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El cardenal Cisneros/LVIII

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Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original. Publicado en la Revista de España.


LVIII.

Habia llegado la última hora de D. Fernando: después de várias correrías por diversos pueblos de Castilla, viajes que hacía para engañar á los Castellanos respecto á su enfermedad, pues él mismo podia hacerse ya pocas ilusiones, fijó su residencia en Trujillo, y desde allí se dirigió á una aldea poco conocida, llamada Madrigalejo, en la etimología de cuyo nombre no se habia fijado sin duda su extraviado espíritu, pues huia del pueblo de Madrigal, que estaba en Castilla, porque los astrólogos le habían anunciado que le sería funesto este nombre, y vino á caer en la agonía en Madrigalejo. Aun entonces se resistía desesperadamente á considerarse sin remedio, pues su confesor, el P. Matienzo, de la Orden de Santo Domingo, que se aproximaba á la puerta de su cámara para asistirle en confesión, fué despedido con repetición, y el Rey quedaba á veces murmurando, diciendo que el buen padre era grandemente importuno, pues venia á verle por sus fines particulares y no á hablarle de Dios. Al fin los médicos, viendo que por instantes estaba acabando D. Fernando, tomando préviamente muchas precauciones, le dieron á entender que apénas tenía tiempo para tomar sus últimas disposiciones en favor del Estado y para la salvación de su alma. Llamó entonces á su confesor, cumplió como cristiano primero, y después llamó á los señores de su Consejo para pensar por vez postrera en las cosas de estos reinos. Dióles á conocer su testamento, en virtud del cual el gobierno de Castilla, con los tres grandes Maestrazgos de Santiago, Calatrava y Alcántara, se adjudicaba á su nieto D. Fernando y no al hermano de éste el Archiduque Cárlos, que era el legítimo heredero de todo. La injusticia no podia ser más notoria; aparte de que si en las edades pasadas un Gran Maestre tan sólo suscitaba tan grandes dificultades á los Reyes, era grandemente imprevisor, si queria fortalecer la nueva Monarquía, depositar en una sola mano el poder de aquellas tres Ordenes, tan ricas y arraigadas. Representaron los Consejeros contra estas cláusulas testamentarias; borrólas el Rey, aunque con sentimiento, pues queria á su nieto del mismo nombre mucho más que al Archiduque D. Cárlos, y entonces se suscitó una cuestión no menos grave, la de saber la persona que habia de ser nombrada Regente del reino. Uno de los principales Consejeros que asistieron á esta conferencia, el doctor Carvajal, propuso á Cisneros; el Rey, que nunca le habia amado, puso mal gesto á esta propuesta, é incorporándose un poco sobre el lecho, dijo á sus Consejeros: «¿No conocéis el humor austero de este hombre que todo lo quiere llevar á la extremidad? ¿Lo queréis vosotros?» No osaron replicar los del Consejo; calláronse todos, y al fin el Rey, después de quedar breves instantes en suspenso, añadió: Todavía es este un hombre recto, tiene tas intenciones derechas, no es capaz de hacer, ni sufrir alguna injusticia, ni tiene parientes, ni familia; será todo entero para el bien público; y siendo hechura de la Reyna Doña Isabel, y mia, está obligado, por reconocimiento, á honrar nuestra memoria, y á egecutar nuestras voluntades.

Quedó nombrado Cisneros Regente en virtud de un nuevo testamento, y el Rey, ya desde entonces, apénas tuvo momento de lucidez; no conoció á su esposa ó no advirtió su presencia, y el confesor le administró los Sacramentos en este estado, muriendo en la madrugada del 23 de Enero de 1516.

Así acabó el Rey D. Fernando, Príncipe indocto, pero de entendimiento nativo muy grande; afortunado y valiente en los campos de batalla; hábil y afortunado también en manejar los artes de la diplomacia y los resortes de la política; confuso y atrevido iniciador de los procedimientos de Maquiavelo; superior en el disimulo, pues nadie, como dice Giovio, podia conocer sus pensamientos por las alteraciones de su rostro; espíritu egoísta y frio, que todo lo referia al cálculo de la cabeza y nada á los sentimientos del corazón; piadoso sin duda alguna, pero no ayudando á la religión y á la Iglesia sino hasta aquel punto que convenia al interés de su reino; avaro, más que por inclinación de su ánimo, por necesidad de las empresas en que se vio envuelto; carácter positivista que se impone por la constancia y se engrandece con el éxito; espíritu de la prudencia, encarnación del sentido común, que no deslumbra como el genio y no fascina como la virtud; que no alcanza la apoteosis de la leyenda y el culto de la tradición, pero que clava el carro de la fortuna y llega al término de la vida sin sufrir apénas un fracaso, después de reinar cerca de medio siglo en uno de los más agitados y turbulentos de la historia.