El demonio de la perversidad
II.
El demonio de la perversidad.
Al examinar las facultades é inclinaciones, — móviles primordiades del alma humana, — los frenólogos han dejado de enumerar una tendencia que, aunque visiblemente existe como sentimiento primitivo, radical é indestructible, no ha sido tampoco enumerada por ninguno de los moralistas que han precedido á aquellos. Todos, en la infatuacion completa de la razon, nos hemos olvidado de ella. Hemos consentido que su existencia se ocultase á nuestros ojos solo por falta de creencia, — de fé, — otra fuese la fé fundada en la revelacion ó ya en la cábala. Su idea no nos ha ocurrido jamás por efecto simplemente de su carácter especial.
No hemos sentido la necesidad de comprobar esta inclinacion,—esta tendencia. No podíamos concebir que fuese necesaria. No podíamos adquirir fácilmente el conocimiento de este primum mobile, y aun cuando por fuerza hubiese penetrado en nosotros, no hubiéramos podido comprender jamás qué papel representa dicha inclinacion en el órden de las cosas humanas así temporales como eternas. Es innegable que la frenología y gran parte de las ciencias metafísicas han sido concebidas á priori. El hombre de la metafísica, de la lógica, pretende, mas bien que el de la inteligencia y la observacion, comprender los designios de Dios, — dictarle planes. Después de haber penetrado así á su placer las intenciones de Jehovah, con arreglo á dichas intenciones ha formado innumerables y caprichosos sistemas. En frenología, por ejemplo, hemos asentado, cosa por otro lado muy natural, que por designio de Dios debió comer el hombre. Después hemos señalado en el hombre un órgano de alimentabilidad, y este órgano es el estímulo por el cual obliga Dios al hombre á que, de grado ó por fuerza, coma. Hemos decidido en segundo lugar que voluntad de Dios era que el hombre perpetuase su especie, y acto continuo hemos descubierto un órgano de amatividad. Del mismo modo hemos encontrado la combatividad, la idealidad, la casualidad y la constructividad — y en suma, todos los órganos que representan ya una inclinacion, ya un sentimiento moral ó ya una facultad de intelijencia pura. En esta recoleccion de principios de la accion humána los Spurzheimistas no han hecho más que seguir en sustancia, con razon ó sin ella, en todo ó en parte, los pasos de sus predecesores; deduciendo y asentando cada cosa con arreglo al supuesto destino del hombre y tomando por fundamento las intenciones del Creador.
Más prudente y seguro hubiese sido fundar la clasificacion (ya que por absoluta necesidad tenemos que clasificar) sobre los actos habituales del hombre, como también sobre los que ejecuta ocasionalmente, siempre ocasionalmente, que no sobre la hipótesis de que la Divinidad le obliga á ejecutarlos. ¿Cómo, si no podemos comprender á Dios en sus obras visibles, podremos comprenderle en sus impenetrables pensamientos que dan vida á aquellas obras? ¿Cómo, si no podemos concebirle en sus creaciones, habremos de concebirle en sus incondicionales modos de ser y por su aspecto creador?
La induccion á posteriori hubiera llevado la frenología hasta el punto de admitir como principio primitivo é innato de la accion humana, un no sé qué de paradógico que nosotros, á falta de palabra más propia, llamaremos perversidad. Esto, en el sentido que aquí se toma, es realmente ün móvil sin motivo, un motivo inmotivado. Por su influjo obramos sin objeto inteligible, y por si en estas palabras se encuentra contradiccion, podemos modificar la proposicion diciendo que, por su influjo, obramos sin más razon que porque no deberíamos hacerlo. No puede haber en teoría una razon más antiracional; pero de hecho no hay nada más incontestable. Para ciertos espíritus, en condiciones determinadas, llega á ser absolutamente irresistible. Mi propia existencia no es para mí más cierta que esta proposicion: la certeza del pecado ó error que un acto lleva consigo es frecuentemente la única fuerza invencible que nos obliga á ejecutarlo. Y esta tendencia que nos obliga á hacer el mal por amor del mal, no admite análisis ni descomposicion alguna. Es un movimiento radical, primitivo, elemental. Dirase, yo lo espero, que si persistimos en ciertos actos porque sabemos que no deberíamos persistir en ellos, nuestra conducta no es más que una modificacion de aquella á que dá origen la combatividad frenológica; pero una simple ojeada bastará para descubrir la falsedad de semejante idea. La combatividad frenológica tiene por causa la necesidad de la defensa personal: ella es nuestra salvaguardia contra la injusticia; su principio tiende á favorecer nuestro bienestar; así es que al mismo tiempo que la combatividad se desarrolla, crece en nosotros el deseo del bienestar. Síguese de aquí que el deseo del bienestar debiera excitarse en todo principio, que no fuera otra cosa sino modificacion de la combatividad; pero en el caso de este no sé qué, á que llamo perversidad, no solamente no se despierta el deseo del bienestar, sino que aparece un sentimiento completamente contradictorio.
La mejor respuesta al sofisma de que se trata, la encuentra cada cual examinando su propio corazon. Ninguno que lealmente consulte á su alma se atreverá á negar lo absolutamente radical de la tendencia en cuestion. Tan fácil es de conocer y distinguir como imposible de comprender. No hay hombre, por ejemplo, que en ciertos momentos no haya sentido un vivo deseo de atormentar al que le escucha con circunloquios y rodeos. Bien sabe el que así habla que está disgustando; sin embargo de ordinario tiene la mejor intencion de agradar, es breve y claro en sus razonamientos, y de sus lábios sale un lenguaje tan lacónico como luminoso; solo, pues, con gran trabajo puede violentar de tal manera su palabra; por otra parte el sugeto de que se trata teme provocar el mal humor de aquel á quien se dirige. Esto no obstante hiere su imaginacion el pensamiento de provocar aquel mal humor con ambages y digresiones, y este simple pensamiento basta. El movimiento se convierte en veleidad, la veleidad crece hasta trocarse en deseo, el deseo acaba por ser necesidad irresistible, y la necesidad se satisface, con gran pesar y mortificacion del que habla y arrostrando todas las consecuencias.
Tenemos una obligacion que cumplir y cuyo cumplimiento no admite demora. Sabemos que en el menor retardo va nuestra ruina. La crisis más importante de nuestra vida reclama nuestra inmediata accion y energía con alta é imperiosa voz. La impaciencia de poner manos á la obra nos abrasa y consume; el placer anticipađọ de un glorioso éxito inflama nuestra alma. Es preciso, es necesario que la obligacion se cumpla hoy mismo, — y sin embargo la dejamos para mañana; — ¿y por qué? No hay más esplicacion sino por que conocemos que esto es perverso; — sirvámonos de la palabra sin comprender el principio. Llega mañana y crece nuestro afan de cumplir con el deber; pero al mismo tiempo que el afan se aumenta, nace un deseo ardiente, sin nombre, de dilatar el cumplimiento de la obligacion, — deseo verdaderamente terrible, porque su naturaleza es impenetrable. A medida que el tiempo huye es más y más fuerte el deseo. No nos queda más que una hora, esta hora es nuestra. Nos hace estremecer la violencia de la lucha que en nosotros pasa, — del combate entre lo positivo y lo indefinido, entre la sustancia y la sombra. Pero si la lucha llega hasta este estremo, es porque la sombra nos obliga á ello; nosotros nos resistimos en vano. El reloj suena, su sonido es el doble mortuorio de nuestra felicidad; y para la sombra que nos ha aterrado tanto tiempo es el canto matutino, la diana del gallo victorioso de los fantasmas. La sombra huye, — desaparece, — somos libres. Nuestra antigua energía renace. Ahora trabajaríamos, pero ¡ay! ya es tarde.
Nos asomamos á un precipicio, — miramos el abismo, — sentimos malestar y vértigos. Nuestra primer intencion es de retroceder y alejarnos del peligro; pero sin saber por qué permanecemos inmóviles. Poco á poco el mal estar, el vértigo y el horror se confunden en un solo sentimiento nebuloso, indefinible. Gradual, insensiblemente esta nube toma forma como el vapor de la botella de donde se levanta el génio de las Mil y una noches. Pero de nuestra nube se levanta, al borde del precipicio, cada vez más palpable una sombra mil veces más terrible que ningun génio ó demonio de la fábula; y sin embargo no es más que un pensamiento; pero un pensamiento horrible, que hiela hasta la médula de los huesos, infiltrando hasta ella las delicias feroces de su horror. Es simplemente la idea ¿de qué sentiríamos durante el descenso si cayésemos de semejante altura? Y por cuanto esta caida y horroroso anonadamiento llevan consigo la más terrible y odiosa de cuantas imágenes odiosas y terribles de la muerte y del sufrimiento podemos figurarnos, por tanto la deseamos con mayor vehemencia. Y porque nuestra razon nos aleja violentamente del abismo, por esto mismo nos acercamos á él con más ahinco. No hay pasion más diabólica en la naturaleza que la del hombre, que espeluznándose de horror á la boca de un precipicio, siente que por sus mientes cruza la idea de echarse en él. Dejar libre el pensamiento, intentarlo siquiera un solo instante, es perderse irremisiblemente; porque la reflexion nos manda abstenernos, y por eso mismo, repito, no podemos hacerlo. Si no hay un brazo amigo que nos detenga, ó somos incapaces de un esfuerzo repentino para huir lejos del abismo, nos arrojamos á él, somos perdidos.
Si examinamos estos actos y otros análogos encontraremos siempre que su sola causa es el espíritu de perversidad, y que los perpetramos únicamente porque conocemos que no debiéramos perpetrarlos.
— Ni en unos ni en otros hay principio inteligible; de modo que, sin peligro de equivocarnos, podemos considerar esta perversidad como instigacion directa del Archidemonio, á no ser evidente que algunas veces sirve para realizar el bien.
He sido tan prolijo en cuanto llevo dicho por satisfacer de algun modo vuestra curiosidad y vuestras dudas, — por esplicaros por que estoy aqui; — y porque sepais á qué debo las cadenas que arrastro y la celda de recluso en que habito. A no haber sido tan minucioso, o no me entenderiais, ó me tendríais como á otros muchos por loco; mas despues de haber oido las anteriores razones comprendereis fácilmente que soy una de las innumerables víctimas del demonio de la Perversidad.
No es posible ejecutar un acto con deliberacion más perfecta. Durante semanas y meses enteros no hice más que meditar sobre la manera más segura de cometer un asesinato. Deseché mil proyectos porque la realizacion de todos ellos debia dejar algun cabo pendiente por donde el crimen se descubriese algun dia. Por fin, leyendo unas memorias francesas acerté á encontrar la historia de una enfermedad casi mortal que padeció Mm. Pilan por haber aspirado el tufo de una bugía casualmente envenenada. La idea hirió súbitamente mi imaginacion: yo sabia que mi víctima acostumbraba á leer en la cama; sabia tambien que la estancia en que dormía era pequeña y mal ventilada. Mas ¿á qué fatigaros con inútiles pormenores? No os contaré de qué modo logré sustituir la bugía que estaba junto á la cama con otra emponzoñada: es el caso que una mañana se encontró al hombre muerto en su lecho, y que la autoridad, despues de reconocerle, juzgó que su muerte habia sido repentina.
Yo heredé el caudal de mi víctima y todo me salió perfectamente durante muchos años. Jamás pasó por mis mientes la idea de que el crimen pudiera descubrirse: yo mismo había destruido los restos de la bugía fatal, y no había dejado sombra ni indicio, capaz de escitar la menor sospecha. Con dificultad podrá imaginar nadie cuán grande era mi satisfaccion al reflexionar sobre mi completa seguridad. Habíame acostumbrado á deleitarme con tan grato sentimiento, el cual me causaba un placer mayor y más verdadero, que cuantos beneficios meramente materiales habia reportado á consecuencia del crímen. Pero llegó una época desde la cual fué trasformándose aquel sentimiento de placer, por una degradacion casi imperceptible, hasta convertirse en un tenaz pensamiento, que con tal frecuencia ocupaba mi imaginacion que me cansaba, sin que apenas pudiera librarme de él un solo instante. No es cosa rara tener fatigados los oidos, ó más bien atormentada la memoria por una especie de tintin, ó ya por el estribillo de una cancion vulgar ó ya en fin por un trozo insignificante de ópera; no siendo menor el tormento porque la cancion ó el trozo de ópera sean buenos. Así me acontecia con aquel pensamiento; de modo que sin cesar me sorprendía á mí mismo pensando maquinalmente en mi seguridad y repitiendo por lo bajo estas palabras: estoy salvo.
Paseando un dia por la calle, caí en que iba murmurando, no ya como de costumbre, sino en alta voz las consabidas palabras; mas por no sé qué mezcla de petulancia daba al concepto esta nueva forma: estoy salvo, sí, estoy salvo; — porque no soy tan tonto que vaya á delatarme á mí mismo.
No bien había pronunciado estas palabras cuando sentí que un frio glacial penetraba en mi corazon. Yo conocía por esperiencia estos arrebatos de perversidad (cuya singular naturaleza he esplicado con harto trabajo) y recordaba muy bien, que jamás había podido resistirme á sus victoriosos ataques. Entonces una sugestion fortuita, nacida de mí mismo, esto es, el pensar que yo podria ser bastante necio para descubrir mi delito, se me presentó delante como si fuera la sombra del asesinado, y me llamara á la muerte.
Hice al momento un esfuerzo para sacudir aquella pesadilla de mi alma, y apresuré el paso, — mas de prisa, — cada vez más de prisa, — al cabo eché á correr: sentía un deseo delirante de gritar con toda mi fuerza. Cada agitacion sucesiva de mi pensamiento me abrumaba con un nuevo terror; porque ¡ay! bien sabia yo, demasiado bien, que, en el estado en que me encontraba, pensar era perderme. Aceleré aun más el paso, y corrí como un loco por las calles, que estaban llenas de gente. Alarmóse al fin el populacho y corrió detrás de mí. Yo entonces sentí la consumacion de mi destino: si hubiera podido arrancarme la lengua lo hubiera hecho; pero una voz ruda resonó en mis oidos, y una mano más ruda todavía me cogió por la espalda. Volvime y abrí la boca para aspirar; sentí en un instante todas las ágonias de la sofocacion; quédeme sordo y ciego y como ébrio; y entonces creí que algún demonio invisible me golpeaba la espalda con su ancha mano. El secreto, tanto tiempo aprisionado, se escapó de mi alma.
Dicen que hablé y me espresé bien clara y distintamente, pero con tal energía y precipitacion, como si temiera ser interrumpido antes de acabar aquellas breves pero importantes frases que me entregaban al verdugo y al infierno.
Despues de revelar lo necesario para que no quedase duda de mi crimen, caí aterrado y desvanecido. ¿Para qué decir mas? ¡Hoy arrastro cadenas y me encuentro aquí! ¡Mañana estaré libre! ¿Más, donde?