¡Pardiez! ¿Dónde fue muerto?
¿No hallaron la verdad los que lo lloran,
los que le traen a domicilio cierto?
¿Quién le reconoció? ¿Quién pudo acaso
de quien le recogió guiar el paso?
Volvió a tender en torno su mirada
Guzmán, y nadie le repuso nada.
Entonces, ya con tono descompuesto
y semblante iracundo,
hijo de su pesar justo y profundo,
a un Alcalde de corte que con gesto
impasible y severo le había oído,
cuya ronda a su hermano ha recogido,
dirigióse Guzmán así diciendo:
—Amigo soy del Rey, y pues tan necia
en los crímenes anda la justicia,
sabrá el Rey que su ley se le desprecia,
y que el miedo la tuerce o la malicia.—
Y volviendo la espalda Guzmán, fiero
pidió a Fermín su capa con su acero;
viendo lo cual el juez, tras él echando,
y a Guzmán de los otros apartando,
díjole: —Oídme, pues, buen caballero.—
Y de la estancia fuera,
platicaron los dos de esta manera.

DON PEDRO Decid.
ALCALDE Con vuestro hermano

otro joven halló, que al par herido
fue con don Félix por la misma mano.

DON PEDRO Y ¿quién es?
ALCALDE Fue don Carlos de Aguilera.
DON PEDRO ¿Murió también?
ALCALDE También.
DON PEDRO ¡Oh suerte fiera!
ALCALDE Mas vivió lo bastante

para decir con hálito expirante,
y jurar por la fe de caballero,
y de la eternidad por el gran paso,
de tan traidor y lastimoso caso
el autor verdadero.

DON PEDRO ¿Quién es ¡vive Dios! señor Alcalde?
ALCALDE Antes, don Pedro, de saber su nombre

juradme que escondido en vuestro pecho
le guardaréis, que es hombre
que por bueno pasar puede lo hecho;
y que al Rey solamente
lo habéis de revelar secretamente.

DON PEDRO Sí juro; mas si fuese

el mismo Rey, señor Alcalde, habría
de hacer justicia en sí, o ¡por vida mía,
que puede que me oyese
lo que de nadie oír esperaría!

ALCALDE A la venganza yo no os pongo coto;

mas si no sois del Rey muy grande amigo,
no mováis con quien fue mucho alboroto;
y esto, Guzmán, que os digo,
lo que os puedo decir es, y es mi voto.

DON PEDRO Mas ¿quién es? Acabad.—Y aquí al oído

de don Pedro acercándose el Alcalde,
dijo, y de nadie pudo ser oído:

ALCALDE El milanés que habita en la Embajada

de Inglaterra.—Y don Pedro,
tal nombre oyendo, al lado de la espada
llevó la mano, y con feroz mirada,
—Bien está, dijo al juez: lo entiendo todo.

ALCALDE ¿Solo el Rey lo sabrá?
DON PEDRO Solo, y de modo

que a la historia añadir no podrá nada.


Y los dos apartándose
para dejar la historia bien redonda,
desde allí cada cual siguió entregándose,
don Pedro a su dolor, y él a su ronda.
Pero puede el discreto
imaginar, que en calma
no podría encerrar dentro del alma
don Pedro de Guzmán este secreto,
y que a vueltas y a solas andaría
más segura buscando
del autor del delito tan infando
fiera venganza en oportuno día,
y que el día fatal quedó aguardando.

Y a la mano en pocos días
la ocasión le vino pronta,
que quien para el mal la busca,
siempre se la encuentra próxima.
Seguido de un escudero
por honor de su persona,
y por ayuda en un caso
de una asechanza traidora,
por fuera de Recoletos
una tarde nebulosa
el de Guzmán se pasea
rumiando tristes memorias.
Víasele entre los árboles
como una siniestra sombra,
el monasterio cruzando
desde una esquina a la otra,
la larga espada en la cinta,
embozada la persona,
descolorido el semblante
y con la mirada torva.
Todo su exterior, en fin,
revela que su alma a solas
en los cálculos se abisma
de meditaciones hondas,
y que una idea inmutable,
íntima y desoladora,
lastima su inquieta mente
y el corazón lo acongoja.
Piensa en su hermano don Félix
y en la más fácil y próspera
ocasión de la venganza
de muerte tan alevosa.
En esto, el Prado adelante,
por dos yeguas voladoras
que le pacieron la grama
al Guadalquivir en Córdoba,
arrebatada venía
sin camino una carroza,
pues torpe mano, a las yeguas
acosando, desbocólas.
Al punto vio la impericia
Guzmán, cuya generosa
sangre a ayudar le impelía
al que así necio se arroja;
y conociendo que pronto,
dejando la arena cómoda,
se entraran por los vallados
las dos bestias poderosas,
con su escudero lanzóse
por si contenerlas logra,
y aquel peligro desvía
de quien la muerte provoca.
Los que en el carruaje vienen,
gritaron en voces roncas:
«¡Fuera! ¡Fuera!», por si acaso
con el espanto empeoran
los animales, y alcanzan
caída más desastrosa.
Mas a sus voces haciendo
Guzmán las orejas sordas,
como hombre sereno y ducho
en semejantes maniobras,
colocándose a ambos lados,
la vista y la mano prontas
caballero y escudero,
al enfilar la carroza
con un instantáneo arrojo
asiendo las bridas rotas,
a una yegua el caballero,
y el escudero a la otra,
consiguieron, lastimándolas,
pararlas, y a mucha costa.
Saltó en tierra un caballero
a la más estricta moda
equipado, y de presencia
muy bizarra y muy airosa.
Mas al llegarse a don Pedro
a darle gracias, la gola
le aferró con ambas manos
el de Guzmán, con furiosa
voz diciéndole: «¡Asesino,
caiga en ti su sangre toda!»
El milanés (que no era otro),
que aquella sangrienta historia
recordó viendo a don Pedro,
dióse por puesto en la horca.
Mas soltóle el de Guzmán,
y treguas dando a su cólera,
lo dijo: «Hacia aquí apartaos;
veamos si vuestra hoja
corta igualmente de cara
como por la espalda corta.»
Echaron a Recoletos,
y de tapia protectora
amparándose, sacaron
al aire sus dos tizonas.
Perdió el milanés la suya
con muchísima deshonra,
y yendo a herirle don Pedro,
como una espantada zorra
a quien los perros persiguen,
tomó fuga vergonzosa.
Indignado el de Guzmán
viendo con alma tan poca
a quien tan traidoramente
asesina entre las sombras,
echó tras él, ya resuelto
a darle muerte alevosa.
El milanés, conociéndolo,
con intención previsora
ganó a la iglesia la puerta,
y la capilla más próxima.
Entró tras él Guzmán, ciego,
mas a una imagen devota
de Cristo viéndole asido,
de la mujer generosa
se acordó que dio la vida
al matador de Zamora.
Soltó su mano la espada,
con voz descompuesta y cóncava
diciendo al otro, que le oye
con alma y con faz atónitas:
«Idos, que yo os dejo libre;
válgaos la buena memoria
de una mujer que por mí
osó hasta acción tan heroica.»

Y saludando a la imagen
con reverencia piadosa,
dijo: «Hasta aquí mi venganza:
¡Dios me la tenga en memoria!»
Dudándolo todavía,
ve el milanés que abandona
la iglesia, mas de ello al cabo
sus sentidos se cercioran.
Y a su carroza volviendo,
por hazaña milagrosa
contó en la corte el suceso,
que admiró la corte toda.
Y por verdadera hazaña
contada de boca en boca,
a don Pedro apellidaron
El de la buena memoria.