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El campamento de Caty

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El campamento de Caty
de Florencio Sánchez


Todo el sur de Río Grande es en extremo accidentado. Entre abruptas serranías, próximas al Cuareim divisorio, en una profunda y amplia hondonada está situado el cuartel y campo de maniobras de João Francisco, el Caty famoso.

De lejos es un pueblo, o mejor una toldería, pues rodean las reparticiones del cuartel, todas de paja y adobe, construidas por la misma tropa, centenares de ranchitos que sirven de vivienda a las familias de los soldados. La vida militar es la de todos los cuarteles, con la única diferencia de que el soldado franco no lo abandona nunca. Bajo el punto de vista pintoresco, mucho y muy lindo se podría contar, pero no es del caso.

Hablemos del milico. Invariablemente joven, fornido; bruto para otra cosa que no sea el servicio y la comprensión de la disciplina, desde que para estar donde está menester le ha sido renunciar para siempre a su individualidad y sabe que la menor falta le cuesta la vida; inconsciente desde luego, y de sentimientos ¡imaginaos qué negrura! Ha ido al cuartel, gurí todavía, llevado por la leva; o si no voluntariamente, después de haber degollado, por lo menos, una familia, con chicos y todo, lo que le da el título más que eficaz de enrolamiento.

Estos son los únicos voluntarios del regimiento. Frugal y sobrio, solo bebe caña cuando está muy lejos de la vista de sus superiores, seguro entonces de que no lo han de descoyuntar de una estaqueadura; su espíritu de compañerismo es acendrado; no pelea a sus congéneres, ni les hurta nada, pues lo único que la disciplina permite robar impunemente es la china. Cualquiera de los ochocientos soldados entra en estos lineamientos: todos son iguales.

Como la vida en Caty se nos ocurriera monótona, un oficial nos sacó de dudas diciéndonos que cuando la faena militar no los ocupaba mucho tiempo, se entretenían en aplicar todos los castigos en cartera; entre estaquear a uno y apalear a otro transcurría más agradablemente el tiempo.

-Mire, tenemos un negro estaqueado porque le robó una guitarra a un compañero. ¿Quiere verlo?

Allí estaba, como un sapo panza arriba, suspendido entre las cuatro estacas por las guascas ceñidas a sus miembros. Nos miró sonriendo:

-¡Pida por mí, seu tenente! -suplicó.

-¡Te viá dar, negro del diablo, robar guitarras!... -Y habiendo tanteado la tensión de las amarras, llamó al cabo ejecutor. ¡Estire más esta prima, que está baja... ¡Y ahora esta bordona!... ¡Ajajá!... -Los huesos del negro crujieron. El oficial, después de haber amenazado al cabo por haber templado tan mal aquella guitarra, volvió hacia nosotros satisfecho y como invitándonos a celebrar su delicada espiritualidad.

João Francisco no reside en el cuartel sino en su estancia, en las inmediaciones, donde tiene su familia. Ha montado la máquina de exterminio, la ha probado bien y emplazado mejor; mientras no llegue el momento de hacerla funcionar -por más que siempre tenga en acción alguna de sus reparticiones accesorias- nada le queda que hacer con ella. La visita y la examina de cuando en cuando, con ternuras de autor satisfecho. En la estancia vive apaciblemente, sin mayores preocupaciones, morrongeando entre las tibiezas afectivas del hogar. Sus ocios los mata con la lectura.

Se ha provisto de una buena biblioteca y lee, lee con avidez, asimilándolo todo con la estupenda facilidad que delata su cultura tan rápidamente elaborada.

Una noche ha leído el relato de una brillante operación militar y a la mañana siguiente la hace reproducir con sus tropas en el paraje más oportuno, cueste lo que cueste, que bien puede ocurrírsele representarse la hondonada de Waterloo sin que tenga reparo en hacer descrismar trescientos soldados en la barranca más próxima.

Vuelto a su casa, se tenderá en un diván, encenderá un charuto y se pondrá a dilucidar si las caballerías francesas han podido hacer esto o lo otro.

La política provincial o nacional brasileña lo inquietan poco: la sigue, analiza los sucesos sin mayor apasionamiento y siempre a la expectativa, confiando en que su gran amigo, el doctor Julio de Castilhos, gobernador de hecho de Río Grande, proveerá por él y le dirá lo que haya que hacer. De su parte, a menudo envía a Castilhos la invariable información, indudablemente recogida en los cementerios: "Los enemigos siguen tranquilos, no se han movido". Tampoco le preocupan sus negocios personales: son eternamente prósperos; ni las repercusiones de sus sonadas barbaridades, que lo hacen sonreír desdeñosamente; ni los eternos conflictos de sus tropas con las fuerzas federales destacadas en la región. Podría sacarlo de quicio una opinión como ésta sobre su personalidad, pero solo para lamentarse de que la distancia le impida mandarnos degollar por el negro Conceição, su sargento de órdenes y ejecutor de excepcionales comisiones, algo así como el facón de gala de su nutrida armería.

¡Ni la satisfacción de denunciar en ese hombre noches atormentadas por el insomnio o por la pesadilla terrorífica, podemos tener en revancha de sus siniestras actividades! ¡Sus centenares de víctimas no acuden a su mente en macabras rondas borbotando venganza por los sangrientos tajos de los cuellos!... No sueña con puñales ni con bombas, ni tósigos. Duerme como un bendito y hasta ronca. Tampoco teme que lo maten como su rival el "gran enfermo de Oriente". Hemos solido encontrarlo sin escolta, viajando entre escabrosas serranías, tan confiado...

João Francisco es devoto. Y, ¿sabéis cuál es su religión? Cierto día le preguntamos:

-¿Mis creencias? Soy positivista; ¡pertenezco a la religión de la humanidad!