El desprecio agradecido/Acto III

De Wikisource, la biblioteca libre.
El desprecio agradecido
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto III

Acto III

Salen OTAVIO, LUCINDO y MENDO.
OTAVIO:

  ¿En quién como en don Bernardo
puede hacer Florela empleo?

LUCINDO:

Siempre ha sido mi deseo
que este mancebo gallardo
  fuese esposo de Florela,
y le he cobrado afición.

OTAVIO:

Habladle con discreción,
por si acaso le desvela
  la dama que de Sevilla
le trajo a Madrid.

LUCINDO:

No hará,
que fuera quererla ya
más error que maravilla.
  Sin esto en Florela veo
nuevas señales de amor,
que habrán nacido en rigor,
no tanto del buen empleo,
  como de haberla mirado
don Bernardo.

OTAVIO:

Que el principio de querer
nace de ajeno cuidado.
  Amor sin ojos nació,
y así, al basilisco fiero
los hurtó, porque primero
mata el que al otro miró.

LUCINDO:

  Yo los he visto mirar
con apacibles semblantes.

OTAVIO:

La vista es lengua de amantes.
Ya habrán tenido lugar,
  por la dilación que ha puesto
Lisarda en casarse.

LUCINDO:

Tiene
poca salud, mas ya viene
mi padre, Otavio, dispuesto
  para que esta noche sea,
y yo con feliz agüero,
casar a Florela quiero,
que pienso que lo desea
  quien tiernamente la mira.
Voy a hablarle.

(Vase.)
OTAVIO:

Y yo me quedo
a consultar con el miedo
mi verdad y su mentira,
  que tengo yo que esperar,
Mendo, en celos declarados,
que son muy necios cuidados
después de ver, sospechar.
  ¡Vive Dios que es fingimiento
la enfermedad, o habrá sido
de tristeza! Amor y olvido
combaten mi pensamiento.
  Amor que a Bernardo tiene
mi casamiento dilata.

MENDO:

No te corresponde, ingrata,
si esta noche le previene.

OTAVIO:

  Su engaño, su falsa fe,
me helaron y me abrasaron.

MENDO:

¿Por qué piensas que llamaron
tirano a amor?

OTAVIO:

No lo sé.

MENDO:

  Porque todo lo acobarda.
Todos piensa que pretenden
mandarle, todos le ofenden
y, en fin, de todos se guarda.
  Siempre vive con sospecha,
como es traidor y cruel.

OTAVIO:

Yo intento guardarme dél,
pero poco me aprovecha.
  Ya Lisarda me aborrece
por don Bernardo; yo fui
la causa en traerle aquí.
Como noche se entristece
  en viéndome a mí, y con él
se alegra, claro testigo
de que anochece conmigo,
y que amanece con él.
  Con esto, Mendo, repara
en lo que hará quien la adora,
si tal noche y tal aurora
está mirando en su cara.
  Como suele el tornasol
sentir del Sol en ausencia
la rubia circunferencia
en que se retrata el Sol.
  Yo que miro en mis desvelos,
escuro su resplandor,
cierro las hojas de amor,
y me desmayo de celos.

MENDO:

  Calla, que viene aquí Sancho,
que a mí también me ha ofendido.

OTAVIO:

Llámale, Mendo, Bellido,
y seré yo el rey don Sancho.

(Entran SANCHO y INÉS, él trae un azafate con un tafetán.)
SANCHO:

  Darás aqueste azafate
a Lisarda, tu señora,
que don Bernardo, mi amo,
con voluntad generosa
quiere alegrar la sangría.

INÉS:

Bien le debe esta lisonja,
si la sangría es por él.

SANCHO:

Bien lo siente, y bien lo llora.

INÉS:

¡Oh, si la vieras sangrar!

SANCHO:

¿Hubo desmayo de rosas?
¿Hubo «apriéteme quedito,
morireme si no afloja
la cinta, y píqueme cuanto
baste a que la sangre corra»,
y otros melindres ansí?

INÉS:

Hubo, con espada corta,
que en dos vainas de marfil
el acero blanco aforra
una fuente de rubíes,
de un brazo senda de aljófar,
que de un monte de azucenas
dio en una barca redonda.

SANCHO:

Basta, poética Inés.
Yo creo tu cultilona
musa, y que eres vocablista
tengo por cosa notoria.
Dale el azafate.

INÉS:

Adiós.

OTAVIO:

¡Hola, Inés, hola!

INÉS:

En las olas
del mar dio el barco azafate;
plega a Dios que no se rompa.

OTAVIO:

¿Qué es esto que te dio Sancho?

INÉS:

No sé cierto, algunas cosas
que don Bernardo la envía,
que usan en la corte agora.

OTAVIO:

Es excelente persona
don Bernardo, su nobleza
vence toda ejecutoria.

INÉS:

Esto han de hacer los amigos
por los amigos.

OTAVIO:

Importa
a conservar la amistad.
Los buenos regalan y honran.
¿Darás licencia que quite
el tafetán?

INÉS:

Basta y sobra
que sea tu gusto.

OTAVIO:

¿Banda?
Bueno, ¿y con ella una joya?
¡Qué discreta prevención!

INÉS:

Tú a lo menos te desposas
con ella, y no le das nada.

OTAVIO:

Azafates de almas solas
le envían mis pensamientos.

INÉS:

Bien, que no hay cosa que coman
las sangradas, como almas.

OTAVIO:

¿En pena no?

INÉS:

Ni aun en gloria.
Hay mujer (y está en lo cierto)
que quiere más una alcorza
que cuatro canastas de almas.

OTAVIO:

Deshechas de amor las toman.

INÉS:

No lo creas, aunque vengan
en gigote o pepitoria,
que con almas invisibles
ni se vende ni se compra.

OTAVIO:

Libro de memoria es este.
Pues di, ¿libro de memoria
es bueno para sangrías?

INÉS:

No entiendo de ceremonias.
Descuido pienso que fue
de Sancho.

OTAVIO:

Si cantos y orlas
fueran diamantes, pasara
por joya rica y gustosa,
pues sin adorno alguno
sospecho, pues no le adorna,
que es para escribir en él
cómo recibe las joyas
mejores, ante escribano.

INÉS:

Con palabras misteriosas
me hablas. Voy a llevarlas,
que no sé qué te responda.

OTAVIO:

No digas que he dicho nada.

INÉS:

¿Yo, por qué?

(Vase.)
OTAVIO:

Vete en buen hora.

MENDO:

Confieso que son tus celos
justos.

OTAVIO:

¡Lisarda alevosa!
¿Qué aguardo?

MENDO:

Alevosa no,
que estar sin culpa la abona,
y ser necio don Bernardo.

OTAVIO:

¿Pues dónde quieres que ponga,
o por qué cuenta, este libro
de memoria, que a dos cosas
puede servir: o a que escriba
en él, y que él corresponda
en el mismo a mis favores,
o a ser empresa amorosa
para decir que la tenga
dél, pues ha de ser mi esposa.
¡Fuego del cielo en mi amor,
si hubiese pasión tan loca
que pusiese, con casarse,
en aventura la honra!
No más, basta que la mía
de haber tenido se corra
tal pensamiento Alejandro,
a mi venganza perdona;
que la he de intentar de suerte
por ser tú mi sangre propia,
que solo pare en desprecio;
que en gente ilustre no es poca.

(Salen LISARDA, con la banda, y FLORELA.)
LISARDA:

  Es mandarme prevenir
para la muerte.

FLORELA:

No hables,
que son locuras notables
las que empiezas a decir.

LISARDA:

¿Qué importa, si he de morir?

FLORELA:

Mira que te escucha Otavio.

LISARDA:

No hay, Florela, amante sabio.
No sé como este no siente
en mí tan nuevo accidente,
y en él tan notable agravio.

OTAVIO:

  Envidia tengo, Lisarda,
a quien con tal cortesía
supo alegrar tu sangría,
y tan justo premio aguarda.
¡Oh, cómo vienes gallarda
con esa banda, en que ya
descansando el brazo está
de la fuerza y de la ira,
con que tantas flechas tira,
con que tantas muertes da.
  Aunque pierda yo tu abrazo,
me alegra ver, dulce prenda,
que se pase amor la venda
desde los ojos al brazo.
Llegó de su vista el plazo,
ya ve el amor para ser
más prudente en escoger
los que importa que lo sean,
y aun hace a muchos que vean
lo que no quisieran ver.
  Ya mira con discreción,
ya no tira amor atento,
ya mira el merecimiento,
ya estima la obligación,
ya sabe hacer elección.

OTAVIO:

Pero aunque importa mirar,
¿cómo es posible tirar
teniendo el brazo sangrado?
Y en esa banda acostado,
no se querrá levantar.
  Amantes, ya no hay quien prenda,
venid a pedir favor,
porque tiene el brazo amor
atado a su propia venda.
No hayáis miedo que le estienda,
¿pero quién habrá que crea
que esta dulce banda sea
para encubrir su afición,
cortina del corazón,
porque nadie se le vea?
  Pues yo pienso que le he visto,
y como toda la historia
vi en un libro de memoria,
a la de mi amor resisto.
Nunca imposibles conquisto;
que es locura, aunque de buenos,
y no quiero, por lo menos,
aventurar mi osadía,
ni es justo que historia mía
ande por libros ajenos.

LISARDA:

  Que no has sabido hacer,
Otavio, quieres culpar;
quien no me quiere alegrar,
no me debe de querer.
¡Celos antes de mujer!
Pero, ¿para qué tratas,
hombre, de quien desconfías?
Buscarle estuvo en tu mano,
menos cuerdo y cortesano,
y no alegrara sangrías.
  Si don Bernardo, tu amigo,
ha sabido que esto es uso
de la corte, y se dispuso
a ser tan cortés conmigo,
tus celos, crüel castigo
a mi corazón le dan,
que no es prenda de galán,
antes ponérsela es
como a sitial de tus pies,
cubrirle con tafetán.
  Suele torcerse en la calle
alguna dama el chapín,
y ella detenerse a fin
desea que el brazo halle,
sin reparar en el talle
algún hombre, y así enlazo
mi brazo deste embarazo,
no porque estimase yo
la banda, por quien la dio,
sino porque tenga el brazo.
  Mi sangre se ha de sentir,
que cuando alegre y gallardo
me la alegra don Bernardo,
tú me la quieres pudrir.
Que vuelvan, quiero pedir,
a sangrarme, aunque rehuya
el brazo de parte suya.
Banda me manda traer,
y esta servirá de ser
la medida de la tuya.

OTAVIO:

  No te la quites, Lisarda,
que no ha de esperar la mía,
que en lo imposible porfía
la noche que dueño aguarda.
¿Pero ya, qué me acobarda,
cuando de quejas mayores,
que celos de tus favores
la media noche abiertas
están hablando tus puertas,
y deste jardín las flores?
  Pregúntale al tocador
quién durmió en él, quién tenía
por huésped, y todo un día
mereciendo tu favor;
y juzga tú si al honor
lo del tocador le toca.
Si así te tocas, ¿qué loca
pasión podrás disculpar
lo que se llega a tocar
con las manos y la boca?
  Si por mí, Lisarda bella,
Lisardo en tu casa está,
primero salió de allá
que yo le trujese a ella.
Esto para dueño en ella
me desmaya, y me desalma,
me mata, y me tiene en calma,
y no te admire el rigor,
que tengo aquel tocador
atravesado en el alma.

LISARDA:

  En fin, Florela, cumpliste
la palabra y el deseo
de intentar que don Bernardo
fuese tuyo (¡estraños celos!),
como si fuera ya mío,
cuando es Otavio mi dueño.
Pero no ha sido razón
quererle por malos medios,
contándole lo que estaba
entre las dos tan secreto.
¿Tú eres hermana? ¿Tú, ingrata?
¿En qué Arabia, en qué desierto
de Libia nacen más fieras,
fieras que en tu pecho fiero?
¿Hay tal maldad, tal traición?

FLORELA:

A satisfacer no acierto
tu engaño, aunque de tu agravio,
con justa causa me quejo.
Pero de que no lo he sido,
Lisarda, deste suceso,
solo pongo por testigo
al cielo, y le pido al cielo
que aquí me quite en tus ojos
la vida, si culpa tengo.

(Salen LUCINDO, DON BERNARDO y SANCHO.)
DON BERNARDO:

Estimo, señor Lucindo,
la merced que me habéis hecho,
y del señor Alejandro
tan honroso ofrecimiento,
que su hija, y vuestra hermana,
merece más alto empleo,
y yo le acetara a estar
más libre, pero no quiero
engañaros, que no es justo.

LUCINDO:

¿Sois casado?

DON BERNARDO:

No es por eso.

LUCINDO:

¿pues por qué?

DON BERNARDO:

Porque una noche
maté, incitado de celos,
un hombre en este lugar,
y cuando temo estar preso,
no viene bien que me case.

LUCINDO:

Y si está vivo ese muerto,
¿no os podéis casar?

DON BERNARDO:

Si es vivo,
puede ser, mas no lo creo.

LUCINDO:

Bien podéis.

DON BERNARDO:

¿Cómo?

LUCINDO:

Yo soy,
aunque dándome en el pecho
aquella fuerte estocada,
tomé posesión del suelo.

DON BERNARDO:

¿Vós érades?

LUCINDO:

Yo, que estaba
con Dorotea.

DON BERNARDO:

Ahora quiero
daros mil veces mis brazos.

LUCINDO:

¿Qué respondéis?

DON BERNARDO:

Que lo acepto,
en escribiendo a mis padres,
que bien sabéis que no puedo
sin su bendición y gusto.

LUCINDO:

Sois hijo obediente, honesto.
Allí están mis dos hermanas,
pedirlas albricias quiero.
Florela, ya estás casada.

FLORELA:

¿Qué dices?

LUCINDO:

Que voy con esto
a decir a nuestro padre
que don Bernardo es tu dueño.

LISARDA:

¡Qué súbito embajador!
El parabién darle quiero
a don Bernardo.

FLORELA:

Lisarda,
tu buen término agradezco,
mas no vayas por mi vida,
que tengo celos, y temo
que desbarates la boda.

LISARDA:

Ahora bien, yo te obedezco,
hasta saber si dijiste
a Otavio nuestro secreto,
pero ¿no podré tratarle
de otras cosas?

FLORELA:

¿A qué efecto?
¿Qué tienes tú que enviar
a las Indias con sus deudos?
Pues en la Contratación
de Sevilla, mucho menos
tienes negocios, Lisarda.
Dame solo este contento
de no hablarle, pues te queda
después de casados tiempo
para cuanto nos quisieres,
después que no tenga celos,
hacer merced a los dos.

LISARDA:

Vamos, Florela, no quiero
que pienses que yo te quito,
como dices, tu remedio.

(Vase.)
SANCHO:

Sospecho que te has casado,
si no es que estando más lejos
de lo que quisiera estar,
entendí mal lo que temo
de tu fácil condición.

DON BERNARDO:

Siempre fácil te parezco.
El hombre muerto le puse,
y de mi prisión el miedo
por objeción a Lucindo,
de no hacer el casamiento,
mas díjome que era él.

SANCHO:

Ya entendí todo el suceso.

DON BERNARDO:

No se puede responder
a un casamiento propuesto
con libertad, que es agravio
de la dama y de sus deudos.

SANCHO:

En el monte de Sanlúcar,
que mira verdes cabellos
de sus pinos, en las aguas
del mar de España soberbio,
cuando parten a las Indias
los navegantes modernos,
que cudiciosos del oro
no ven los peligros ciertos,
hay un gatazo, señor,
que sentado en uno dellos
está diciendo: «Tornau,
tornau», sonando los ecos
en las naves, con que muchos
se desembarcan de miedo.
Yo pues, señor, que te miro,
yo pues, señor, que te veo
por obligado embarcado
en el mar deste concierto,
y dentro del prodigioso
galeón San Casamiento,
desde el monte de mi amor,
desde el pilar de mi celo,
estoy diciendo: «Tornau,
tornau, tornau, caballero»,
hecho gato de lealtad
contra gatos de dinero,
que donde es grande el peligro,
nunca fue bueno el provecho.

DON BERNARDO:

No fuera horror, como piensas,
Sancho, sino grande acierto
el casarme con Florela,
lo que temo y lo que siento,
lo que temo y lo que miro,
lo que gano y lo que pierdo,
lo que adoro, lo que olvido,
lo que busco, lo que dejo,
es el amor de Lisarda,
que con saber que no puedo
contrastar tanto imposible,
todo se me abrasa el pecho.
Díjele, Sancho, a Lucindo,
que escribiría primero
a mis padres, a Sevilla,
por hallar en este medio
remedio de no casarme.

SANCHO:

De tu claro entendimiento,
en la obligación que tienes
al regalo que te han hecho,
no pudo salir, señor,
más ajustado y discreto.

DON BERNARDO:

Inés viene.

(Sale INÉS.)
SANCHO:

Bella Inés,
¿qué quieres?

INÉS:

Dalle a tu dueño
este libro de memoria.

SANCHO:

¿Pues no le hablas?

INÉS:

No puedo
que no tengo orden de arriba.

SANCHO:

De arriba a abajo te quiero,
pero parece que traes
la faz a orza. ¿Qué es esto?

INÉS:

Desdichas.

SANCHO:

¿Cómo desdichas?

INÉS:

¡Y qué desdichas!

SANCHO:

¿Pucheros?
Mira que soy sevillano.
Declárate, porque luego
clamoreen por el hombre;
que desde aquí te prometo
por el alma de Escamilla,
que fue de los bravos duelo,
una mohada y dos chirlos,
y si repara a lo diestro,
la conclusión y adiós.

INÉS:

No puedo hablarte.

DON BERNARDO:

¿Qué es eso,
Sancho?

SANCHO:

Este libro me ha dado
Inés, los ojos al sesgo.
No sé lo que significa
tan notable sentimiento.

DON BERNARDO:

Aquí en la primera hoja
(Lea.)
dice: «Ya se ha descubierto
cuanto ha pasado, y Otavio
trueca en agravio sus celos.
Mi honra y mi vida están
en que salgáis luego, luego
desta casa y de Madrid.
Si me queréis como os quiero,
dulce señor de mi vida,
esto os suplico, esto os ruego.
La triste Lisarda.»
¡Ay triste!

SANCHO:

Murió un señor deste reino,
y la señora viuda
escribió a un encomendero
labrador, que se llamaba
Pero García, en un pliego,
materia de sus negocios,
y con aquel sentimiento
firmó la triste duquesa;
y el buen hombre, respondiendo
a su carta y su tristeza,
firmó la suya, diciendo:
«el triste Pero García».
Agora, señor, que veo
firmar la triste Lisarda,
que respondas te aconsejo,
por igual dolor, el triste
don Bernardo, que a tu ejemplo,
si la triste Inés me escribe,
el triste Sancho de Oviedo
le respondo.

DON BERNARDO:

¿Agora burlas?
¿Este es tiempo, majadero?

SANCHO:

Ya lo veo yo, señor,
que es de majaderos tiempo,
porque no entiendo, ni sé
cómo viven los discretos.

DON BERNARDO:

Yo te diré cómo viven.

SANCHO:

¿Cómo?

DON BERNARDO:

Callando y sufriendo.

(Entran OTAVIO y MENDO.)
MENDO:

  Repórtate, señor, y no le hables
con el rigor que dices, que no es justo,
que sus acciones son menos culpables.

OTAVIO:

  ¿Quieres que sufra yo tanto disgusto?
¿Cómo podré?

DON BERNARDO:

¿Qué es esto, Otavio amigo,
que me parece que venís sin gusto?
  Y cuando yo me voy, no iré conmigo,
si no quedáis con él, que yo os deseo.

OTAVIO:

¿Cómo que os vais?

DON BERNARDO:

Lo que es forzoso os digo.

OTAVIO:

  Pues tan súbitamente, no lo creo.

DON BERNARDO:

Bien lo podéis creer, pues no he podido
escusar el peligro en que me veo,
  mozo en la Corte, nuevo y bien nacido,
con padres y dinero, y Dorotea
que promete mejor que andar perdido.
  Don Gonzalo de Córdoba desea
que me vaya con él a esta jornada.
¿Pues dónde un noble la nobleza emplea
  como sirviendo al Rey? Porque la espada
mejor parece allí, que aquí tomando
con guante de ámbar guarnición dorada.
  Estuvieron mis padres obligando
al gran duque de Sesa, cuando en Roma
estuvo la embajada ejercitando,
  y agora el sucesor mi amparo toma
y me acomoda con su heroico hermano,
que tantas veces los herejes doma.
  Ya os acordáis que se le opuso en vano
al valeroso joven, descendiente
de aquel famoso capitán cristiano,
  que llamaron el Grande justamente,
en Alemania el conde Palatino,
y que gigante le rompió la frente.
  Pues hoy, Otavio, estaba de camino,
que ya su majestad le ha despachado,
y acompañarle Otavio determinó.
  No puedo, por la prisa que me han dado,
besar la mano a vuestra dulce esposa,
abrazalda por mí, que me ha obligado,
  así a Lucindo y a Florela hermosa,
así a Alejandro y la familia toda,
que mi partida es súbita y forzosa.

OTAVIO:

  Justo fuera que honrárades mi boda.

DON BERNARDO:

Perdonadme, no puedo detenerme.
Tú, Sancho, los caballos acomoda.

(Vase.)
MENDO:

  ¿Al fin, Sancho, te vas?

SANCHO:

Voy a ponerme,
no Mendo entre los barcos de Sevilla,
donde en cama de plata el Betis duerme,
  mas donde con alguna almondeguilla
de plomo, en caldo de figón mosquete,
no me dejen quijada, ni costilla.
  Dios me deje volver a Tajanete.
Dale un abrazo a Inés, que me ha obligado,
y depárele Dios un buen jinete.
  Al pastelero de la esquina he dado
algunas pesadumbres, y le debo
de hojaldres y pasteles un ducado.
  Pagarasle por mí, que no me atrevo,
como voy a morir, a deber nada
a Dios.

MENDO:

¿Pues lloras?

SANCHO:

Soy soldado nuevo.

('Vase'Texto en negrita.)


MENDO:

  Mal encubriste la pasión formada
de tus celos injustos.

OTAVIO:

No he podido
lisonjear la voluntad forzada.

MENDO:

  No fue justo mostrarte desabrida
con quien ya se partía por sospechas
de agravio que tu propio le has fingido.

OTAVIO:

  Yo sé de donde salen tantas flechas.
No me consueles, Mendo, cuando vienes,
que vienen todas al honor deshechas.

MENDO:

  Siempre fueron culpadas las mujeres.

OTAVIO:

Siempre lo son los hombres que las miran
para engañarlas.

MENDO:

Riguroso eres.

OTAVIO:

Conozco el blanco donde todos tiran.

(Sale FLORELA.)
FLORELA:

  Antes que nuevas te den
de que ya tu grande amigo
no solo será testigo
de que te empleas también,
  sino tu hermano y cuñado.
Albricias vengo a pedirte,
y a alegrarte y a decirte,
como queda concertado,
  que no haya más dilación
que cuanto a Sevilla escriba.
Mira cómo amor se priva
con celos de la razón,
  cuando sospechaste mal
de tan cuerdo y tan gallardo
caballero.

OTAVIO:

Don Bernardo
es hombre tan principal
  que nunca dél lo creí.
De lo que estuve quejoso
ya no lo estoy, ni celoso
de quien se aparta de aquí
  para no volver jamás.

FLORELA:

¿Cómo para no volver?

OTAVIO:

No pienso que puede ser
ver a don Bernardo más,
  porque a Alemania partió
con el generoso hermano
del duque de Sesa.

FLORELA:

En vano
flor a la aurora nació
  mi dicha, pues en los yelos
de la noche se han cerrado
sus hojas. Tú le has echado
de aquí con tus necios celos.

OTAVIO:

  Yo, Florela, no te aguardo
por ignorante mujer.

FLORELA:

¿Pues qué causa pudo haber
de partirse don Bernardo?

OTAVIO:

  No verme casar, que amor
tal vez a la ausencia apela,
y aquesto basta, Florela,
que es mucho a quien tiene honor.

(Vase.)
FLORELA:

  Cubierta de lucidas banderolas,
la nave indiana el rumbo a España gira,
entra en el golfo y procelosa mira,
trepando el mar, las gavias españolas.
Allí, por escapar las vidas solas,
mas mira al cielo, que al amaina y vira,
y últimamente la esperanza espira
en competencia de montañas de olas.
Mas sirve de consuelo, que se lanza
al dulce puerto por el golfo incierto,
y que le goza, mientras no le alcanza.
Pero ha sido en mí grave desconcierto
la desdicha mayor de mi esperanza,
romper la nave sin salir del puerto.

(Vase.)


(Salen DON BERNARDO y SANCHO, de camino.)
DON BERNARDO:

  Es imposible pasar
desta venta.

SANCHO:

¿Estás en ti?

DON BERNARDO:

No, que si estuviera en mí,
pudiéramos caminar;
  pero así como quien tiene
vicio, Sancho, de beber,
que no acierta a andar, ni a ver
lo que va, ni lo que viene,
  este vino de mi amor,
que por los ojos bebí,
me marea y lleva ansí.

SANCHO:

Vuelve a proseguir, señor,
  el viaje, que en volver
atrás se aventura tanto,
que de escucharte me espanto.

DON BERNARDO:

Necio, ya no puede ser.

SANCHO:

  Pues un hombre que salió
de Madrid para Alemania,
más feroz que león de Albania,
en una venta paró.
  ¿Con qué, valeroso Cid,
quieres que amor te corone?

DON BERNARDO:

Alemania me perdone,
que yo me vuelvo a Madrid.

SANCHO:

  ¿Pues en Madrid qué has de hacer?

DON BERNARDO:

Ver a Lisarda casar,
que verla me ha de templar
de Otavio propria mujer.

SANCHO:

  Antes te dará más celos

DON BERNARDO:

Yo sé que amor cesará.

SANCHO:

Yo sé que amor te dará
mayor fuego y más desvelos.
  Hay en Écija insufrible
calor en todo el verano,
y a un caballero ecijano
pregunté cómo es posible
  que sufran tanto calor,
si aun aquí nos abrasamos.

DON BERNARDO:

¿Qué te respondió?

SANCHO:

«Buscamos
el aposento menor».
  Así tú, muy necio, vas
a buscar de tu amor ciego,
donde quepa menos fuego,
habiendo en lo menos más.

DON BERNARDO:

  No te quiero tan chistoso,
Sancho, cuando estoy muriendo.

SANCHO:

Trátame bien, que me ofendo
dese nombre vergonzoso.

DON BERNARDO:

  Antes agora se usa
por excelente vocablo.

SANCHO:

Entre los usos del diablo,
ese no ha tenido escusa.
  ¡Chistoso! ¿Qué diferencia
de cualquier afrenta tiene?

DON BERNARDO:

Este necio me entretiene
con su cansada elocuencia.
  Saca los caballos presto,
que no he de pasar de aquí.

SANCHO:

Desde Sevilla salí
a obedecerte dispuesto.
  Mas, ¿qué disculpa hallarás
que a tantos celos contente?

DON BERNARDO:

Fingir algún accidente.

SANCHO:

A buscar tu muerte vas,
  el buen suceso me ampare,
que adivino desde aquí
que me han de matar a mí
de lo que a ti te sobrare.
  ¡Ea!, ya soy tu trompeta,
ponte a caballo: mas di
qué me darás, porque aquí
te dé una invención discreta
  para volver sin agravio
de Otavio a Madrid.

DON BERNARDO:

¿Con veinte
escudos hay harto?

SANCHO:

Tente.
Di que encontramos, a Otavio,
  la estafeta de Sevilla
en el camino, y que vuelves
por cartas.

DON BERNARDO:

La duda absuelves.
Tu ingenio me maravilla.
  Es cosa puesta en razón.
¿Veinte dije?, sean cuarenta.

SANCHO:

¡Cómo al amor contenta
cualquiera loca invención!

DON BERNARDO:

  Es estremada cautela.

SANCHO:

Mucho yerras en volver;
que temo que te han de hacer
casar con la tal Florela.

DON BERNARDO:

  ¡Necio temor te acobarda!
Que no habrá, en esto me fundo,
mujer para mí en el mundo,
si no lo fuere Lisarda.

(Vanse.)
(Salen LISARDA y INÉS.)
LISARDA:

  ¿Tú le viste partir?

INÉS:

Presto te olvidas
del libro de memoria.

LISARDA:

Pues ¿qué quieres,
pues todas las mujeres
son, tal vez, atrevidas?
Mire mi honor, que quien su honor desprecia
lloró después arrepentida y necia.
  Echarle fue discreto desvarío,
mas yo sé que en lo mismo te vengaste,
si el alma me llevaste,
dulce Bernardo mío;
que no pasara yo tan triste vida
si trocara las almas tu partida.
  Temor de Otavio y de Florela celos,
que ya tu casamiento pretendía,
me dieron osadía
entre tantos recelos
para apartar de ti con mil enojos,
no el alma que te di, sino los ojos,
  ¿qué harán sino cegar estando ausentes?
Si tienes mi desdicha por agravio,
gozaralos Otavio
convertidos en fuentes;
y no te espantes si tu ausencia lloran,
que están dentro dos niñas que te adoran.
  Con unido rocío los estremos
baña la noche al día, y la luz pura
del sol en sombra obscura,
y así los dos seremos,
tú el sol, la noche yo, Bernardo mío,
tierra mi amor, mis lagrimas rocío.

INÉS:

  ¿De qué te sirve que fatigues tanto
tu espíritu, señora, en imposibles?

LISARDA:

En males insufribles
parece ocioso el llanto,
pero es engaño, que si el llanto amansa
furia de amor, el corazón descansa.

INÉS:

  El día más alegre en las mujeres,
aquel suele llamar en que se casan;
¡y tú, señora, quieres
(tales desdichas pasan)
hacer que el más lloroso y triste sea!

LISARDA:

Llámele alegre quien casar desea,
  que para mí lo fuera, Inés, el día
que pudiera trocar tan nuevas galas
y esa falsa alegría,
que a la mayor igualas,
en negro luto y blancas tocas.

INÉS:

Mira
que en brazos de la noche el sol espira.
  Tus deudos, tus crïados, los amigos
de tu padre y hermano traen a Otavio.

LISARDA:

Todos, de tanto agravio,
vendrán a ser testigos.

INÉS:

Finge alegría, que entran en la pieza.

LISARDA:

No lo puedo acabar con mi tristeza.

(Salen acompañados OTAVIO, LUCINDO, ALEJANDRO, FLORELA y MENDO.)
ALEJANDRO:

  Luego que se den las manos,
vayan a llamar, Lucindo,
los músicos, porque quiero
que con mucho regocijo
se celebre el desposorio.

LUCINDO:

Tan cuerdo, tan triste miro
a Otavio, que me da pena.

FLORELA:

Y yo estos días le he visto
con menos gusto tratar
su casamiento.

ALEJANDRO:

Imagino
que la mudanza de estado
la causa, Florela, ha sido.

MENDO:

Estremos están los novios,
Inés, Otavio muy tibio
y Lisarda mesurada.
¿Qué es esto?

INÉS:

Un retrato al vivo
de los novios de Hornachuelos:
él con ojos de novicio
y ella trocada en los viernes
la cara de los domingos.

(Salen DON BERNARDO y SANCHO rebozados.)
SANCHO:

Plega a Dios que no te cueste
el venir tan atrevido
alguna desdicha.

DON BERNARDO:

Calla,
que el alboroto y ruido
de la casa nos defiende,
para no ser conocidos,
y en viéndolos dar las manos,
volveremos al camino,
tú sin miedo y yo sin alma,
ni conocidos, ni vistos.

SANCHO:

¿Esto quieres?

DON BERNARDO:

Si no puedo,
Sancho, por más que porfío
dejar de verlos casar.

SANCHO:

Tienes tan fuerte capricho,
que hasta verlos acostados,
y por ventura con hijos,
no querrás salir de aquí.

ALEJANDRO:

Ya que mis deudos y amigos
están presentes, ¿qué falta?

FLORELA:

Que se den las manos.

LUCINDO:

Primo,
llegad, llega tu Lisarda.

(Al acercarse el uno al otro, dirá OTAVIO, deteniéndola:)
OTAVIO:

Que te aguardes te suplico,
Lisarda.

LISARDA:

¿Por qué?

OTAVIO:

Yo soy
quien te ha querido y servido,
como sabéis.

LISARDA:

Es verdad.

OTAVIO:

Pues yo soy agora el mismo
que no te quiero, y te dejo,
que este desprecio es debido
al tuyo, que en este tiempo,
ingrata a tantos servicios,
a tanto amor y deseo,
quisiste al mayor amigo
que tuve, y por mi desdicha
Lisarda a tu casa vino;
aguardé para vengarme
a término tan preciso
que fuese mi libertad
de tu desprecio castigo.
Con esta resolución,
que te cases te permito
con quien quisieres.

LUCINDO:

No es hecho
de hombre noble y bien nacido.
La sangre que tienes mía
sacarte quiero.

ALEJANDRO:

Lucindo,
detente, que dice bien.
Si esto es ansí, mi sobrino,
la culpa tiene Lisarda,
si es verdad lo que le dijo.

(Mientras se pone en medio de los dos, llega por un lado SANCHO a LISARDA, y dice.)
SANCHO:

Señora, escucha.

LISARDA:

¿Quién es?

SANCHO:

Sancho, señora, Sanchico.

LISARDA:

¿Pues no os fuisteis a Alemania?

SANCHO:

Sí, mas ya habemos venido
como brujos por los aires.
En efeto habemos visto
al bravo rey de Süecia
y al gran conde Palatino,
en Móstoles de Alemania.

LISARDA:

¿Viene Bernardo contigo?

SANCHO:

Aquel es que está embozado.

LISARDA:

Padre, hermano, deudos míos,
no averiguéis si es bien hecho
o mal hecho lo que hizo
Otavio en desprecio vuestro,
que desde este punto digo
que se ha de llamar de todos
el desprecio agradecido,
porque si aqueste desprecio
para mi remedio estimo,
lo que va de mal casada,
a estarlo con gusto mío,
justo será que se llame
el desprecio agradecido,
y que le agradezca a Otavio
desprecio que es beneficio.
Yo estoy casada.

ALEJANDRO:

¿Con quién?

LISARDA:

No esta lejos mi marido.
¡Desembozaos, caballero
y dadme la mano!

DON BERNARDO:

(Desembózase.)
Afirmo
con dárosla y con el alma,
señora, cuanto habéis dicho.

LUCINDO:

¿Es don Bernardo?

DON BERNARDO:

Yo soy.

SANCHO:

Y yo, Inés, a tu servicio,
Sancho de Oviedo, hijodalgo
como un pernil de tocino.

INÉS:

¿No eres soldado?

SANCHO:

¿Qué quieres,
si en tres días he corrido
de Móstoles a Alarcón?

OTAVIO:

Aunque pudiera contigo
enojarme, don Bernardo,
tu casamiento confirmo,
y de Lisarda a Florela,
pues que viene a ser lo mismo,
daré la mano y el alma.

ALEJANDRO:

No puede haber sucedido
mayor dicha en tal desprecio.

LISARDA:

Por eso el poeta dijo,
senado, que se llamase
El desprecio agradecido.