Las estocadas de noche
- I -
Las lágrimas de los ojos
disimuladas apenas,
mal prendidos los cabellos,
mal tocada y mal compuesta,
está en un sillón Elvira,
la faz y las manos trémulas,
como criminal que incierto
visita del juez espera;
y los pasos de don Lope
escuchando en la escalera,
más se turba cuando cauta
en disimular se empeña.
Entró en la estancia don Lope,
y al apercibirse de ella
la dijo con voz pausada,
entre amorosa y severa:
«¿Tú lágrimas en los ojos?
¡Por los cielos, que me admira!
¿Quién pudo en ellos, Elvira,
herirte con tal rigor?
¡Oh! Ven, Elvira, a mis brazos,
ven a contarme tus duelos,
que si no admiten consuelos,
admitirán vengador.
La faz escondes turbada,
la frente pálida inclinas;
esas rosas purpurinas,
¿Quién aja traidor así?
¿No me respondes, y lloras?
Pues te obstinas en callarlo,
ve que acaso averiguarlo
me toque después a mí.
Pudiera serme un secreto
lo que tu labio confiese;
mas puede ser que nos pese
lo que yo sepa, a los dos.
Pero a través de esa reja
han pronunciado tu nombre…
¡Oh! Dime, Elvira, el de ese hombre;
dilo, o mueres, ¡vive Dios!»
Así don Lope diciendo,
asióla de las muñecas,
y entornando la ventana,
mató de un revés la vela.
Resistió, mas sujetóla;
quiso gritar, mas apenas
lanzó una voz, la garganta
contra el almohadón la aferra.
Sonó por segunda vez
desde la calle la seña,
y con acento fingido
dentro don Lope contesta.
A poco oyéronse pasos
de alguno que sube a tientas,
con los rotos escalones
tropezando en las tinieblas.
Y en el silencio solemne
de aquella medrosa escena,
del corazón de don Lope
todos los golpes se cuentan.
«Elvira», dijo el que entraba;
mas viéndose sin respuesta,
volvió a repetir el nombre
dentro de la sala mesma.
Todo allí es sombra y silencio,
todo es soledad en ella;
sólo una chispa encendida
dentro del pábilo humea,
que no ardiendo sino un punto,
la lobreguez más se aumenta;
y el humo con que se ahoga,
fétido el pábilo deja.
Las manos tendió adelante,
y avanzando así el que llega,
con el rostro de don Lope
en la obscuridad tropieza.
«¿Quién va?», preguntó; y su acento
siguiendo mano certera,
de una robusta puñada
tendióle de espalda en tierra.
Asidos ambos a dos,
en la sombra forcejean,
y el duro son de la lucha
confuso en la sombra suena.
Y sin duda a ambos importa
el secreto y la cautela,
porque trabajan las manos
y se recata la lengua.
A cóncavos resoplidos
ambos los pechos alientan,
mas no lanzaron los labios
una exclamación siquiera.
Así, en contados instantes
los dos combatientes ruedan,
hasta que a verse alcanzaron
gente y luces que se acercan.
Abriéronse las mamparas,
y casi en el linde de ellas
hallóse un hombre en silencio
y embozado hasta las cejas.
Miróle un punto don Lope,
y vuelto, con voz resuelta
a los que acudieron dijo:
«Paso»; y ganando las puertas,
llevósele por delante
medio a bien y medio a fuerza.
- II -
Negra es la noche, y el cierzo,
que en son revoltoso gime,
rasgándose en las esquinas,
de miedo la sombra viste.
Por un callejón estrecho
que de pasadizo sirve
a una iglesia, va don Lope
con el otro, que lo sigue.
Sin duda tras de un farol
que medio agoniza y vive,
colgado en un esquinazo
ante un cuadro de la Virgen,
túvose bajo él don Lope,
y en voz imperiosa y firme,
desenvainando la espada,
esto al incógnito dice:
—o quién sois o qué valéis
he de saber; elegid.
—Enhorabuena; reñid,
que quién soy ya lo veréis.
—¿No tenéis otra disculpa?
—Vuestro empeño será en vano;
las espadas en la mano,
entrambos tenemos culpa.
Y así diciendo, uno a otro
con tal denuedo se embisten,
que brotan chispas las hojas
con los tajos y los quites.
Ambos en el mismo sitio,
ninguno vence o se rinde;
ni en uno temor se alcanza,
ni a otro más valor asiste,
según a la luz incierta
desde luego se distinguen
de entrambos a dos las sombras,
que en tierra clavadas riñen.
Mas el rumor temeroso
de la lucha se percibe,
sin que un ¡ay! ni una palabra
se oiga en trance tan difícil.
Dijérase al ver lo inmóviles
que ambos en ello persisten,
que son dos sombras de un sueño
que a alguno en la noche aflige.
Tal vez de dos enemigos
que un mismo ataúd divide,
creyéranse las fantasmas,
que juzgándolo imposible
partir un mismo sudario
ni el suelo estrecho partirse,
alzáronse despechadas
en aparición visible.
Abrióse en esto una reja,
otra a poco se oyó abrirse,
luego otras muchas, y luego
cerca pasos se perciben.
Alumbróse de repente
la calle, y al lejos dicen:
«Ténganse al Rey»; y en un punto
la justicia les divide.
Cercáronlos desatentos
soldados y ministriles,
que al tomarlos los estoques,
por ellos derechos piden.
Y tanto crece la zambra
y los confusos lelíes
de unos que dicen: «¡Soltarles!»,
y otros que «¡A la cárcel!» dicen,
que echando mano al embozo
el que con don Lope riñe,
partió el tropel de por medio,
y en alientos varoniles
gritando: «¡Lugar al Rey!»,
hace que a su voz se inclinen,
cayendo en tierra de hinojos,
cuantos alcanzan a oírle.
«Señor…», murmuró don Lope,
la faz con rubor humilde;
y el Rey, con blanda sonrisa,
levantándole le dice:
«Valiente sois, caballero,
y en despecho de la ley,
supisteis que siendo Rey,
he sido hidalgo primero.
Libre estáis y afecto os soy:
venid mañana a palacio
y hablaremos más a espacio
de las cuchilladas de hoy.
Pero no volváis a vella,
o por infame os tendré,
que os juro, don Lope, a fe,
que no sabéis quién es ella.»
Esto dicho, el Rey volvióse;
a la ronda se dirige,
y ante las rejas de Elvira
así en voz alta prosigue:
«Aquí hay presa de la ley;
entrad la casa en mi nombré,
y cubrid mi error de hombre
con mi justicia de Rey.»