El comendador Mendoza: 03

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El comendador Mendoza de Juan Valera
Capítulo II

Capítulo II

Don Fadrique López de Mendoza, llamado comúnmente el Comendador, fue hermano de don José, el mayorazgo, abuelo de nuestro D. Faustino, a quien supongo que conocen mis lectores.

Nació D. Fadrique en 1744.

Desde niño dicen que manifestó una inclinación perversa a reírse de todo y a no tomar nada por lo serio. Esta cualidad es la que menos fácilmente se perdona, cuando se entrevé que no proviene de ligereza, sino de tener un hombre el espíritu tan serio, que apenas halla cosa terrena y humana que merezca que él la considere con seriedad; por donde, en fuerza de la seriedad misma, nacen el desdén y la risa burlona.

Don Fadrique, según la general tradición, era un hombre de este género: un hombre jocoso de puro serio.

Claro está que hay dos clases de hombres jocosos de puro serios. A una clase, que es muy numerosa, pertenecen los que andan siempre tan serios, que hacen reír a los demás, y sin quererlo son jocosos. A otra clase, que siempre cuenta pocos individuos, es a la que pertenecía D. Fadrique. Don Fadrique se burlaba de la seriedad vulgar e inmotivada, en virtud de una seriedad exquisita y superlativa; por lo cual era jocoso.

Conviene advertir, no obstante, que la jocosidad de D. Fadrique rara vez tocaba en la insolencia o en la crueldad, ni se ensañaba en daño del prójimo. Sus burlas eran benévolas y urbanas, y tenían a menudo cierto barniz de dulce melancolía.

El rasgo predominante en el carácter de D. Fadrique no se puede negar que implicaba una mala condición: la falta de respeto. Como veía lo ridículo y lo cómico en todo, resultaba que nada o casi nada respetaba, sin poderlo remediar. Sus maestros y superiores se lamentaron mucho de esto.

Don Fadrique era ágil y fuerte, y nada ni nadie le inspiró jamás temor, más que su padre, a quien quiso entrañablemente. No por eso dejaba de conocer y aun de decir en confianza, cuando recordaba a su padre, después de muerto, que, si bien había sido un cumplido caballero, honrado, pundonoroso, buen marido y lleno de caridad para con los pobres, había sido también un vándalo.

En comprobación de este aserto contaba D. Fadrique varias anécdotas, entre las cuales ninguna le gustaba tanto como la del bolero.

D. Fadrique bailaba muy bien este baile cuando era niño, y, D. Diego, que así se llamaba su padre, se complacía en que su hijo luciese su habilidad cuando le llevaba de visitas o las recibía con él en su casa.

Un día llevó D. Diego a su hijo D. Fadrique a la pequeña ciudad, que dista dos leguas de Villabermeja, cuyo nombre no he querido nunca decir, y donde he puesto la escena de mi Pepita Jiménez. Para la mejor inteligencia de todo, y a fin de evitar perífrasis, pido al lector que siempre que en adelante hable yo de la ciudad entienda que hablo de la pequeña ciudad ya mencionada.

Don Diego, como queda dicho, llevó a D. Fadrique a la ciudad. Tenía D. Fadrique trece años, pero estaba muy espigado. Como iba de visitas de ceremonia, lucía casaca y chupa de damasco encarnado con botones de acero bruñido, zapatos de hebilla y medias de seda blanca, de suerte que parecía un sol.

La ropa de viaje de D. Fadrique, que estaba muy traída y con algunas manchas y desgarrones, se quedó en la posada, donde dejaron los caballos. D. Diego quiso que su hijo le acompañase en todo su esplendor. El muchacho iba contentísimo de verse tan guapo y con traje tan señoril y lujoso. Pero la misma idea de la elegancia aristocrática del traje le infundió un sentimiento algo exagerado del decoro y compostura que debía tener quien le llevaba puesto.

Por desgracia, en la primera visita que hizo Don Diego a una hidalga viuda, que tenía dos hijas doncellas, se habló del niño Fadrique y de lo crecido que estaba, y del talento que tenía para bailar el bolero.

-Ahora -dijo D. Diego-, baila el chico peor que el año pasado, porque está en la edad del pavo: edad insufrible, entre la palmeta y el barbero. Ya Vds. sabrán que en esa edad se ponen los chicos muy empalagosos, porque empiezan a presumir de hombres y no lo son. Sin embargo, ya que Vds. se empeñan, el chico lucirá su habilidad.

Las señoras, que habían mostrado deseos de ver a D. Fadrique bailar, repitieron sus instancias, y una de las doncellas tomó una guitarra y se puso a tocar para que D. Fadrique bailase.

-Baila, Fadrique, -dijo D. Diego, no bien empezó la música.

Repugnancia invencible al baile, en aquella ocasión se apoderó de su alma. Veía una contrariedad monstruosa, algo de lo que llaman ahora una antinomia, entre el bolero y la casaca. Es de advertir que en aquel día D. Fadrique llevaba casaca por primera vez: estrenaba la prenda, si puede calificarse de estreno el aprovechamiento del arreglo o refundición de un vestido, usado primero por el padre y después por el mayorazgo, a quien se le había quedado estrecho y corto.

-Baila, Fadrique, -repitió D. Diego, bastante amostazado.

Don Diego, cuyo traje de campo y camino, al uso de la tierra, estaba en muy buen estado, no se había puesto casaca como su hijo. D. Diego iba todo de estezado, con botas y espuelas, y en la mano llevaba el látigo con que castigaba al caballo y a los podencos de una jauría numerosa que tenía para cazar.

-Baila, Fadrique, -exclamó D. Diego por tercera vez, notándose ya en su voz cierta alteración, causada por la cólera y la sorpresa.

Era tan elevado el concepto que tenía D. Diego de la autoridad paterna, que se maravillaba de aquella rebeldía.

-Déjele V., señor de Mendoza -dijo la hidalga viuda-. El niño está cansado del camino y no quiere bailar.

-Ha de bailar ahora.

-Déjele V.; otra vez le veremos, -dijo la que tocaba la guitarra.

-Ha de bailar ahora -repitió D. Diego-. Baila, Fadrique.

-Yo no bailo con casaca, -respondió éste al cabo.

Aquí fue Troya. D. Diego prescindió de las señoras y de todo.

-¡Rebelde! ¡mal hijo! -gritó-: te enviaré a los Toribios: baila o te desuello; y empezó a latigazos con D. Fadrique.

La señorita de la guitarra paró un instante la música; pero D. Diego la miró de modo tan terrible, que ella tuvo miedo de que la hiciese tocar como quería hacer bailar a su hijo, y siguió tocando el bolero.

Don Fadrique, después de recibir ocho o diez latigazos, bailó lo mejor que supo.

Al pronto se le saltaron las lágrimas; pero después, considerando que había sido su padre quien le había pegado, y ofreciéndose a su fantasía de un modo cómico toda la escena, y viéndose él mismo bailar a latigazos y con casaca, se rió, a pesar, del dolor físico, y bailó con inspiración y entusiasmo.

Las señoras aplaudieron a rabiar.

-Bien, bien -dijo D. Diego-. ¡Por vida del diablo! ¿Te he hecho mal, hijo mío?

-No, padre -dijo D. Fadrique-. Está visto: yo necesitaba hoy de doble acompañamiento para bailar.

-Hombre, disimula. ¿Por qué eres tonto? ¿Qué repugnancia podías tener, si la casaca te va que ni pintada, y el bolero clásico y de buena escuela es un baile muy señor? Estas damas me perdonarán. ¿No es verdad? Yo soy algo vivo de genio.

Así terminó el lance del bolero.

Aquel día bailó otras cuatro veces D. Fadrique en otras tantas visitas, a la más leve insinuación de su padre.

Decía el cura Fernández, que conoció y trató a D. Fadrique, y de quien sabía muchas de estas cosas mi amigo D. Juan Fresco, que D. Fadrique refería con amor la anécdota del bolero, y que lloraba de ternura filial y reía al mismo tiempo, diciendo mi padre era un vándalo, cuando se acordaba de él, dándole de latigazos, y retraía a su memoria a las damas aterradas, sin dejar una de ellas de tocar la guitarra, y a él mismo bailando el bolero mejor que nunca.

Parece que había en todo esto algo de orgullo de familia. El mi padre era un vándalo de D. Fadrique casi sonaba en sus labios como alabanza. D. Fadrique, educado en el lugar y del mismo modo que su padre, D. Fadrique cerril, hubiera sido más vándalo aún.

La fama de sus travesuras de niño duró en el lugar muchos años después de haberse él partido a servir al Rey.

Huérfano de madre a los tres años de edad, había sido criado y mimado por una tía solterona, que vivía en la casa, y a quien llamaban la chacha Victoria.

Tenía además otra tía, que si bien no vivía con la familia, sino en casa aparte, había también permanecido soltera y competía en mimos y en halagos con la chacha Victoria. Llamábase esta otra tía la chacha Ramoncica. D. Fadrique era el ojito derecho de ambas señoras, cada una de las cuales estaba ya en los cuarenta y pico de años cuando tenía doce nuestro héroe.

Las dos tías o chachas se parecían en algo y, se diferenciaban en mucho.

Se parecían en cierto entono amable y benévolo de hidalgas, en la piedad católica y en la profunda ignorancia. Esto último no provenía sólo de que hubiesen sido educadas en el lugar, sino de una idea de entonces. Yo me figuro que nuestros abuelos, hartos de la bachillería femenil, de las cultas latini-parlas y de la desenvoltura pedantesca de las damas que retratan Quevedo, Tirso y Calderón en sus obras, habían caído en el extremo contrario de empeñarse en que las mujeres no aprendiesen nada. La ciencia en la mujer hubo de considerarse como un manantial de perversión. Así es que en los lugares, en las familias acomodadas y nobles, cuando eran religiosas y morigeradas, se educaban las niñas para que fuesen muy hacendosas, muy arregladas y muy señoras de su casa. Aprendían a coser, a bordar y a hacer calceta; muchas sabían de cocina; no pocas planchaban perfectamente; pero casi siempre se procuraba que no aprendiesen a escribir, y apenas si se les enseñaba a leer de corrido en El Año Cristiano o en algún otro libro devoto.

Las chachas Victoria y Ramoncica se habían educado así. La diversa condición y carácter de cada una estableció después notables diferencias.

La chacha Victoria, alta, rubia, delgada y bien parecida, había sido, y continuó siendo hasta la muerte, naturalmente sentimental y curiosa. A fuerza de deletrear, llegó a leer casi de corrido cuando estaba ya muy granada; y sus lecturas no fueron sólo de vidas de santos, sino que conoció también algunas historias profanas y las obras de varios poetas. Sus autores favoritos fueron doña María de Zayas y Gerardo Lobo.

Se preciaba de experimentada y desengañada. Su conversación estaba siempre como salpicada de estas dos exclamaciones: -¡Qué mundo éste! -¡Lo que ve el que vive!-. La chacha Victoria se sentía como hastiada y fatigada de haber visto tanto, y eso que sus viajes no se habían extendido más allá de cinco o seis leguas de distancia de Villabermeja.

Una pasión, que hoy calificaríamos de romántica, había llenado toda la vida de la chacha Victoria. Cuando apenas tenía diez y ocho años, conoció y amó en una feria a un caballero cadete de infantería. El cadete amó también a la chacha, que no lo era entonces; pero los dos amantes, tan hidalgos como pobres, no se podían casar por falta de dinero. Formaron, pues, el firme propósito de seguir amándose, se juraron constancia eterna y decidieron aguardar para la boda a que llegase a capitán el cadete. Por desgracia, entonces se caminaba con pies de plomo en las carreras, no había guerras civiles ni pronunciamientos, y el cadete, firme como una roca y fiel como un perro, envejeció sin pasar de teniente nunca.

Siempre que el servicio militar lo consentía, el cadete venía a Villabermeja; hablaba por la ventana con la chacha Victoria, y se decían ambos mil ternuras. En las largas ausencias se escribían cartas amorosas cada ocho o diez días; asiduidad y frecuencia extraordinarias entonces.

Esta necesidad de escribir obligó a la chacha Victoria a hacerse letrada. El amor fue su maestro de escuela, y le enseñó a trazar unos garrapatos anárquicos y misteriosos, que por revelación de amor leía, entendía y descifraba el cadete.

De esta suerte, entre temporadas de pelar la pava en Villabermeja, y otras más largas temporadas de estar ausentes, comunicándose por cartas, se pasaron cerca de doce años. El cadete llegó a teniente.

Hubo entonces un momento terrible: una despedida desgarradora. El cadete, teniente ya, se fue a la guerra de Italia. Desde allí venían las cartas muy de tarde en tarde. Al cabo cesaron del todo. La chacha Victoria se llenó de presentimientos melancólicos.

En 1747, firmada ya la paz de Aquisgrán, los soldados españoles volvieron de Italia a España; pero nuestro cadete, que había esperado volver de capitán, no parecía ni escribía. Sólo pareció, con la licencia absoluta, su asistente, que era bermejino.

El bueno del asistente, en el mejor lenguaje que pudo, y con los preparativos y rodeos que le parecieron del caso para amortiguar el golpe, dio a la chacha Victoria la triste noticia de que el cadete, cuando iba ya a ver colmados sus deseos, cuando iba a ser ascendido a capitán, en vísperas de la paz, en la rota de Trebia, había caído atravesado por la lanza de un croata.

No murió en el acto. Vivió aún dos o tres días con la herida mortal, y tuvo tiempo de entregar al asistente, para que trajese a su querida Victoria, un rizo rubio que de ella llevaba sobre el pecho en un guardapelo, las cartas y un anillo de oro con un bonito diamante.

El pobre soldado cumplió fielmente su comisión.

La chacha Victoria recibió y bañó en lágrimas las amadas reliquias. El resto de su vida lo pasó recordando al cadete, permaneciendo fiel a su memoria y llorándole a veces. Cuanto había de amor en su alma fue consumiéndose en devociones y transformándose en cariño por el sobrino Fadriquito, el cual tenía tres años cuando supo la chacha Victoria la muerte de su perpetuo y único novio.

La pobre chacha Ramoncica había sido siempre pequeñuela y mal hecha de cuerpo, sumamente morena y bastante fea de cara. Cierta dignidad natural e instintiva le hizo comprender, desde que tenía quince años, que no había nacido para el amor. Si algo del amor con que aman las mujeres a los hombres había en germen en su alma, ella acertó a sofocarlo y no brotó jamás. En cambio tuvo afecto para todos. Su caridad se extendía hasta los animales.

Desde la edad de veinticuatro años, en que la chacha Ramoncica se quedó huérfana y vivía en casa propia, sola, le hacían compañía media docena de gatos, dos o tres perros y un grajo, que poseía varias habilidades. Tenía asimismo Ramoncica un palomar lleno de palomos, y un corral poblado de pavos, patos, gallinas y conejos.

Una criada llamada Rafaela, que entró a servir a la chacha Ramoncica cuando ésta vivía aún en casa de sus padres, siguió sirviéndola toda la vida. Ama y criada eran de la misma edad y llegaron juntas a una extrema vejez.

Rafaela era más fea que la chacha, y, hasta por imitarla, permaneció siempre soltera.

En medio de su fealdad, había algo de noble distinguido en la chacha Ramoncica, que era una señora de muy cortas luces. Rafaela, por el contrario, sobre ser fea, tenía el más innoble aspecto; pero estaba dotada de un despejo natural grandísimo.

Por lo demás, ama y criada, guardando siempre cada cual su posición y grado en la jerarquía social se identificaron por tal arte, que se diría que no había en ellas sino una voluntad, los pensamientos mismos y los mismos propósitos.

Todo era orden, método y, arreglo en aquella casa. Apenas se gastaba en comer, porque ama y criada comían poquísimo. Un vestido, una saya, una basquiña, cualquiera otra prenda, duraba años y años sobre el cuerpo de la chacha Ramoncica o guardada en el armario. Después, estando aún en buen uso, pasaba a ser prenda de Rafaela.

Los muebles eran siempre los mismos y se conservaban, como por encanto, con un lustre y una limpieza que daban consuelo.

Con tal modo de vivir, la chacha Ramoncica, si bien no tenía sino muy escasas rentas, apenas gastaba de ellas una tercera parte. Iba, pues, acumulando y atesorando, y pronto tuvo fama de rica. Sin embargo, jamás se sentía con valor de ser despilfarrada sino por empeño de su sobrino Fadrique, a quien, según hemos dicho, mimaba en competencia de la chacha Victoria.

Don Diego andaba siempre en el campo, de caza o atendiendo a las labores. Sus dos hijos, D. José y D. Fadrique, quedaban al cuidado de la chacha Victoria y del P. Jacinto, fraile dominico, que pasaba por muy docto en el lugar, y que les sirvió de ayo, enseñándoles las primeras letras y el latín.

Don José era bondadoso y reposado, D. Fadrique un diablo de travieso; pero D. José no atinaba hacerse querer, y D. Fadrique era amado con locura de ambas chachas, del feroz D. Diego y del ya citado P. Jacinto, quien apenas tendría treinta y seis años de edad cuando enseñaba la lengua de Cicerón a los dos pimpollos lozanos del glorioso y antiguo tronco de los López de Mendoza bermejinos.

Mientras que el apacible D. José se quedaba en casa estudiando, o iba al convento a ayudar a misa, o empleaba su tiempo en otras tareas tranquilas, D. Fadrique solía escaparse y promover mil alborotos en el pueblo.

Como segundón de la casa, D. Fadrique estaba condenado a vestirse de lo que se quedaba estrecho o corto para su hermano, el cual, a su vez, solía vestirse de los desechos de su padre. La chacha Victoria hacía estos arreglos y traspasos. Ya hemos hablado de la casaca y de la chupa encarnadas, que vinieron a ser memorables por el lance del bolero; pero mucho antes había heredado D. Fadrique una capa, que se hizo más famosa, y que había servido sucesivamente a D. Diego y a D. José. La capa era blanca, y cuando cayó en poder de D. Fadrique recibió el nombre de la capa-paloma.

La capa-paloma parecía que había dado alas al chico, quien se hizo más inquieto y diabólico desde que la poseyó. D. Fadrique, cabeza de motín y de bando entre los muchachos más desatinados del pueblo, se diría que llevaba la capa-paloma como un estandarte, como un signo que todos seguían, como un penacho blanco de Enrique IV.

No era muy numeroso el bando de D. Fadrique, no por falta de simpatías, sino porque él elegía a sus parciales y secuaces haciendo pruebas análogas a las que hizo Gedeón para elegir o desechar a sus soldados. De esta suerte logró D. Fadrique tener unos cincuenta o sesenta que le seguían, tan atrevidos y devotos a su persona, que cada uno valía por diez.

Se formó un partido contrario, capitaneado por D. Casimirito, hijo del hidalgo más rico del lugar. Este partido era de más gente; pero, así por las prendas personales del capitán, como por el valor y decisión de los soldados, quedaba siempre muy inferior a los fadriqueños.

Varias veces llegaron a las manos ambos bandos, ya a puñadas y luchando a brazo partido, ya en pedreas, de que era teatro un llanete que está por bajo de un sitio llamado el Retamal.

Siempre que había un lance de éstos, D. Fadrique era el primero en acudir al lugar del peligro; pero es lo cierto que no bien corría la voz de que la capa-paloma iba por el Retamal abajo, las calles y las plazuelas se despoblaban de los más belicosos chiquillos, y, todos acudían en busca del capitán idolatrado.

La victoria, en todas estas pendencias, quedó siempre por el batido de D. Fadrique. Los de don Casimiro resistían poco y se ponían en un momento en vergonzosa fuga: pero como D. Fadrique se aventuraba siempre más de lo que conviene a la prudencia de un general, resultó que dos veces regó los laureles con su sangre, quedando descalabrado.

No sólo en batalla campal, sino en otros ejercicios y haciendo travesuras de todo género, don Fadrique se había roto además la cabeza otra tercera vez, se había herido el pecho con unas tijeras, se había quemado una mano y se había dislocado un brazo: pero de todos estos percances salía al cabo sano y salvo, merced a su robustez y a los cuidados de la chacha Victoria, que decía, maravillada y santiguándose: -¡Ay, hijo de mi alma, para muy grandes cosas quiere reservarte el cielo, cuando vives de milagro y no mueres!