El crimen de Sylvestre Bonnard: 015
Lusance, 11 de agosto.
Alabado sea Dios. La biblioteca, situada a Levante, no ha sufrido daños irreparables. Aparte de la pesada hilera de los antiguos infolios, recopilación de Ordenanzas, que las polillas han taladrado por completo, los libros permanecen intactos en sus armarios enrejados. Pasé todo el día ordenando manuscritos. El sol entraba por los altos ventanales sin cortinas, y entre mis lecturas, a veces interesantes, oía el choque de los torpes abejorros que tropezaban en los cristales, el crujir de las maderas y el zumbar de las moscas ebrias de luz y de calor que revoloteaban sobre mí. A eso de las tres, su zumbido aumentó de tal modo que levanté la cabeza de un documento importantísimo para la historia de Melún en el siglo XIII, y me reduje a considerar los movimientos concéntricos de aquellas bestiecillas o «bestiazas», como dice La Fontaine. Hube de comprobar que el calor obra sobre las alas de una mosca de muy distinto modo que sobre el cerebro de un archivero paleógrafo, puesto que yo sentía mucha torpeza para discurrir y una languidez bastante agradable, de la que sólo me libré con un violento esfuerzo. La campana que avisaba la hora de comer me sorprendió en mis trabajos y tuve que vestirme a escape, deseoso de presentarme correctamente a la señora de Gabry.
El servicio primoroso de la comida se prolongó. Poseo el don de saborear, acaso mejor que la mayoría de las gentes. Mi huésped, al advertir mis conocimientos, los agradeció y descorchó en honor mío cierta botella de Chateau-Margaux. Bebí con respeto aquel vino de vieja raza y de noble virtud, cuyo aroma y transparencia no serán nunca bastante alabados. Aquel ardiente vino infiltróse por mis venas y me animó con un entusiasmo juvenil. Sentado en la terraza junto a la señora de Gabry, entre la obscuridad que sumergía misteriosamente las agigantadas formas de los árboles, tuve la inesperada fortuna de comunicarle mis impresiones con una viveza y una abundancia verdaderamente notables en un hombre desprovisto, como yo lo estoy, de toda imaginación. La describí con espontaneidad, y sin referirme a ningún texto antigua, la dulce tristeza de la noche y la hermosura de la tierra natal que nos sustenta no sólo con pan y vino, sino también con ideas, sentimientos y creencias, y que nos recibirá a todos en su seno materno como si fuéramos niños fatigados por la lentitud de un interminable día.
—Caballero —me dijo aquella amable señora—, ¿ve usted esas viejas torrecillas, esos árboles, ese horizonte? ¡Cuántos personajes de cuentos y de canciones populares han salido sencillamente de todo eso! ¡Mire usted allí el sendero por el cual Caperucita Encarnada fue al bosque a coger nueces! Ese cielo, mudable y medio velado siempre, lo surcaron los carros de las hadas, y la torre del Norte ha podido ocultar en otro tiempo, bajo su techumbre puntiaguda, a la vieja hilandera cuyo huso pinchó a la Hermosa Dormida en el Bosque.
Meditaba yo aún tan deliciosas palabras mientras Pablo me refería, entre bocanadas de humo de su magnífico cigarro, no sé qué proceso incoado por él contra el pueblo con motivo de una toma de aguas. La señora Gabry, al sentir el relente de la noche, estremecióse bajo su chal y se retiró a sus habitaciones. Yo entonces, en vez de retirarme a las mías, preferí volver a la biblioteca para proseguir el examen de los manuscritos. A pesar de la oposición de Pablo, que a todo trance pretendía que me fuese a la cama, entré en lo que en lenguaje antiguo llamaríamos «la librería», y me puse a trabajar a la luz de un quinqué.
Después de haber leído quince páginas escritas indudablemente por un amanuense ignorante y distraído, porque me costó gran trabajo comprender su significado, metí la mano en el abierto bolsillo de mi levita para sacar mi tabaquera; pero aquel movimiento tan natural y casi instintivo me costó algún esfuerzo y me produjo cansancio; sin embargo abrí la cajita de plata y saqué algunas partículas de aromático polvo, que se esparcieron sobre la pechera de mi camisa bajo mi engañada nariz. Seguramente mi nariz expresó su desencanto, porque es muy expresiva; ha revelado repetidas veces mis más íntimos pensamientos, y con especialidad en la biblioteca pública de Coutances donde descubrí ante las propias barbas de mi colega Brioux, el cartulario de Nuestra Señora de los Ángeles.
¡Cuánta fue mi alegría! Mis ojillos inexpresivos guardaron bajo los lentes mi secreto; pero al ver mi nariz respingona estremecida por la satisfacción y el orgullo, Brioux adivinó aquel hallazgo. Miró el volumen que yo tenía en la mano, se fijó en dónde lo dejaba al irme de la biblioteca, lo cogió en cuanto salí, sacó a hurtadillas una copia, y la cambió a toda prisa para hacerme una mala, pasada; pero con el propósito de perjudicarme se perjudicó a sí mismo, porque aquella edición está plagada de errores y tuve más adelante la complacencia de hacer notar algunos descuidos garrafales en su obra.
Vuelvo a mi relato interrumpido. Sospeché que un sueño tenaz pesaba sobre mis potencias. Tenía ante los ojos una escritura de cuyo interés podrá juzgarse fácilmente al saber que en ella se hace mención de una gazapera vendida al sacerdote Juan de Estourville en 1212, y sin dejar de advertir de pronto su mucho valor no le di toda la importancia que semejante documento exigía imperiosamente. Mis ojos, aunque trataba de evitarlo, se volvían sin cesar hacia la mesa donde no había ningún objeto importante desde el punto de vista de la erudición, porque no pude suponer como tal un libro tudesco, bastante voluminoso, encuadernado en piel de cerdo con clavos de cobre en las tapas y gruesas nervaduras en el lomo. Era un bonito ejemplar de aquella recopilación, recomendable únicamente pollos grabados en madera que la adornan, y que tan conocida es bajo el nombre de Crónica de Nuremberg. El volumen, cuyas tapas estaban entreabiertas, descansaba sobre su canto delantera.
No puedo precisar el tiempo que mis ojos permanecieron atraídos sin causa aparente por aquel viejo infolio, hasta ser cautivados por un espectáculo tan extraordinario que no dejaría de conmover intensamente ni siquiera a un hombre como yo desprovisto en absoluto de imaginación.
Vi de pronto a una mujercita sentada en el lomo del libro con una pierna recogida y otra colgando, es decir, poco más o menos en la postura que toman sobre su caballo las amazonas de Hyde-Park o del bosque de Bolonia. Por ser muy menuda no llegaba a apoyar el pie en la mesa, sobre la cual se extendía serpenteando la cola de su vestido, pero sus formas y su rostro eran de mujer. La redondez de su pecho y de sus caderas no dejaba lugar a duda respecto a este particular, ni siquiera juzgado por un viejo erudito como yo. Añadiré, sin temor a equivocarme, que era muy hermosa y de expresión altanera en el rostro. Mis estudios iconográficos me han acostumbrado, desde hace tiempo, a reconocer la pureza de un tipo y el carácter de una fisonomía. El rostro de aquella señora, sentada tan inesperadamente sobre el lomo de una Crónica de Nuremberg, expresaba nobleza y no carecía de travesura. Su aspecto era el de una reina, pero el de una reina caprichosa, y me bastó la expresión de sus ojos para deducir que reinaba en algún lugar con autoritaria fantasía. Su boca era imperiosa e irónica, y sus pupilas azules sonreían de un modo intranquilizador bajo unas cejas negras finamente arqueadas. Siempre he oído decir que las cejas negras favorecen mucho a las rubias, y aquella señora era rubia. En resumen: producía una impresión de persona mayor.
Quizá parezca incomprensible que un ser del tamaño de una botella, y que holgadamente cabría en un bolsillo de mi levita si yo fuera bastante descortés para meterla en él dé una impresión de persona mayor; pero había en las proporciones de la señora sentada sobre la Crónica de Nuremberg una esbeltez tan altiva, una armonía tan majestuosa, y su actitud era de tal modo tranquila y noble, que me pareció una persona mayor. Aún cuando mi tintero, que ella contemplaba con burlona atención como si hubiera podido leer de antemano todas las palabras que debían salir agarradas a los puntos de mi pluma, fuese para ella un estanque profundo donde se hubieran manchado hasta la liga sus medias de seda rosa bordadas de oro, aquella mujer resultaba, os lo aseguro imponente en su gracia.
Su traje, adecuado a su fisonomía, era de una magnificencia exagerada: consistía en un vestido de brocado de oro y plata y un manto de terciopelo nacarado, forrado de finísima piel gris: cubría su cabeza una toca de dos cuernos, adornada con perlas de un oriente claro y luminoso que la hacían brillar como una luna en creciente. Su mano blanca sostenía una varita que fijó mi atención de manera tanto más eficaz cuanto que mis estudios arqueológicos me han predispuesto a reconocer con alguna verdad las insignias por las cuales se distinguen las personas notables de la leyenda y de la historia. Este conocimiento me fue muy útil en aquella ocasión. Examiné la varita y comprobé que había sido labrada en madera de avellano. «Es —me dije— la varita de una hada. Por consiguiente, la señora que la lleva es una hada».
Dichoso, al saber con qué clase de persona tenía que tratar, coordiné mis ideas para dirigirle una galantería respetuosa. Me hubiera gustado mucho, lo confieso, hablarle doctamente del papel que desempeñaron sus semejantes, tanto en las razas sajona y germánica como en el occidente latino. Tal disertación, a mi modo de ver, fuera un medio ingenioso de probar mi agradecimiento a la dama por haberse aparecido a un viejo erudito contra la costumbre de las hadas que sólo se aparecen a los niños inocentes y a los campesinos incultos.
«Las hadas no dejan de ser mujeres», me decía yo; y puesto que la señora Récamier, según he oído referir a J. J. Ampére, daba alguna importancia a la impresión que a los deshollinadores producía su belleza: a la dama sobrenatural que está sentada en la Crónica de Nuremberg debe halagarla, sin duda, oír que un erudito la trata doctamente como lo haría con una medalla, un sello, una fíbula o una ficha. Pero aquella empresa costaba un gran esfuerzo a mi timidez, y me fue del todo imposible cuando vi a la dama de la Crónica sacar briosamente de un limosnero que llevaba al costado unas avellanas, las más pequeñas que yo había visto, y después de partirlas con los dientes me tiró las cáscaras a las narices mientras comía la parte carnosa con la gravedad de un niño que mama.
En tales circunstancias hice lo que exigía la dignidad de la ciencia: me callé. Pero como las cáscaras me hicieron cosquillas, me llevé la mano a la nariz y comprobé, no sin bastante sorpresa, que por haberse escurrido mis gafas hasta su extremidad, veía a la dama, no a través, sino por encima de los cristales, cosa incomprensible para mí puesto que mis ojos, cansados por los antiguos textos, sin lentes no diferenciarían una calabaza de una botella, aún cuando me pusieran las dos sobre la punta de la nariz.
Mi nariz extraordinaria por su masa, su forma y su colorido, llamó legítimamente la atención del hada, la cual se apoderó de mi pluma de oca erguida como un penacho en el tintero, y restregó mi nariz con las barbas de la pluma. He tenido varias veces ocasión de prestarme a las travesuras inocentes de las muchachas que asociándome a sus juegos me ofrecían su rostro para que lo besara a través del respaldo de una silla, o me invitaban a apagar una vela que levantaban de pronto hasta ponerla fuera del alcance de mi soplo; pero hasta entonces ninguna persona del sexo femenino me había sometido a caprichos tan familiares como hacerme cosquillas en la nariz con las barbas de mi propia pluma. Recordé felizmente una máxima de mi difunto abuelo, el cual solía decir que todo les está permitido a las damas, y que cuanto de ellas proviene es una gracia y un favor. Así pues, consideré favor y gracia las cáscaras de avellanas y las barbas de la pluma, y procuré sonreír. Es más, tomé la palabra:
—Señora —dije digna y correctamente—, honráis con vuestra visita, no a un chicuelo ni a un palurdo, sino a un bibliotecario dichoso de haberos conocido, y sabedor de que en otros tiempos enmarañabais en los establos las crines de los asnos, bebíais leche en los tazones espumosos, echabais arenilla por la espalda de las abuelas, hacíais chisporrotear el fuego en las narices de las gentes crédulas, y para decirlo de una vez, sembrabais el desorden y la alegría en la casa. Podéis además envaneceros de haber dado de noche en los bosques los más lindos sustos del mundo a las parejitas rezagadas; pero os creí desaparecida lo menos desde tres siglos acá. ¿Es posible que se os vea, señora, en esta época de ferrocarriles y telégrafos? Mi portera, que en su juventud fue nodriza, no conoce vuestra historia, y mi vecinito, que todavía no aprendió a sonarse, asegura ya que no habéis existido nunca.
—¿Qué decís vos de todo esto? —exclamó con voz argentina, mientras erguía su cuerpecillo real de manera gallarda y golpeaba en el lomo de la Crónica de Nuremberg como fustigaría a un hipogrifo.
Restreguéme los ojos, y respondí:
—No lo sé.
Aquella respuesta, impregnada en escepticismo profundamente científico, produjo a mi interlocutora un efecto deplorable.
—Señor Silvestre Bonnard —me dijo—, veo que sois un pedante. Ya lo había sospechado. El menos inteligente de los chiquillos que andan por el campo con el faldón de la camisa fuera de los calzones, me conoce mejor que todos los miembros de vuestros museos y de vuestras academias. La sabiduría no es nada, la imaginación lo es todo. Sólo existe lo que se imagina. Yo soy imaginaria; ¡me parece que esto es existir! Sueñan conmigo y me presento. En la vida todo es soñado, y puesto que nadie sueña con vos, Silvestre Bonnard, sois vos quien no existe. Soy el encanto del mundo; estoy en todas partes: sobre un rayo de luna, en el estremecimiento de un manantial oculto, en el ramaje rumoroso, entre la blanca neblina que al amanecer invade las praderas. ¡Estoy en todas partes…! Quien me conoce me adora, suspira y se estremece al ver las tenues huellas de mis pasos que hacen crujir las hojas marchitas. Me sonríen los niños; inspiro cierto encanto a las nodrizas más torpes. Inclinada sobre la cuna, agobio, tranquilizo, adormezco, ¡y aún dudáis de que exista! Silvestre Bonnard, vuestra caliente bata acolchada recubre la piel de un asno.
Callóse. La indignación hinchaba su nariz; y mientras yo admiraba, a pesar de mi despecho, la heroica cólera de aquella personita, paseó mi pluma por el tintero, como un remo por un lago, y me la tiró a la cara como una flecha, con los puntos por delante.
Me froté el rostro salpicado por la tinta. El hada había desaparecido; el quinqué se había apagado. A través de los cristales un rayo de luna descendía sobre la Crónica de Nuremberg. Soplaba un viento fresco, a cuyo impulso revolotearon las plumas, los papeles y las obleas. Moteaban la mesa manchas de tinta. Habíase quedado abierta una ventana durante la tempestad. ¡Qué imprudencia!