El cisne de Vilamorta: 13

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El cisne de Vilamorta
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo XII

Capítulo XII

Era Nieves lo que suele llamarse una señora cabal, sin una página turbia en su historia, sin un pensamiento de infidelidad a su marido, sin más coquetería que la del vestido y tocado; y aun esa, libre de afeites o de saliños tentadores, limitada a complacencias serviles con la moda. Su ideal, caso de tener alguno, se cifraba en una vida cómoda, elegante, rodeada de consideración social. Se había casado muy joven, dotándola don Victoriano en algunos miles de duros, y el día de la boda, su padre la llamó a su despacho de magistrado; y teniéndola de pie como a los reos, le encargó mucho que respetase y obedeciese al esposo que tomaba. Ella obedeció y respetó.

Y la obediencia y el respeto desesperaron a don Victoriano, que buscaba en el matrimonio el desquite de largos años pasados en el bufete; años de abstinencia amorosa, en que los asiduos trabajos y la sedentaria vida no le consintieron atar un tierno lazo ni cultivar dulces afectos, permitiéndole a lo sumo algún lance rápido, alguna violenta e irritante aventura que no satisfacía su espíritu: juzgaba que la linda hija del presidente de sala le pagaría sus atrasos de amor, y notó con estéril y doloroso despecho que Nieves veía en él al marido grave a quien se acepta dócilmente, sin repugnancia, y nada más. Respetando mal de su grado la tranquilidad de aquella superficial criatura, no supo ni osó despertarla, y sólo consiguió consumirse y deshacerse en vano, acelerar la destrucción de su organismo y apresurar la crisis de la madurez, multiplicando las ráfagas blancas que listaban su pelo negro.

Al nacer la niña, esperó don Victoriano resarcirse con creces en nuevas y santas caricias, en un oasis puro. Mas las exigencias de la posición política, el tráfago de los negocios, la complicación y el engranaje implacable de su existencia, se interpusieron entre él y las delicias paternales. Vio a su hija de lejos siempre y apenas consiguió, a la hora del café, tenerla un rato a horcajadas sobre los muslos. Y después sobrevinieron los ataques de la enfermedad...

Desde que se declaró esta, con sus aflictivos síntomas, Nieves, por extraño caso, se halló como desligada del vínculo conyugal, y en cierto modo, soltera. Juzgaba ella sinceramente y de buena fe que lo importante y esencial del matrimonio era la vida en común de los esposos, la cohabitación obligatoria. Libre de este deber, parecíale haber vuelto a los rosados días del colegio, cuando mariposeaba y jugaba a los novios con sus compañeras, que le fingían inofensivas cartitas amorosas y se las metían debajo de la almohada. ¡Qué tiempos! Era pollita...

No había vuelto a divertirse desde entonces, no. ¡Valiente diversión la de aquella vida metódica y rutinaria de Madrid!... Sí, una temporada hubo en que el marqués de Cameros, el rico y joven cliente de don Victoriano, venía con cierta frecuencia, y aun le habían convidado dos o tres veces a comer, sin cumplido... Persistía en Nieves el recuerdo de que el marqués la miraba mucho a hurtadillas, y que de noche se lo encontraban, casualmente, siempre en el mismo teatro a donde ellos iban... No pasó de ahí.

Ahora florecía la segunda juventud de Nieves, los veintinueve o treinta años, época terrible en la vida femenina; y si no podía producir rojos cálices llenos de abrasadora pasión, en cambio deseaba adornarse con los soñadores no me olvides del poeta... Parecíale a Nieves que en el vaso de porcelana de China de su existencia faltaba una flor, y el frágil ramito azul venía a completar la gracia del juguete de sobremesa... ¡Bah! ¡Qué mal había en todo ello! Una chiquillada. Aquellas flores, conservadas entre las hojas de un devocionario lujoso, sólo le inspirarían pensamientos de color celeste bajo, inertes como las pobres corolas ya prensadas y secas...

Prendió en el pecho el grupo azul. ¡Qué bien hacía entre la cascada de encaje crudo!

-Mamá -le preguntó Victorina de noche, antes de recogerse-: ¿te dio Segundo esas flores tan monas, di?

-Ah... no recuerdo... Sí, creo que las ha cogido García.

-¿Me las das, para guardarlas en mi saquito?

-Anda, hijita, que te acuesten pronto... Mademoiselle, ¡hágala usted que rece!