El comendador Mendoza: 14
Capítulo XIII
No bien llegó el Comendador a Villabermeja y dejó el caballo en su casa, se dirigió al convento, que distaba pocos pasos, y como era la hora de la siesta, halló en su celda al P. Jacinto, el cual no dormía, sino estaba leyendo, sentado a la mesa.
Mis lectores deben de formarse ya, por lo expuesto hasta aquí, cierta idea bastante aproximada de la condición del mencionado fraile. Fáltame añadir, para que sea completo el retrato, que era alto y seco; que veía y oía bien; que tuteaba a todo el género humano, y que se preciaba de no tener pelillos en la lengua, esto es, de decir cuanto se le ocurría, con una franqueza que tocaba y hasta pasaba a menudo sus límites, entrando con banderas desplegadas por la jurisdicción y término de la desvergüenza. Sólo con D. Fadrique se mostraba el Padre respetuoso y deferente, suponiendo que él tenía, sin poderlo remediar, un afecto por su antiguo discípulo, que le hacía sobrado débil.
-Muchacho -dijo a D. Fadrique, apenas le vio entrar-, ¿qué buen viento te trae por aquí de improviso?
-Maestro -contestó el Comendador-, he venido expresamente para consultar a V.
-¿Para consultarme a mí? ¿Y sobre qué? ¿Qué hay, que tú no sepas mejor que yo y mejor que nadie?
-Mi consulta es de suma importancia.
-Vamos... ¿de qué se trata?
-Se trata... se trata... nada menos que de un caso de conciencia.
Al oír caso de conciencia, el padre miró fijamente al Comendador con aire de incredulidad, y de recelo, y exclamó al cabo:
-Mira, hijo mío, si es que te aburres en estos lugares y quieres chancearte y divertirte, toma una tabla y dos cuernos, y no te diviertas ni te chancees conmigo. Ya está duro el alcacer para zampoñas.
-¿Y de dónde infiere V. que me chanceo o que me burlo? Hablo con formalidad. ¿Por qué no he de exponer yo a V. formalmente un caso de conciencia?
-Porque todo hombre de cierta educación, criado en el seno de la sociedad cristiana, aunque haya perdido la fe en Nuestro Señor Jesucristo, tiene la conciencia tan clara como yo, y no hay caso que no resuelva por sí, sin necesidad de consultarme. Si tuvieses fe, podrías acudir a mí en busca de los consuelos que da la religión. No acudiendo para esto, ¿qué podré yo decirte, que ignores? La moral tuya es idéntica a la mía, aunque en sus fundamentos discrepe. Y al fin, harto lo conoces tú, no hay caso de conciencia, meramente moral, cuya solución no sea llana para todo entendimiento un poco cultivado. Sin duda que Dios, para ejercitar nuestra actividad mental y aguzar nuestro ingenio, o para dar precio a nuestra fe, ha circundado de tinieblas los grandes problemas metafísicos; los ha envuelto en misterios, impenetrables a veces; pero en lo tocante a la moral, en lo que atañe al cumplimiento de nuestros deberes no hay misterio alguno: todo está claro como el agua. El soberano Señor, en su infinita bondad y misericordia, no ha querido, a pesar de nuestras maldades, que nadie tenga que ser un Séneca para saber perfectamente cuál es su obligación, ni mucho menos que nadie tenga que ser un héroe estupendo para cumplirla. Ni para conocerla te falta entendimiento, ni para cumplir con ella debe faltarte voluntad. ¿Qué es lo que buscas, pues, en mí?
-Mucho pudiera argumentarse contra lo que V. dice; pero no quiero disputar, sino consultar. Quiero convenir en que la moral no es ninguna reconditez, y en que no es tan arduo cumplir con ella.
-Se entiende -interrumpió el Padre-, para todos aquellos pueblos donde la luz del Evangelio ha penetrado. Tú imaginas que el natural discurso ha bastado a los hombres para formar la ley moral: yo creo que han necesitado de la revelación; pero tú y yo convenimos en que, una vez presentada esa ley, la razón humana la acepta como evidente. Es gran bellaquería suponer esa ley obscura y vaga, y forjarse casos terribles, conflictos espantosos entre los sentimientos naturales y el sencillo cumplimiento de un deber. Esto equivaldría a suponer la necesidad de ser un pozo de ciencia y de sentirse capaz de sobrehumanos esfuerzos para ser persona decente. Ya tú comprendes que esto sería disculpar y dar casi la razón a los tunos. Al fin y al cabo, no todos los hombres son sabios ni tienen las fibras de hierro ni el corazón de diamante. Realzar así la moral es hacerla poco menos que imposible, salvo para algunos seres privilegiados y de primera magnitud más profundos que Crisipo y más constantes que Régulo.
-Mucho tiene que ver el caso que quiero presentar con todo lo que está V. diciendo. No es curiosidad ociosa, sino interés muy respetable, el que me induce a resolver una duda.
-Imposible... tú no puedes dudar.
-Déjeme V. que acabe. Yo no dudo sobre el caso... Tengo formado mi juicio... que me parece de no menor certidumbre que este otro: dos y tres son cinco. Mi duda está en sí V., por razones que se fundan en la inexhausta bondad divina, tiene la manga más ancha que yo, o si por razones de la ley positiva, en que cree, la tiene más estrecha. ¿Me entiende V. ahora?
-Te entiendo muy bien; y desde luego te declaro que no he de tener la manga ni más ancha ni más estrecha que tú. Lo mismo calificaremos ambos un pecado, una falta, un delito, y lo mismo marcaremos y determinaremos la obligación que de él nazca. Las razones teológicas tienen que ver con la penitencia, con la expiación, con el perdón, con la gloria o el infierno, allá en el otro mundo, y en esto para nada tienes tú que meterte ahora. Veamos, pues, ese caso, ya que quieres consultarme.
-Desde luego V. convendrá en que lo robado debe devolverse a su dueño.
-Indudable.
-Y cuando, por efecto de un engaño, algo que pertenece a uno viene a pertenecer a otro, ¿qué debemos hacer?
Debemos poner fin al engaño para que lo que posee alguien sin derecho pase a manos de su señor legítimo.
-¿Y si al poner fin al engaño resultan males evidentemente mayores?
-Aquí importa distinguir. Si tú tienes que hablar, no debes decir jamás mentira por inmensos que sean los males que de decir la verdad resulten. Condenada está la mentira oficiosa como la perniciosa. No debes mentir ni por salvar la vida del prójimo, ni por salvar la honra de nadie, ni por el bien de la religión; pero yo me atrevo a sostener que debes callar la verdad cuando nadie la inquiere de ti y cuando de decirla resultan más males que bienes. Pensar algo en contra es delirio. Lo sostengo sin vacilación. Voy a explanar mi doctrina en breves palabras. Tú cometes un pecado. Eres, por ejemplo, mentiroso. Los males que nazcan de tu pecado debes remediarlos hasta donde te sea posible y lícito, esto es, sin cometer pecado nuevo para remediar el antiguo. Dios, para hacernos patente la enormidad de nuestras culpas, consiente a veces en que nazcan de ellas males cuyos humanos remedios son peores. Tratar tú de evitarlos o de remediarlos entonces, no es humildad, sino soberbia, orgullo satánico; es luchar contra Dios; es tomar el papel de la Providencia; es dar palo de ciego; es querer enderezar el tuerto que tú mismo hiciste, torciendo y ladeando lo que está recto, y tirando a trastornar el orden natural de las cosas.
-Hablando con franqueza -dijo el Comendador-, la doctrina de V. me parece muy cómoda. Veo que tiene V. la manga más ancha de lo que yo pensaba.
-Vete a paseo, Comendador -repuso el padre, bastante enojado-. En ninguna ocasión pasé yo por complaciente. Me diriges la acusación más dura que a un confesor puede dirigirse. Un santo ha dicho: Non est pietas, sed impietas, tolerare peccata, y yo disto mucho de ser impío. Todo proviene, sin duda, de que tú confundes las cosas. Aquí no hablamos de penitencia, de expiación, de castigo de la culpa. Sobre este punto no tengo que decirte yo lo que exigiría de un penitente para absolverle. Aquí hablamos sólo de la obligación de satisfacer el agravio que nace del pecado o del delito. Y a esto he respondido con sencillez. El pecador o delincuente debe ir hasta donde le sea posible y lícito. Si ha de cometer nuevos pecados, si ha de hacer nuevas maldades y desatinos, mejor es que lo deje y no se meta a remediar el mal que ha hecho. Pues ¡qué! ¿estaría bien, por ejemplo, que tú hirieses a uno, y luego, sin saber de cirugía, tratases de curarle y le acabases de matar? Dices tú que la tal doctrina es cómoda. ¿Dónde está la comodidad? Aunque yo te excuse de poner el remedio, no te libro de la penitencia, del remordimiento y del castigo. Antes al contrario, lo cómodo es lo otro: remediar el mal de mala manera, y creerse ya horro y darse ya por absuelto. Así un criado torpe te romperá un día el vaso más precioso de los que has traído de la China, le pegará luego chapuceramente con cola, y se quedará tan fresco como si no te hubiese causado el menor perjuicio. Lo que debe hacer el criado es andar siempre muy cuidadoso para no romper el vaso, y si le rompe, sentir mucho su falta, y ya que no puede ni componer bien el vaso ni comprarte otro nuevo e igual, sufrir con humildad la reprimenda que tú le eches.
-Me complazco en ver que estamos de acuerdo en lo general de la doctrina. En la aplicación a casos particulares es en lo que veo que cabe mucha sutileza. Contra la opinión de V., el buen camino se presenta muy anublado y confuso. ¿Cómo determinar a veces hasta dónde es posible y lícito lo que quiero hacer para reparar el daño?
-Es muy sencillo. Si para repararle causas otro daño mayor, deja subsistir el primero, que es más pequeño; y esto aunque en el segundo daño que causes no haya pecado de tu parte. Habiendo nuevo pecado, nueva infracción de la ley moral en el remedio, aunque este segundo pecado sea menor que el primero que cometiste, no debes cometerle. Dios, si quiere, remediará el mal causado.
¿De suerte que no hay más que cruzarse de brazos; dejar rodar la bola?
-No hay más que dejarla rodar, ya que deteniéndola puedes hacer que todo ruede. Las Sagradas Letras vienen en mi apoyo con no pocos textos. David dijo: Abissus abyssum invocat; Salomón, Est processio in malis; el profeta Amós, Si erit malum quod Dominus non fecerit? con lo cual da a entender que Dios permite u ordena el mal como pena del pecado y escarmiento de las criaturas; y el mismo Salomón, antes citado, dice, de modo más explícito, que no podemos añadir ni quitar de lo que Dios hizo para ser temido:Non possumus quidquam addere nec auferre quae fecit Deus ut timeatur.
-A pesar de los textos, a pesar de los latines me repugna esa cobarde resignación.
-¿Cómo cobarde? ¿Dónde viste tú que para con Dios haya cobardía? La resignación a su voluntad no implica, por otra parte, el que te aquietes y te llenes de contentamiento de ti propio. Sigue llorando tu culpa; desuéllate el alma con el azote de la conciencia y el cuerpo con unas disciplinas crueles; haz de tu vida en el mundo un durísimo purgatorio; pero resígnate y no trates de remediar lo que sólo de Dios debe esperar remedio. Hasta el sentido común está de acuerdo en esto, miradas las acciones humanas por el lado de la utilidad y conveniencia, las cuales, bien entendidas, concuerdan con la moralidad y con la justicia. ¡Qué atinado es el refrán que reza: No siento que mi hijo pierda, sino que quiera desquitarse! Si malo es jugar, peor es aún volver a jugar; reincidir en el pecado para remediar el mal del pecado. Pero a todo esto, tú no hablas sino de generalidades, y el caso de conciencia no parece.
-Voy al caso, -dijo el Comendador.
-Soy todo oídos, -repuso el fraile.
-¿Qué debe hacer el que no es hijo de quien pasa por su padre, según la ley, y usurpa nombre, posición y bienes que no son suyos?1
-¡Hombre... tú eres famoso! ¿Después de tanto preámbulo te vienes con una preguntilla tan baladí? Prescindo ahora de la dificultad o imposibilidad en que ese hijo postizo estaría de probar el delito de su madre. Yo no sé de leyes; pero la razón natural me dicta que contra la fe de bautismo, contra la serie de actos y documentos oficiales que te han hecho pasar hasta hoy por un hijo de un determinado y conocido López de Mendoza, no pueden valer testimonios sino de un orden excepcional y casi imposible. Doy, con todo, de barato que posees tales testimonios. Creo, decido que no debes valerte de ellos. ¿Sabes los mandamientos de la ley de Dios? ¿Sabes que el orden en que están no es arbitrario? Pues bien; ¿qué dice el séptimo?
-No hurtar.
-¿Y el cuarto?
-Honrar padre y madre.
-Es, pues, evidente que para quitarte de encima el pecado contra el séptimo ibas a pecar contra el cuarto, deshonrando a tu madre y a tu padre, que padre sería siempre el que te tuvo por hijo, te crió, te alimentó y te educó, aunque no te engendrara.
Tiene V. razón, P. Jacinto. Y, sin embargo, los bienes que no son míos, ¿cómo sigo gozando de ellos?
-¿Y quién te dice que goces de ellos? Pues, ¡qué!: ¿es tan difícil dar sin expresar la causa por qué se da? Dalos, pues, a quien debes. Ya los tomarán... En el tomar no hay engaño. Y si, por extraño caso, hallares a alguien en el tomar inverosímilmente escrupuloso, ingéniate para que tome. Lejos de oponerme, pido, aplaudo la reparación, siempre que para llevarla a cabo no sea menester hacer mayor barbaridad que la que remedie.
-Está bien... pero si no es el hijo, sino la madre culpada... ¿qué debe hacer la madre culpada?
-Lo mismo que el hijo... no deshonrar públicamente a su marido... no amargarle la vida... no desengañarle con desengaño espantoso... no añadir a su pecado de fragilidad el de una desvergüenza cruel y sin entrañas.
-La madre, no obstante, no tiene medios de devolver bienes que por su culpa van a pasar o han pasado a quien no corresponden.
-Y si no los tiene, ¿qué se le ha de hacer? Ya lo he dicho. Que se resigne. Que se someta a la voluntad de Dios. Todo eso lo debió prever antes de pecar, y no pecar. Después del pecado no le incumbe el remedio si implica pecado nuevo, sino la penitencia. ¿Has expuesto ya todo el caso?
-No, padre; tiene otras complicaciones y puntos de vista.
-Dilos.
¿Qué piensa V. que debe hacer el hombre pecador, cómplice de la mujer, en aquel delito cuya consecuencia es el hurto, la usurpación de que hemos hablado?
-Lo mismo que he dicho del hijo y de la madre.
-¿Y si posee bienes para subsanar el daño causado a los herederos?
-Subsanar ese daño, pero con tal recato, discreción y sigilo, que no se sepa nada. En el libro de los Proverbios está escrito:Melius est nomen bonum quam divitiae multae. Así es que por cuestión de intereses no se debe perjudicar a nadie en su buen nombre.
El historiador de estos sucesos escribe para narrar, y no para probar. No decide, por lo tanto, si el P. Jacinto estaba atinado o no en lo que decía; si hablaba guiado por el sentido común o por la doctrina moral cristiana, o por ambos criterios en consonancia completa; y no se inclina tampoco a creer que dicho padre tenía una moral burda y grosera, y el atrevimiento y la confianza de un rústico ignorante. Quédese esto para que lo resuelva el discreto lector. Baste apuntar aquí que el Comendador mostraba una satisfacción grandísima de ver que su maestro, como él le llamaba, pensaba exactamente lo que él quería que pensase.
El P. Jacinto, desconfiado como buen lugareño, no advertía el interés vivísimo con que su antiguo discípulo le interrogaba; y temiendo siempre una burla, una especie de examen hecho por el Comendador para pasar el rato, volvió a hablar un tanto picado, diciendo:
-Me parece que estoy archicándido. ¿A dónde vas a parar con tanta preguntilla? ¿Quieres examinarme? ¿Piensas retirarme la licencia de confesar si no me crees bien instruido?
-Nada de eso, maestro. Yo ignoro si está V. o no de acuerdo con sus librotes de teología moral; pero está V. de acuerdo conmigo, lo cual me lisonjea, y lo está también con mis propósitos, lo cual me llena de esperanza. Yo buscaba en V. un aliado. Contaba siempre con su amistad, pero no sabía si podía contar también con su conciencia. Ahora comprendo que su conciencia no se me opone. Su amistad, por consiguiente, libre de todo obstáculo, vendrá en auxilio mío.
El P. Jacinto conoció al fin que se trataba de un caso práctico, real, y no imaginado, y se ofreció a auxiliar al Comendador en todo lo que fuese justo.
Aguardando, pues, una revelación importante, quiso tomar aliento haciendo una pausa, y trató de solemnizar la revelación yendo a una alacena, que no estaba lejos, y sacando de ella una limeta de vino y dos cañas, que puso sobre la mesa, llenándolas hasta el borde.
-Este vino no tiene aguardiente, ni botica, ni composición de ninguna clase -dijo el padre al Comendador-. Es puro, limpio y sin mácula. Está como Dios le ha hecho. Bebe y confórtate con él, y, cuéntame luego lo que tengas que contar.
-Bebo al buen éxito de mis planes, -contestó el Comendador, apurando el vino de su caña.
Así sea, si Dios lo quiere, -replicó el fraile, bebiendo también, y se dispuso a atender a don Fadrique con sus cinco sentidos.