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El desafío del diablo: 13

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XI
Segunda parte de El desafío del diablo (leyenda tradicional, 1845)
de José Zorrilla
XII
XIII


XII.

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Treinta dias despues, una mañana,
en una estrecha celda del convento
donde estuvo Beatriz, agudo acento
sonó de una campana.
Y á su cóncavo son estremecidas
dos personas que habia en su recinto,
en un suspiro lúgubre y distinto
dieron señal de conservar sus vidas.
Mas de un ahora de silencio triste
dentro del aposento ambas pasaron,
severo el hombre y la mujer llorosa:
mas de una hora lenta y silenciosa
la campana esperaron.
Una mujer y un hombre
los que aguardaban eran,
ella en espeso velo
velar quiere su faz, y desconsuelo,
y en consecuencia callaré su nombre.
El hombre era un mancebo que embozado
sin ceremonia alguna hasta los ojos
mostraba los enojos
que tal vez le traian acuitado,
en su inquieta mirada
y en su postura incómoda y forzada.
De la campana al son él fue el primero
que se alzó de su silla,
y la faz melancólica, amarilla
de Don Carlos mostró bajo el sombrero.
Fijó en su compañera
una de sus miradas
confusas y taimadas,
entre desconfiada y altanera,
y con pausada voz y bronco acento
asi la dijo, y contestóle ella
de grave reflexion tras un momento.

DON CARLOS. ¿Con que profesas por fin?


BEATRIZ. ES la voluntad de Dios.


DON CARLOS. Y te sometes con gusto.


BEATRIZ. Con santa resignación.

Cuanto estorbarlo pudiera
de delante me quitó,
abrió bajo de mis plantas
la senda de salvacion,
y el rumbo de mi destino
tan claramente marcó,
que no tuve voluntad
ni escusa en tal eleccion.
Amor sentí solamente
por un hombre que murió,
y por el cual siempre hubiera
vacilado el corazon.
Tal vez en este momento,
al elegirme un señor,
tornárame á él si viviera,
mas no es dura imposicion
la que de este amor exige
el destino vengador,
si me condena á vivir
en silencio y oracion,
rogando por él al cielo
que mi inocencia miró.
Y ost baste hermano mio
de esta asunto entre los dos,
olvido al umbral del claustro
lo que en el mundo pasó.
Sed, pues, hermano Don Carlos
en él tan dichoso vos
como en mi celda encerrada
ser dichosa espero yo.
Yo os perdono los pesares
de que habeis sido ocasion,
todo cuanto á mi toca,
el mal que á él hicisteis, no.

DON CARLOS. Fue guerra noble y leal,

suya la provocacion,
tuve mas suerte ó mas tino,
y yo vencí y él cayó.

BEATRIZ Callad hipócrita vil,

callad lengua de escorpion,
no le vencisteis cual noble,
le vencisteis cual traidor.

DON CARLOS. ¡Beatriz!


BEATRIZ. Basta: vendrá un dia

en que á la par el y yo
os demandemos su muerte
ante el tribunal de Dios.

DON CARLOS. No faltaré á responderos.


BEATRIZ. Basta, hombre sin corazon;

quede desde este momento
todo el mundo entre los dos.
Yo cumple asi de mi Madre
el voto, y guardo mi honor,
y vos cumplis los deseos
de vuestra enorme ambicion.



Y en esto oyéronse pasos
en el largo corredor
do estaba abierta la celda
y entraron en procesion
con blandones en las manos,
grande aparato y rumor,
las monjas con el obispo
que á la monja apadrinó,
y el coro de los cantores
y el padre predicador.
Y tras muchas ceremonias,
y tras de larga oracion,
llevaron á Beatriz
al ara en que profesó.
Nadie preguntó en la iglesia
si tenia vocacion
para monja la novicia,
ni si iba gustosa ó no.
Hubo por oir y ver
las ceremonias mejor
alfilerazos de á tercia,
grita, vaiven y empujon.
Mucha música de orquesta,
mucho chantre de honda voz,
muchos chicos, muchos calvos,
muchos mozos de intencion
muy profana, y de curiosos
incomparable monton,
muchísima irreverencia
y muchísimo calor.
Y con esta tumultuosa
solemne inauguracion
vió el pueblo una fiesta mas
y Beatriz monja quedó.