El dios Momio
Nota: se ha conservado la ortografía original, excepto en el caso de la preposición á.
Hace pocos días, viajando por la línea del Norte, llegué a suponer que el billete que yo había tomado en la esta- ción de Zumárraga sería íalso.
Y mis temores eran fundadísimos, porque mi billete no se parecía a ninguno de los que llevaban los siete compañeros de viaje que ocupaban el vagón conmigo .
El mío era de cartón, mitad encarnado, mitad azul. Los que los demás viajeros enseñaban al Interventor, cuando éste los exigía, ni eran de cartón, ni encarnados, ni azules.
Eran unos pedazos de papel, más grandes ó más chicos, pero desiguales todos.
Un caballero, a quien conozco de vista porque le suelo ver en coche particular por las calles de Madrid, enseñó al revisor una hoja de papel que llevaba en su cartera en cuatro dobleces, y le fué devuelta en el acto.
Al lado de este caballero viajaba un matrimonio, conocidísimo por su posición desahogada. El marido entregó al revisor un papelito blanco, apaisado, que el empleado le devolvió después de mirarlo un instante.
Tres viajeros que iban al lado y enfrente de esta pareja mostraron asimismo diferentes papeles, en los que había algo escrito ó autografiado.
Por último, el que iba a mi lado sacó una tarjeta de cartón Bristol, diciendo con aire de mando: «El pase». Y el empleado ni lo miró siquiera.
Al llegar a una de las estaciones inmediatas, el tren, que sólo debía detenerse cinco minutos, no partía. Oíanse en un coche próximo voces descompuestas, amenazas y palabras mayores. La curiosidad me hizo bajar para ver lo que sucedía.
El Interventor sostenía un animado diálogo con un caballero que viajaba en un reservado con su señora, niños y criados.
Decían así:
El caballero. — Mi pase dice que viajan conmigo ocho personas.
El Interventor. — Sí, señor, pero las dos que faltan...
El caballero. — ¿No le he dicho a usted que van en otro vagón?
El Interventor. — ¿Y no le he dicho a usted que eso está prohibido?
El Caballero. — ¡Le digo a usted que le ha de costar muy caro!
El Interventor. — Yo le digo a usted que no puede costarme ni caro ni barato el cumplir con mi obligación. Usted lleva seis billetes de primera a mitad de precio y dos de segunda. Es así que van aquí dos criados en primera, luego van indebidamente, y ahora mismo me paga usted doble precio por estos dos criados hasta la frontera.
El Caballero. — ¡No tendría usted la culpa!
El Interventor, — ¡No, señor; la tendría usted!
El Caballero. — Daré parte al Director, que es amigo mío y le separarán a usted.
El Interventor. — Lo dudo, porque estoy cumpliendo con lo que la Empresa me manda.
El Caballero (exaltadísimo ya toda voz), — ¿Usted sabe quién soy yo?
El Interventor (encogiéndose de hombros) . — Un viajero.
Merece capítulo aparte el electo que al viaje- ro le hizo que le llamaran tal.
¡Allí fué el sacar apellidos, títulos y honores!
Se llamaba diez ó doce Aeces Guzmán, González, Ladrón, Santiponce, y qué sé yo qué más, especialmente Ladrón de No Sé Qué, aunque el revisor decía que de billetes. Era, no sé si Duque, ó Archiduque ó Príncipe; Senador del Reino, Teniente General, Caballero gran cruz ele varias españolas, americanas y extranjeras; tercer accionista del Banco de España; ex-ministro y ex- embajador; era, en fin, la Guia de Forasteros, que iba a tomar baños.
Y aquel hombre no podía consentir que siendo tanta cosa, un empleado fiel le impidiera defraudar a la Empresa, como al parecer quería.
Pero no hubo remedio: el Interventor se disponía a llamar a la Guardia Civil para que la ley se cumpliera; el Jefe de la estación daba la razón al que la tenía, y el Hombre- Guia pagó, no sin amenazar al empleado con quitarle el empleo en volviendo a Madrid, pues él era muy amigo de los Consejeros; y al decir todo esto, agitaba convulso un papel blanco, igual ó parecido a los que mis compañeros del vagón usaban cerno billetes.
Entonces, y viendo que el tren andaba ya. subí precipitadamente al furgón para no quedarme en tierra; y como delante de mí subió el Interventor, le rogué que me explicase el poder de los papeles blancos y aquel honrado revisor de la Empresa me refirió cosas curiosísimas.
Desde que comienza el verano, la mitad ó más de los viajeros van provistos de billetes a menos precio del que marcan las tarifas. Los hay de mitad, de tercera, de cuarta parte. Los hay que permiten viajar en primera por el coste de segunda, y los hay de segunda que permiten viajar por el coste de tercera.
Esto parece probar que los viajeros españoles son pobres, y, sin embargo, no hay tal cosa.
Generalmente, los que viajan así son ricos. Los que blasonan de ser todo lo que era el caballero del vagón de al lado.
Son los cpue toman una villa en el extranjero, por la que pagan de alquiler miles de francos, y no se conforman a pagar a la Empresa de su país más que la mitad de lo que debieran.
La Empresa no recibe el diluvio de cartas y peticiones de los pobres ni de los modestos viajeros de segunda clase. Los que viajan casi de balde son los que tienen dinero de sobra.
Estos no vacilan en ir a Biarritz, a Arcachón, á San Juan de Luz, a Pau ni a Burdeos, a dejar en los hoteles lo que tal vez pagan doble de su precio; pero necesitan pedir un favor que significa cinco ó seis duros.
El modesto comerciante, el humilde empleado, el propietario rural, el escritor sin renta, el artista sin relaciones, no conocen a la Empresa, no saben suplicar por poco dinero, viajan con su billete entero, tienen que mermar su temporada de baños, van de un punto a otro juntitos y apretados, porque nadie les pone el cartelito que dice: RESERVADO, para que puedan ir tres donde deben ir ocho.
En cambio, observad quienes son los dichosos. Son senadores, generales, ex-ministros, banqueros, títulos, comendadores y caballeros. Son los que tal vez en un grave discurso se lamentarán de los grandes fraudes al Estado, y no pueden viajar si no defraudan de alguna manera, porque para ellos se hicieron esos cartelitos tan en uso. Viajan por la mitad, y viajan anchos, y a cada momento han de sacar el reloj para hacer constar que el tren va con retraso, lo cual no pueden consentir de ninguna manera.
¡Cosa providencial! ¡Estos viajeros ni descarrilan ni chocan.
Dos años hace que un pobre soldado que iba con licencia a su casa para curarse unas calenturas tuvo que ponerse de uniforme para ir a mitad de precio hasta Utrera. ¡Con liebre y vestido de paño!
Era en el mes de Agosto, y al llegar a Córdoba se liquidó y hubo que recogerle en un cubo.
— ¡Ay, amigo mió! — le dije al Interventor cuando llegábamos a Beasain. Usted me cuenta los perjuicios que sufre su Empresa. Yo le contaré a usted los que sufren las mías.
— ¿Las de usted?
— Sí a fe, porque yo considero como mías a todas las empresas de teatros; y ha de saber usted que todos los que viajan a cuarta parte de precio son casi los mismos que van al teatro con lo que llamaría un matemático menosprecio, porque el que no paga representa una cantidad negativa.
— ¿Qué me dice usted?
— La verdad.
Y entonces comencé a contarle yo a él cosas no menos graves.
— ¡Pensará usted que todos los concurrentes á los teatros, esos caballeros y esas señoras tan compuestos y emperejilados que habrá usted visto en palcos y butacas, se gastan diariamente 30, 40 ó 50 reales!
¡Creerá usted que los que lógicamente deben entrar gratis, como son los autores, los periodistas y las familias de los actores, son los únicos que disfrutan del espectáculo!
¡Ah! ¡Si usted viera todas las mañanas las cartas que el empresario y el autor de la comedia en juego reciben de muy altos y muy pode- rosos señores, que les ruegan con cariñosas frases un vale ele dos ó tres butacas!
Madrid es un pueblo alegre, aristocrático, distinguido. Allí todos son elegantes, todos lucen; pero crea usted que pagan muy pocos.
¡Si usted viera cuantas mujeres bonitas, discretas, elegantes, hasta formales, si usted me apura, escriben a los empresarios y les hacen cara de Pascua para lucir por la noche sus encantos de balde!
El modesto concurrente a la galería y al anfiteatro, ese estimabilísimo individuo de la clase media, que va al teatro por ver la comedia, que la escucha desde el principio al fin, que no entra tarde ni se impacienta temprano, ese nos juzga y nos lleva su parte alícuota, que contribuye á la vida de la empresa, y del escritor, y del artista; pero la coqueta sin fortuna, el político sin gusto, el rico sin largueza, la viuda sin amigo, el vanidoso con seis hijas y el tronado con pretensiones, esos van con un billete que tampoco es de cartón, sino de papel blanco, y, créalo usted, son los primeros que silban las comedias que no les divierten.
Hay unos cuantos ricos que viajan en salón y se abonan a palco; otras cuantas familias que antes que pedir un favor de tan poca cantidad no viajarían, ó no irían a los teatros; pero los demás.... crea usted que forman parte de un culto nuevo, de una religión que va a acabar con la de usted y la mía....
— ¿Y cuál es? — preguntó riendo mi nuevo amigo.
— Un momento; acabo en seguida.
Conozco a un matrimonio de los que se ven en todas partes. La mujer llevó en dote 10.000 duros, que su esposo se jugó al bacarrat en un año. El esposo es un señorito que no ha logrado ser nada, ni ocuparse en nada, porque no sirve para nada....
— Pero....
—Muy pronto acabo. Marido y mujer viven con los padres. Dicho se está que almuerzan y comen a cuarta parte. Tienen un pase de libre circulación en el tranvía, que los deja a la puerta del teatro. En el teatro entran con billete de favor, y luego van a tomar chocolate a casa de una generala prima suya. En la primavera les da la empresa del Norte dos billetes gratis hasta San Sebastián, y allí pasan seis meses en casa de una tía. En el otoño vuelven a Madrid y comienzan de nuevo.
Estos son, pues, los nuevos sectarios, los sacerdotes del nuevo Dios de Madrid, del ídolo de moda, que para nombrarlo de una vez, es.... el DIOS MOMIO.