El comendador Mendoza: 13

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El comendador Mendoza de Juan Valera
Capítulo XII

Capítulo XII

No se arredró por eso nuestro héroe.

Aguardó un rato en medio de la calle a fin de que no pudiese decir ni pensar Doña Blanca que él la seguía, y al cabo se fue a la iglesia Mayor, a donde sabía que la familia de Solís se había encaminado.

Don Fadrique no iba allí, sin embargo, con el intento de acercarse a Doña Blanca otra vez y de sufrir nueva repulsa, sino a fin de hallar a D. Carlos, quien, a su parecer, no podía menos de estar en la iglesia, ya que no había otro medio de ver a Clara.

En efecto, D. Fadrique entró en la iglesia y se puso a buscar al poeta, a la sombra de los pilares y en los sitios donde menos se nota la presencia de alguien. Pronto le halló, detrás de un pilar y no lejos del altar mayor. Parecía D. Carlos tan embebido en sus oraciones o en sus pensamientos, que nada del mundo exterior, salvo Clara, podía distraerle ni llamarle la atención.

Llegó, pues, D. Fadrique hasta ponerse a su lado. Entonces advirtió que Clara estaba no muy lejos, de rodillas, al lado de su madre; que D. Carlos la miraba, y que ella, si bien fijos casi siempre los ojos en su libro de rezos, los alzaba de vez en cuando rápidamente, y miraba con sobresalto y ternura hacia donde estaba el galán, declarando así que le veía, que se alegraba de verle, y que tenía miedo y cierto terror de profanar el templo y de pecar gravemente engañando a su madre y alentando a aquel hombre, de quien decía que no podía ser esposa.

No ha de extrañarse que todo esto se viera en las miradas de Clarita. Eran miradas transparentes, en cuyo fondo fulguraba el alma como diamante purísimo que por maravilla ardiese con luz propia en el seno de un mar tranquilo.

El Comendador estuvo un rato observando aquella escena muda, y se convenció de que ni Doña Blanca ni D. Valentín recelaban nada de los amores de la niña. Calculó, no obstante, que su presencia allí podría atraer hacia él la mirada de Doña Blanca, excitar de nuevo su ira, hacerle reparar en el gentil mancebo que estaba a su lado, y darle a sospechar lo que no había sospechado todavía.

Entonces, si bien con pena de interrumpir aquellos arrobos y éxtasis contemplativos, tocó en el hombro a D. Carlos y le dijo casi a la oreja:

-Perdóneme V. que te distraiga de sus devociones y que turbe la visión beatífica de que sin duda goza; pero me urge hablar con V. Hágame el favor de venir conmigo, que tengo que hablarle de cosas que le importan muchísimo.

Sin aguardar respuesta echó a andar D. Fadrique, y D. Carlos, si bien con disgusto, no pudo menos de seguir sus pasos.

Ya fuera de la iglesia, salió D. Fadrique al campo; D. Carlos fue en pos de él; y cuando se hallaron en sitio solitario, donde nadie podía oírlos ni interrumpir la conversación, D. Fadrique se explicó en estos términos:

-Vuelvo a pedir a V. perdón de mi atrevimiento en obligarle a abandonar la iglesia, y más aún en mezclarme en asuntos de V. sin título bastante para ello. Apenas conozco a V. Esta es la séptima o la octava vez que le hablo. A Clarita la he visto hoy por segunda vez en mi vida. Sin embargo, el bien de Clarita y el de V. me interesan mucho. Atribúyalo V. a un absurdo sentimentalismo; al afecto que profeso a mi sobrina Lucía, que llega a Vds. de rechazo; a lo que V. quiera. Lo que le ruego es que me crea un hombre leal y franco, y no dude de mi buena voluntad y mejores propósitos. Quiero y puedo hacer mucho en favor de usted. En cambio, aspiro a que oiga V. mis consejos y a que los siga.

Don Carlos oyó al Comendador atentamente y con muestras de respeto y deferencia. Luego le contestó:

-Sr. D. Fadrique, por V. y por ser V. el tío de la señorita Doña Lucía, tan bondadosa y excelente, estoy dispuesto a oír a V. y hasta a obedecerle en cuanto esté de mi parte, sin considerar el provecho que por mi obediencia V. me promete.

-No me he explicado bien -replicó D. Fadrique-. Yo no prometo premios en pago de obediencias: lo que quiero significar es que de seguir V. ciertos consejos míos se ha de alcanzar naturalmente lo que de otra suerte se malogrará acaso, con gran pesar de todos.

-Aclare V. su pensamiento, -dijo D. Carlos.

-Quiero decir prosiguió D. Fadrique-, que este modo que tiene V. de enamorar a Clarita no va, días hace, por buen camino. Hasta ahora nadie sospecha en esta pequeña ciudad sus amores de V., gracias a mi sobrina. Como ella estuvo, dos meses ha, en Sevilla, donde V. la conoció, y V. ha venido luego aquí, y V. va a su casa de tertulia todas las noches, y habla V. mucho con ella, y no pocas veces en secreto; y como mi sobrina es joven y graciosa y linda, si el amor de tío no me engaña, todos creen que ha venido V. por ella, que V. la enamora, que V. es su novio. ¿Quién había de imaginarse que chica tan mona y en tan verdes años se limitaría a hacer el triste y poco airoso papel de confidenta? Por esto, pues, se desorientan los curiosos, y sus amores de V. siguen secretos; pero Lucía lo paga. Confiese V. que es mucha generosidad.

-Yo... Sr. D. Fadrique...

-No se disculpe V. No hablo de ello para que V. se disculpe, sino para narrar los sucesos como son en sí. En este lugar creen todos que V. ha venido, abandonando a sus padres, su casa y sus estudios, para pretender a Lucía; pero este engaño no puede durar. Imagine V. el alboroto, los chismes, las hablillas a que dará V. ocasión y motivo el día en que se sepa, como no podrá menos de saberse, que V. pretende a Clarita, a quien todos creen ya prometida esposa de D. Casimiro Solís.

-Eso no será nunca mientras yo viva, -exclamó D. Carlos con grandes bríos.

-Tratemos de impedirlo -continuó con calma D. Fadrique-. Yo le ayudaré a V. cuanto pueda, y repito que algo puedo; pero toda la energía de usted y toda la prudencia que yo emplee serán inútiles si desoye V. mis advertencias y consejos.

-Ya he dicho a V. que deseo seguirlos.

-Pues bien, amigo D. Carlos, es menester que V. se persuada de que Clarita, de cuyo amor hacia V. estoy convencido, está criada con tan santo temor de Dios y con tan grande, y hasta si V. quiere exagerado e irracional respeto a su madre, que por obedecerla, por no darle un disgusto, por no rebelarse, será capaz de casarse con D. Casimiro, aunque se muera de amor por V. al día siguiente de casada, aunque su vestido de boda sea la mortaja con que la entierren.

-Pero si Clara dice a su madre que no ama a D. Casimiro...

-Clara no se atreverá a decirlo.

-Si declara a su madre que me ama...

-Antes morirá que confesar a su madre ese amor.

-Y si tanto miedo tiene a su madre, ¿no podrá huir conmigo?

No creo que dé jamás tan mal paso. De todos modos, aunque tan mal paso fuese posible, no se debía apelar a él sino apurados antes otros medios más prudentes y juiciosos. Reitero, con todo, mi afirmación. Creo capaz a Clarita de morir de dolor; pero no la creo capaz de prestarse al escándalo de un rapto.

-Entonces ¿qué quiere V. que yo haga?

-Lo primero, volver a Sevilla con sus señores padres, y dejar a Doña Clara tranquila con los suyos.

-Bien se conoce que V. no ama. A su edad de usted...

-Dale... con la tontería... Caballerito poeta... yo no soy ni viejo ni rabadán... ni me parezco en nada al del idilio. Váyase V. a Sevilla hoy mismo. Salga V. de esta ciudad antes de que Doña Blanca se percate de que hay moros en la costa. Yo velaré aquí por los intereses de V. Y si peligran; si es menester apelar a medios violentos, cuente V. también conmigo... hasta para el rapto. A poco me aventuro prometiéndoselo a V., porque doy por firme que no se dejará robar Clarita.

-¿Y por qué, para qué he de irme a Sevilla?

¿Pues no se lo he dicho a V. ya? Porque aquí no hace V. sino perjudicarse, sin gusto y sin ventaja. Estoy seguro de que no logrará V. más que ver a Clara en la iglesia, con más angustia que deleite por parte de la pobre muchacha. Y esto mientras Doña Blanca no descubra nada. El día en que descubra Doña Blanca su juego de V., será para Clarita un día tremendo y V. no volverá a verla. Váyase V., pues, a Sevilla.

¿Y qué ganaré con irme?

-Que yo trabaje con tranquilidad en favor de V. Usted me estorba para mis planes. Si V. se queda, precipitará la boda de D. Casimiro y hará que se envíe a escape por la licencia a Roma. Si V. se va, no afirmo yo que evitaré la boda de Clara con el viejo rabadán y conseguiré que sea para Mirtilo; pero, o yo he de valer poco, o he de lograr que se nos dé tiempo y... quién sabe... Nada prometo. Sólo ruego a V. que se vaya. Váyase V. hoy mismo. El interés que el Comendador le mostraba, su empeño de que se fuese, la decisión con que se entrometía en sus asuntos, todo chocaba a D. Carlos y le tenía desconfiado y descontento.

El Comendador apuró todas las razones, empleó todos los tonos, pero singularmente el de la súplica; D. Carlos le contestó varias veces de mal humor, y fue menester la prudente superioridad del Comendador para calmar y contener a D. Carlos y evitar que llegase a ofender a quien le aconsejaba y casi le mandaba.

Por último, tanto rogó, prometió y dijo D. Fadrique, que D. Carlos hubo de someterse y salir aquel mismo día para Sevilla, si bien ofreciendo sólo ausencia de poco más de un mes: hasta que llegasen las vacaciones de verano. En cambio, exigió y obtuvo de D. Fadrique que le había de escribir dándole noticias de Clara, y avisándole del menor peligro que hubiese, para volar enseguida donde estaba ella.

Don Carlos, aunque no era tímido ni torpe, no había obtenido jamás que Clara recibiese carta suya, y menos aún que le escribiese. Pero ¿qué mucho, si ni siquiera de palabra Clara le había dado a entender que le amaba? Clara le amaba, sin embargo. Bien sabía el galán que era falso, de puro modesto, aquello de que


...Amistosa y compasiva,
quiere que el zagal viva,
mas amarle no quiere.


Clara le amaba, y a su despecho, contra su voluntad, había declarado su amor; pero sólo con los ojos, por donde se le iba el alma en busca del bizarro y gracioso estudiante, sin que todos sus escrúpulos religiosos y filiales fuesen bastante poderosos para detenerla.

Don Fadrique pudo convencerse, en el largo coloquio que tuvo con D. Carlos, de que su pasión por Clara era verdadera y profunda. Del amor de Clara por el poeta rondeño estaba más convencido aún. Con este doble convencimiento, de que se alegraba, precipitó más la partida de D. Carlos, y antes de mediodía consiguió que saliese del pueblo con dirección a Sevilla.

Don Carlos salió a caballo con un su criado; y D. Fadrique, a caballo también, se unió con él en el ejido, y le acompañó más de una legua, dándole esperanzas y hablándole de sus amores. Al llegar a una encrucijada, D. Fadrique se despidió cariñosamente del joven, y tomó el camino de Villabermeja con el intento de conferenciar con el padre Jacinto.

La sencillez y la modestia de este santo varón no habían dejado ver a D. Fadrique la inmensa importancia que durante su larga ausencia había adquirido.

Como predicador, gozaba el padre de extraordinaria nombradía por toda aquella comarca. Era igualmente celebrado por los tres estilos que tenía de predicar. En el estilo llano o de homilía encantaba a la gente rústica y ponía la religión y la moral a su alcance, amenizando tan graves lecciones con chistes y jocosidades que un severo crítico condenaría, pero que eran muy del caso para que los zafios campesinos se aficionasen a oírle y se deleitasen oyéndole. En sermones de empeño, en días de gran función, el padre Jacinto era otro hombre: echaba muchos latines, ahuecaba la voz y esmaltaba su discurso de un jardín de flores, de un verdadero matorral de adornos exuberantes, que también gustaban a los discretos y finos de aquellos lugares. Y tenía, por último, el estilo patético de la Semana de Pasión y de la Semana Santa, durante las cuales los sermones, más que hablados, eran en Villabermeja, y siguen siendo aún, cantados, sin que gusten de otra manera. Sermón de Semana Santa, sin lo que llaman allí el tonillo, no gusta a nadie ni se tiene por sermón. Cuando en el día va a Villabermeja un cura forastero, tiene que aprender el tonillo. En este tonillo fue el padre Jacinto un dechado de perfección, que nadie ha superado hasta ahora. Al oírle, aunque sea reminiscencia gentílica, dicen que se comprendía cómo Cayo Graco se hacía acompañar por un flautista cuando pronunciaba en el Foro sus más apasionadas arengas. El P. Jacinto predicaba también en el Foro, o dígase en medio de la plaza pública, durante la Semana Santa. Allí se hacían todos los pasos a lo vivo, y el padre los explicaba en el sermón conforme iban ocurriendo. Así, había sermón que duraba tres horas, y siempre sin dejar el tonillo, lo cual no obstaba para que el padre expresase los más varios afectos, como piedad, dolor y cólera. Cuando aparecía el pregonero en el balcón de las Casas Consistoriales y leía la sentencia de muerte contra Jesucristo, ha quedado en la memoria de los bermejinos el furor con que el padre se volvía contra él, gritando:

«Calla, falso, ruin, necio y miserable pregonero, y oirás la voz del Ángel que dice»:

Y entonces salía un ángel muy vistoso por otro balcón de la plaza, y cantaba el inefable misterio de la Redención, empezando:

«Esta es la sentencia que manda cumplir el Eterno Padre...» y lo demás que tantas veces hemos oído los que somos de por allí.

Pero, volviendo al P. Jacinto, diré que su mérito como predicador era quizás lo de menos. Su gran valer fue como director espiritual. Se pasaba horas y horas en el confesionario. Desde el convento bermejino tenía con frecuencia que ir al convento de la ciudad cercana, donde tenía no pocas hijas de confesión entre el señorío. Era además hombre de consejo y tino en los negocios mundanos, y acudían todos a consultarle cuando se hallaban en tribulación, apuro o dificultad. En suma, el P. Jacinto era un gran médico de almas, aunque duro y feroz a veces en los remedios. Gustaba de aplicarlos heroicos, como suelen hacer los demás médicos de los lugares, que tal vez recetan a un hombre el medicamento que convendría recetar a un caballo. A pesar de esto, tenía el padre tal autoridad y discreción; era tan ameno en su trato y tan resuelto valedor y defensor de las mujeres, que gozaba de inmensa popularidad entre ellas, y era fervorosamente reverenciado, así de las jornaleras humildes como de las encopetadas hidalgas.

Aunque tocaba en los setenta años, estaba firme y robusto aún, si bien había perdido ciertos ímpetus juveniles, que le habían hecho famoso, llevándole en ocasiones a imitar al Divino Redentor, más que en la mansedumbre, en aquel arranque que tuvo cuando hizo azote de unos cordeles y echó a latigazos a los mercaderes del templo. El P. Jacinto había sido un jayán y había sacudido el polvo a algunos desalmados y pecadores contumaces, sobre todo cuando eran maridos que se emborrachaban, gastaban el dinero en vino y juego daban palizas a sus mujeres.

Contra esta clase de hombres había sido duro de veras el P. Jacinto. Ya no tenía aquellos arrestos de la mocedad; pero su virtud y su fuerza moral, unida al recuerdo de la física, infundían gran respeto entre los rústicos.

Tales eran las cualidades principales y la brillante posición del antiguo maestro del Comendador, con quien éste iba ahora a consultar y tratar negocios arduos, y de quien esperaba obtener poderoso auxilio.