El cisne de Vilamorta: 18

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El cisne de Vilamorta de Emilia Pardo Bazán
Capítulo XVII

Capítulo XVII

Segundo fue el último en gozar la hospitalidad de las Vides. Como era poco aficionado a juegos y Nieves tampoco tomaba en ellos parte muy activa, encontraríanse aislados a no ser por Victorina, que no se despegaba de su madre apenas veía próximo a Segundo, y también por Elvira Molende, que desde el primer instante se adhirió al poeta como la enredadera al muro, dedicándole un repertorio de miradas, suspiros, confidencias y vaguedades capaces de empalagar a un mozo de confitería. Al punto y hora en que Segundo pisó las Vides, perdió Elvira todo el vapor de su animación, y adoptó la acostumbrada postura lánguida y sentimental, que hacía parecer más hundidas sus mejillas y más ojerosos y marchitos sus párpados. Recobró su andar la melancólica inclinación del sauce, y dejando a un lado bromas y retozos, se consagró por completo al Cisne.

Como hacía luna y eran las noches apetecibles para gozadas, así que se ponía el sol y se acababa el bureo de la labor y las parejas de vendimiadores se reunían a danzar, algunos de los huéspedes se juntaban a su vez en el huerto, especialmente al pie de un paredón que tenía por límite camelios frondosos, o bien se detenían, al regresar de paseo, en algún lugar de esos que convidan a sentarse y a un rato de plática. Sabía Elvira d e memoria muchos versos buenos y malos, por lo regular pertenecientes al género tristón, erótico y elegiaco; no ignoraba ninguna de las flores y ternezas que constituyen el dulce tesoro de la poesía regional; y al pasar por sus delgados labios, por su voz suave, timbrada con timbre cristalino, al entonarlos con su mimoso acento del país, los versos gallegos adquirían algo de lo que la saeta andaluza en la boca sensual de la gitana: una belleza íntima y penetrante, la concreción del alma de una raza en una perla poética, en una lágrima de amor. De tan plañideras estrofas se alzaba a veces irónica risa, lo mismo que el repique alegre de las castañuelas suele destacarse entre los sones gemidores de la gaita. Ganaban las poesías en dialecto y parecía aumentarse su frescura y agreste aroma al decirlas una mujer, con blanda pronunciación, en la linde de un pinar o bajo la sombra de un emparrado, en serenas noches de luna: y el ritmo pasaba a ser melopea vaga y soñadora como la de algunas baladas alemanas; música labial, salpicada de muelles diptongos, de eñes cariñosas, de x moduladas con otro tono más meloso que el de la silbadora ch castellana. Generalmente, después de haber recitado buen rato, se cantaban canciones: don Eugenio, que era rayano, sabía fados portugueses; y Elvira se pintaba sola para entonar aquella popularísima y saudosa cántiga de Curros, que parece hecha para las noches druídicas, de lunar.

Segundo tembló de vanidad cuando, en turno con los de los poetas conocidos y amados en el país, recitó Elvira de corrido la mayor parte de los cantos del Cisne, impresos en periódicos de Vigo o de Orense. Segundo no había escrito nunca en dialecto, y sin embargo, Elvira tenía un libro donde recortaba y pegaba con engrudo todas las producciones del desconocido Cisne. Y Teresa, terciando en la animada conversación delató, con el mejor propósito, a su hermana.

-Esta también compone. Anda, mujer, di algo tuyo. Tiene un cuaderno así de cosas suyas, discurridas, escritas por ella. Recitó la poetisa, después de los indispensables remilgos, dos o tres cosillas casi sin forma poética, flojas, sinceras en medio de su falsedad sentimental: de esos versos que no revelan facultades artísticas, pero son indicio cierto, infalible, de que el autor o autora siente un anhelo no satisfecho, aspira a la fama o a la pasión, como el inarticulado lloro del párvulo declara su hambre. Segundo daba tormento al bigote; Nieves bajaba los ojos y jugaba con las borlas de su abanico, impaciente y aun algo aburrida y nerviosa. Sucedía esto a los dos o tres días de la llegada de Segundo, el cual todavía no había podido realizar la menor tentativa de decirle a Nieves dos palabras.

-¡Qué señoritas estas tan cursis! -pensaba la de Comba, mientras en voz alta repetía-: ¡Qué bonito, qué tierno! Se parece a unas composiciones de Grilo...