El comendador Mendoza: 04

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El comendador Mendoza de Juan Valera
Capítulo III

Capítulo III

Casimiro tenía tres años más de edad que don Fadrique, y era también más fornido y alto. Irritado de verse vencido siempre como capitán, quiso probarse con D. Fadrique en singular combate. Lucharon, pues, a puñadas y a brazo partido, y el pobre Casimiro salió siempre acogotado y pisoteado, a pesar de su superioridad aparente.

Los frailes dominicos del lugar nunca quisieron bien a la familia de los Mendozas. A pesar de la piedad suma de las chachas Victoria y Ramoncica, y de la devoción humilde de D. José, no podían tragar a D. Diego, y se mostraban escandalizados de los desafueros e insolencias de D. Fadrique.

Sólo el P. Jacinto, que amaba tiernamente a don Fadrique, le defendía de las acusaciones y quejas de los otros frailes.

Estos, no obstante, le amenazaban a menudo con cogerle y enviarle a los Toribios, o con hacer que el propio hermano Toribio viniese por él y se le llevase.

Bien sabían los frailes que el bendito hermano Toribio había muerto hacía más de veinte años; pero la institución creada por él florecía, prestando al glorioso fundador una existencia inmortal y mitológica. Hasta muy entrado el segundo tercio del siglo presente, el hermano Toribio y los Toribios en general han sido el tema constante de todas las amenazas para infundir saludable terror a los muchachos traviesos.

En la mente de D. Fadrique no entraba la idea de la fervorosa caridad con que el hermano Toribio, a fin de salvar y purificar las almas de cuantos muchachos cogía, les martirizaba el cuerpo, dándoles rudos azotes sobre las carnes desnudas. Así es que se presentaba en su imaginación el bendito hermano Toribio como loco furioso y perverso, enemigo de sí mismo para llagarse con cadenas ceñidas a los riñones, y enemigo de todo el género humano, a quien desollaba y atormentaba en la edad de la niñez y de la más temprana juventud, cuando se abren al amor las almas y cuando la naturaleza y el cielo debieran sonreír y acariciar en vez de dar azotes.

Como ya habían ocurrido casos de llevarse a los Toribios, contra la voluntad de sus padres, a varios muchachos traviesos, y como el hermano Toribio, durante su santa vida, había salido a caza de tales muchachos, no sólo por toda Sevilla, sino por otras poblaciones de Andalucía, desde donde los conducía a su terrible establecimiento, la amenaza de los frailes pareció para broma harto pesada a D. Diego, y para veras le pareció más pesada aún. Hizo, pues, decir a los frailes que se abstuviesen de embromar a su hijo, y mucho más de amenazarle, que ya él sabría castigar al chico cuando lo mereciese; pero que nadie más que él había de ser osado a ponerle las manos encima. Añadió D. Diego que el chico, aunque pequeño todavía, sabría defenderse y hasta ofender, si le atacaban, y que además él volaría en su auxilio, en caso necesario, y arrancaría las orejas a tirones a todos los Toribios que ha habido y hay en el mundo.

Con estas insinuaciones, que, bien sabían todos cuán capaz era de hacer efectivas D. Diego, los frailes se contuvieron en su malevolencia; pero como D. Fadrique (fuerza es confesarlo, si hemos de ser imparciales) seguía siendo peor que Pateta, los frailes, no atreviéndose ya a esgrimir contra él armas terrenas y temporales, acudieron al arsenal de las espirituales y eternas, y no cesaron de querer amedrentarle con el infierno y el demonio.

De este método de intimidación se ocasionó un mal gravísimo. D. Fadrique, a pesar de sus chachas, se hizo impío, antes de pensar y de reflexionar, por un sentimiento instintivo. La religión no se ofreció a su mente por el lado del amor y de la ternura infinita, sino por el lado del miedo, contra el cual su natural valeroso e independiente se rebelaba. D. Fadrique no vio el objeto del amor insaciable del alma, y el fin digno de su última aspiración, en los poderes sobrenaturales. D. Fadrique no vio en ellos sino tiranos, verdugos o espantajos sin consistencia.

Cada siglo tiene su espíritu, que se esparce y como que se diluye en el aire que respiramos, infundiéndose tal vez en las almas de los hombres, sin necesidad de que las ideas y teorías pasen de unos entendimientos a otros por medio de la palabra escrita o hablada. El siglo XVIII tal vez no fue crítico, burlón, sensualista y descreído porque tuvo a Voltaire, a Kant y a los enciclopedistas, sino porque fue crítico, burlón, sensualista y descreído tuvo a dichos pensadores, quienes formularon en términos precisos lo que estaba vago y difuso en el ambiente: el giro del pensamiento humano en aquel período de su civilización progresiva.

Sólo así se comprende que D. Fadrique viniese a ser impío sin leer ni oír nada que a ello le llevase.

Esta nueva calidad que apareció en él era bastante peligrosa en aquellos tiempos. D. Diego mismo se espantó de ciertas ideas de su hijo. Por dicha, el desenvolvimiento de tan mala inclinación coincidió casi con la ida de D. Fadrique al Colegio de Guardias marinas, y se evitó así todo escándalo y disgusto en Villabermeja.

Las chachas Victoria y Ramoncica lloraron mucho la partida de D. Fadrique; el P. Jacinto la sintió; D. Diego, que le llevó a la Isla, se alegró de ver a su hijo puesto en carrera, casi más que se afligió al separarse de él; y los frailes, y Casimirito sobre todo, tuvieron un día de júbilo el día en que le perdieron de vista.

D. Fadrique volvió al lugar de allí adelante, pero siempre por brevísimo tiempo: una vez cuando salió del Colegio para ir a navegar; otra vez siendo ya alférez de navío. Luego pasaron años y años sin que viese a D. Fadrique ningún bermejino. Se sabía que estaba, ya en el Perú, ya en el Asia, en el extremo Oriente.