El comendador Mendoza: 12
Capítulo XI
Esta carta inocente, tan propia de una niña de diez y seis años, discreta y educada con devoción y recogimiento, gustó mucho al Comendador; pero también le dio no poco que pensar. No entraremos nosotros en el fondo de su alma a escudriñar sus pensamientos, y nos limitaremos a decir que tomó tres resoluciones, de resultas de aquella lectura.
Fue la primera buscar modo de ver y de hablar a la severísima Doña Blanca; la segunda, sondear bien el ánimo de D. Carlos para conocer hasta qué punto amaba de veras a la niña y merecía su amor, y la tercera, tratar con el P. Jacinto y proporcionarse en él un aliado para la guerra que tal vez tendría que declarar a la madre de Clarita.
A fin de conseguir lo primero, en vez de escribir pidiendo una audiencia, que con cualquier pretexto y muy políticamente se le hubiera negado, discurrió D. Fadrique levantarse al día siguiente de madrugada, aguardar en la calle a Doña Blanca cuando ella saliese para acudir a la iglesia, e ir derecho a hablarle, sin miedo alguno.
Así lo hizo el Comendador. Doña Blanca, antes de las seis, apareció en la calle con Clarita y don Valentín. Iban a misa a la Iglesia Mayor. Apenas los vio salir D. Fadrique, se acercó muy determinado, y saludando cortésmente con sombrero en mano, dijo:
-Beso a V. los pies, mi señora Doña Blanca. Dichosos los ojos que logran ver a V. y a su familia. Buenos días, amigo D. Valentín. Clarita, buenos días.
Don Valentín, al oírse llamar amigo tan blandamente y por una voz conocida y simpática, no se pudo contener; no reflexionó, se dejó llevar del primer ímpetu cariñoso y se fue hacia D. Fadrique con los brazos abiertos. Por dicha, no obstante, D. Valentín tenía la inveterada costumbre de no hacer la menor cosa sin mirar antes a su mujer para notar la cara que ponía y si le retraía de consumar o le alentaba a que consumase su conato de acción. A pesar, pues, de lo entusiasmado que iba a abrazar a D. Fadrique, el instinto le indujo a que mecánicamente volviera la cara hacia Doña Blanca antes de llegarse a dar el abrazo. Indescriptible es lo que vio entonces en los fulminantes ojos de su mujer. Casi no se puede describir el efecto que te produjo aquella mirada. Creyó D. Valentín leer en ella el más profundo desdén, como si le acusase de una humillación estólida, de una bajeza infame; y creyó ver, al mismo tiempo, la ira y la prohibición imperiosa de que llevase a cabo lo que se había lanzado a ejecutar. El terror sobrecogió de tal suerte el ánimo de D. Valentín, que se paró, se quedó inmóvil de súbito, como si se hubiera convertido en piedra. Sólo con voz apagada y apenas perceptible exhaló, por último, como lánguido suspiro, un
-Buenos días, Sr. D. Fadrique.
-Buenos días, -dijo también Clara, no con más aliento que su padre.
Doña Blanca miró de pies a cabeza al Comendador, y con reposo y suave acento, sin alterarse ni descomponerse en lo más mínimo, le habló de esta manera:
-Caballero: Dios, que es infinitamente misericordioso, tenga a V. en su santa guarda. No por amor suyo, de que V. carece, sino por el mundano honor de que V. se jacta y por los respetos y consideraciones que todo hombre bien nacido debe a las damas, ruego a V. que no nos distraiga del camino que llevamos, ni perturbe nuestra vida retirada y devota.
Y dicho esto, hizo Doña Blanca al Comendador una ceremoniosa y fría reverencia, y echó a andar con sosegada gravedad, siguiéndola D. Valentín y llevando delante a Clara.
Don Fadrique pagó la reverencia con otra, se quedó algo atolondrado, y dijo entre dientes:
-Está visto: es menester acudir a otros medios.
No bien la familia de Solís se hubo alejado treinta pasos del Comendador, vio éste que Doña Blanca se volvía a hablar con su marido.
Es evidente que el Comendador no oyó lo que le decía; pero el novelista todo lo sabe y todo lo oye. Doña Blanca, que trataba siempre de V. y con el mayor cumplimiento a su señor marido cuando le echaba un sermón o reprimenda, le habló así mientras Clara iba delante:
-Mil veces se lo tengo dicho a V., Sr. D. Valentín. Ese hombre, que V. se empeñó en introducir en casa, allá en Lima, es un libertino, impío y grosero. Su trato, ya que no inficione, mancha o puede manchar la acrisolada reputación de cualquiera señora. Yo tuve necesidad poco menos que de echarle de casa. Motivos hubo, en su falta de miramientos y hasta de respeto, para que en otras edades bárbaras, olvidando la ley divina, alguien le hubiera dado una severa lección, como solían darlas los caballeros. Esto no había de ser: era imposible... Nada que más repugne a mi conciencia; nada más contrario a mis principios; pero hay un justo medio... Delito es matar a quien ha ofendido... pero es vileza abrazarle. Sr. D. Valentín, V. no tiene sangre en las venas.
Todo esto lo fue soltando, despacio y bajo, casi en el oído de D. Valentín, su tremenda esposa Doña Blanca.
Fueron tan duras y crueles las últimas frases, que D. Valentín estuvo a punto de alzar bandera de rebelión, armar en la calle la de Dios es Cristo y contestar a su mujer lo que merecía; pero el olor de mil flores regalaba el olfato; la gente pasaba con alegre aspecto; el día estaba hermosísimo; la paz reinaba en el cielo; un fresco vientecillo primaveral oreaba y calmaba las sienes más ardorosas; la familia de Solís iba al incruento sacrificio de la misa; Clara marchaba delante tan linda y tan serena: ¿cómo turbar todo aquello con una disputa horrible? D. Valentín apretó los puños y se limitó a exclamar con acento un si es no es colérico:
-¡Señora!...
Luego añadió para sí, cuidando mucho de que no lo oyese Doña Blanca:
-¡Maldita sea mi suerte!
Y no bien lanzada la exclamación, se asustó don Valentín de la blasfema rebeldía contra la Providencia que su exclamación implicaba, y se tuvo un instante por primo hermano del propio Luzbel.
Como se ve, el éxito del Comendador en este primer intento de reanudar relaciones amistosas con la familia de Solís no pudo ser más desgraciado.