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El desafío del diablo: 14

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XII
Segunda parte de El desafío del diablo (leyenda tradicional, 1845)
de José Zorrilla
XIII
XIV


XIII

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Una semana despues,
y en noche sombría y triste,
mientras doblaba en la torre
el esquilon de maitines,
por un callejon estrecho
y lóbregro, donde límites
tiene el convento, y do llegan
las tapias de los jardines,
ponia un hombre una escala
sobre ellas, y á que le inviten
con seña quedó esperando
de aquella escala á servirse.
Favorécele la noche,
que es tan oscura, que impide,
que las tinieblas rasgando
ni un astro en el cielo brille.
Aspero viento de octubre
azota la tierra, y gime
próxima lluvia anunciando
con neblina imperceptible.
Todo en la ciudad reposa,
ni un viviente se percibe
por las calles, ni una luz
que turbia las ilumine.
Solo á lo lejos se escuchan
las agudas y sutiles
notas del canto del gallo,
y el ronco son que al oirle
lanzan ladrando los perros
y que los ecos repiten,
y no hay en el barrio entero
quien por el barrio vigile.
Medrosas horas son estas,
y que el espíritu afligen,
porque despiertan los vanos
sueños que en el alma viven,
horas en que mil fantasmas
se levantan invisibles,
y alrededor nuestro vagan
y que nuestra fe persiguen
por ver si logran acaso,
que la fe nuestra vacile
con el pavor y el recelo
que al corazon comuniquen.
Horas medrosas son estas,
porque siempre las eligen
los que crímenes proyectan
para sus juntas y crímenes.
Mas sin pavor ni recelo,
con ánimo osado y firme,
el de la escala la calle
con pasos pausados mide.
De cuando en cuando parándose
hasta el aliento reprime
por si oye lo que sin duda
espera que ha de advertirle.
Mas ni la calma le enoja,
ni la neblina que sigue
calando sutil su capa:
ni en si pueden descubrirle
piensa, segun lo tranquilo
que permanece, el repique
oyendo del esquilon
y el eco de los maitines,
que viene á ahogarse en los aires
que hiende apenas sensible.
Señal cautelosa en esto
sonó dentro los jardines
del convento, y de la escala
empezó el hombre á servirse.
Recogióla desde arriba
y comenzando á escurrirse
del lado opuesto, la calle
dejó enteramente libre.





Y en un retirado asiento,
escondido entre unos árboles,
entre sentada y tendida
una mujer triste yace.
Y el hombre que por las tapias
saltó, á sus pies arrojándose
asi la dice, y asi ella
en los brazos estrechándole.

ELLA. ¡Con que es verdad que no has muerto!


ÉL. Solo un hombre tan infame

como tu hermano pudiera
tan gran falsedad contarte.

ELLA. Mas yo leí tu sentencia.


ÉL. Si, pero tres dias antes

del indulto que el Rey quiso,
como yo esperaba, enviarme.

ELLA. ¡Ay necia que lo he creido!


ÉL. Espero que sincerarme

no necesito contigo
de mis hechos ni mi sangre.

ELLA. No, Cesar, que los conozco

desque una noche escuchándote
os sorprendí en mi ventana,
pidiendo á Dios que me amases
como yo te amaba á tí
de verte desde el instante.

DON CESAR. Maldita sea, Beatriz,

mi fortuna miserable!
Si entonces mi entendimiento
el porvenir penetrase,
no con tu hermano mi tiempo
pasara en pláticas tales.
El corazon á estocadas
valiera mas traspasarle.
¡Oh! mi conciencia está libre,
mis hazañas criminales
como chistes se celebran;
poseo riquezas grandes
y un valor tradicional
que de mucho me precave;
yo tengo Patria y amigos;
mas, ¿qué todo ello me vale
si el único bien que anhelo
es solo el que no me cabe?
¡Ah te engañaron, Beatriz,
y á mi debieron matarme!

BEATRIZ. Me aterras, Cesar! ¿Acaso

mi monjío es mal tan grave
que no queda medio alguno…?

DON CESAR. ¡Oh, calla inocente! nadie

puede romper tus cadenas
con motivo semejante.
Si la voluntad de todos
en este negocio entrase,
yo lo compusiera en Roma
á costa de mis caudales.
Pero opuesta tu familia
mas que á tu amor á tu enlace,
y expuestos de ese Don Carlos
á los ardides cobardes
es imposible del todo.

BEATRIZ. Tu quieres desesperarme;

tus palabras son efugios
solo para abandonarme.

DON CESAR. Calla, Beatriz, que me ofendes:

no hay sacrificios capaces
de contener mi ardimiento
cuando de tu amor se trate.

BEATRIZ. Pues bien, huyamos de aquí,

Cesar; de este infierno sácame,
donde sabiendo que vives
imposible es sujetarme.
Yo misma, sí, con mis manos,
sin que mucho tiempo tarde
me daré muerte, si pronto
no me matan mis pesares.
Sé, Cesar, que son ahora
mis intentos criminales,
mas no me culpen á mí
sino a la suerte implacable.

DON CESAR. Pero y los votos!


BEATRIZ. Son nulos

pues los pronuncié ignorante,
despechada de perderte,
de la voluntad sin parte.

DON CESAR. Ay Beatriz, todo el mundo

no pudiera, no, aterrarme
con su justicia impotente,
ni sus leyes despreciables,
no hay peligros en la tierra
que me arredren ni me espanten,
mas creo en el cielo y temo
contra su ley revelarme!

BEATRIZ (levantándose.)

Ya me lo temía, ¡imbécil!
A Dios para siempre, parte!

DON CESAR. Aguarda, Beatriz, escucha.


BEATRIZ. Ya á espacio podrás hallarme.


DON CESAR. ¿Adonde?


BEATRIZ. En la eternidad,

á donde voy á esperarte.

DON CESAR. No, vive Dios; despechada

no has de quedar, ni marcharme
podré yo falso creyéndome,
ni asi enojada dejándote.
Habla, ¿qué quieres? ¿qué exiges?
Los horrendos peñascales
de Córdoba están abiertos:
si las fronteras distantes;
si no hay tiempo á otras regiones
lejanas para llevarte
volveré á ser bandolero.
¡Elige, pues, si te place!

BEATRIZ. Ah, tú eres, sí, te conozco

en tus ofertas leales;
tú eres, sí, tú eres mi Cesar
siempre generoso y grande.
Vamos, pues.

DON CESAR. Hoy imposible:

nuestra fuga que prepare
deja, ó disponte á morir
malogrados esos places
de felicidad futura.

BEATRIZ. ¿Cuándo, pues?


DON CESAR. ¿Cuándo? cuanto antes.


BEATRIZ. Mañana mismo.


DON CESAR. Mañana.

Yo haré que nada nos falte;
caballos, oro y amigos
que las espaldas nos guarden.

BEATRIZ. A Dios, pues, y hasta mañana,

que ya las hermanas salen
del coro, y acaso á mi celda
vaya alguna á visitarme
de mi salud cuidadosa.

DON CESAR. Ve, y mañana alerta estate.


Cruzó la monja el jardin,
y el bandido asegurándose
de la pared por la escala
volvió á bajar á la calle.
Quedó otra vez en silencio
todo allí, y volvió á escucharse
en la oscuridad tranquila
el son del agua y del aire.