Carta a un Grande de España

De Wikisource, la biblioteca libre.
Obras Completas de Eusebio Blasco
Tomo XI, Malas Costumbres
(Apuntes de mi tiempo).
Carta a un Grande de España

Nota: se ha conservado la ortografía original, excepto en el caso de la preposición á.

EL MUNDO

CARTA Á UN GRANDE DE ESPAÑA
I

El mundo es un baúl. En la vida moderna se viaja con el mundo a la espalda. Es cosa tan indispensable, que se vende ya por las calles como los periódicos, como los artículos de primera necesidad, como todo lo que es de uso imprescindible é inmediato.

Todas las mañanas veo a dos zagalones que llevan cogido por las asas uno de esos baúles colosales, donde nuestras señoras colocan el equipaje, y que van gritando desaforadamente; «¡El baúl-mundo se vende!» Las razas han degenerado; hoy somos raquíticos, enclenques, mientras que nuestros an- tepasados eran fuertes, vigorosos, membrudos.


II

Los baúles, en cambio, han triplicado de tamaño. Lo que hemos perdido en sangre lo hemos ganado en ropa. No podemos viajar sin llevar con nosotros un mundo de cosas.

Pero fuerza es confesarlo: el mundo no es la maleta de los hombres, es el baúl de las mujeres.

Acuérdate ¡oh, Román! de cómo viajábamos tú y yo por Italia hace diez años.

Fuimos desde el Mont-Cenis a Brindisi, deteniéndonos en todas las poblaciones importantes de aquel hermoso país, y recorriendo todas las diferentes comarcas de que se compone. Todo lo vimos, lo visitamos todo. Dos meses de continuo viaje nos proporcionaron la temporada más feliz de nuestra vicia.

¿Recuerdas nuestro equipaje?

Como en Italia no se concede peso alguno al viajero, y todo es exceso menos lo que se lleva a la mano, y como tú y yo éramos dos muchachos solteros, viajeros artistas, que nos parábamos donde mejor nos parecía, y no teníamos que consultar más que a nuestro capricho, llevábamos por todo equipaje un saco de noche, que colocábamos en el hueco que hay bajo el asiento,

y cuyo contenido era el siguiente:

Cuatro camisas de color, que nos lavaban y planchaban en los hoteles de un día para otro.
Dos camisas de dormir.
Seis pañuelos de a peseta.
Un traje de hilo, que nos costo en Florencia cincuenta liras.
Seis pares de calcetines.
Un par de guantes.
La gorra de viaje.
Una docena de cigarros para el consumo del día.

Y la Guia del viajero en Italia.

Con este ligero equipo, cuyo continente no ocupaba medio metro cuadrado, y cuyo contenido no nos había costado cuarenta duros ni mu- cho menos, estuvimos en Turín, en Bolonia, en Milán; de allí fuimos a Ancona y a Rímini; a Pésaro, patria de Rossini, y a Urbino, cuna de Rafael; nos detuvimos en Loreto; pasamos a Ravena para visitar la tumba del Dante; volvimos a Bolonia, y después de un día de descanso, fuimos a Pistoja y a Pissa; llegamos a Florencia, donde nos detuvimos algunos días; visitamos Venecia, Nápoles, Carrara, Pompeya, Herculano, el Vesubio; pasamos a Venecia; retrocedimos, entramos en Roma; hicimos innumerables excursiones a mil y mil lugares artísticos, históricos y de recreo; volvimos atrás; pasamos a Suiza por el Tirol italiano...; en una palabra, viajamos durante dos meses, que aun hoy, al cabo de diez años, me parecen un sueño.

Y no nos ocupábamos de facturar equipaje alguno. Nuestra maleta tenía algo de compañera modesta, a quien llevábamos del brazo por todas partes, y como ni teníamos obligaciones ni necesidades, no nos acordábamos del mundo, porque el mundo era estrecho para nosotros.

Si no íuera una cita cursi, de puro mafioseada, ayer, antes de comer contigo y con tu señora, te hubiera saludado como el héroe troyano a su amigo de marras:

¡Quantum mutatur ab illa!


III

Tú, que entonces eras agregado sin sueldo a una embajada, te casaste poco después con la hija de un Grande. Hoy eres Grande también, á pesar de tu poca estatura, y disfrutas de una renta como yo para mí deseo.

Y ayer, al ir, según mi costumbre de todos los lunes, a comer a tu casa, me encontré a la Condesa, tu mujer y mi amiga, ocupada en hacer su equipaje, pues, según me dijo, os marcháis esta tarde a Biarritz.

Permíteme que antes de despediros dé a conocer a las modestas madrileñas que no salen este verano, y a los maridos que tienen el valor de salir éste y otros, lo que vi sumergirse en el mundo de tu señora, cuyo tamaño (el del baúl) no puedo calcular aproximadamente.

Yo creo que la sima de Iguzquiza debe ser una cosa así; no recuerdo bien si el cráter del Vesubio tiene dos metros y medio más de anchura que la boca del baúl condal; pero no será mucho más, de seguro; en cuanto al lago de Como, creo que si 40.000 aguadores lo trajeran en cubas para encerrarlo en este cajón de cuero con clavos dorados, el agua no pasaría de la di- visión de enmedio.

Pero allá va la lista de lo que una mujer comme il faut debe llevar a Biarritz para una temporada de mes y medio.

Docena y media de camisas.
Seis pares de enaguas.
Doce pares de pantalones.
Doce pares de medias de seda.
Seis pares de botas.
Seis de zapatos.
Seis batas de batista.
Un corsé de moaré blanco.
Otro de raso negro.
Seis peinadores.
Veinticuatro pañuelos.
Cuatro trajes negligé.
Cuatro de medio vestir.
Cuatro de vestir del todo.
Un sombrero blanco.
Otro azul.
Otro rosa.
Otro que va bien con todos los trajes.
Seis sombrillas.
Diez abanicos.
Doce pares de cuellos y puños.
Un neceser precioso.
Una caja de polvos de arroz.
Otra de alfileres blancos.
Otra de negros.
Otra de imperdibles.
Una caja redonda de cartón con cerquillos de pelo postizo.
Una cesta de labor.
Papel de cartas con timbre imperial.
Sobres timbrados de oro y azul.
Un devocionario.
Un rosario de malaquita y engastes de plata.
Un velo para ir a misa.

Y otra caja de cartón llena de corbatas, frascos con esencias, ñores artificiales, pañuelos de encaje, lazos de mil colores, alfileres de pecho, peinas, horquillas con cabezas doradas, coronas condales de oro para sujetar los chales, borlas, espritSy estampas para el libro de misa, gemelos de teatro, brazaletes, sortijas, guantes de piel de Suecia y novelas francesas.

Todo esto cayó como piedra en el abismo, dentro, de aquel espectáculo inconmensurable; y calculando por lo bajo y sin contar las alhajas, pues esas íorman parte de los regalos de boda y dote de tu esposa, yo, que sé los precios de las cosas modestas, te aseguro, aunque a tí te hayan dicho lo contrario, que el equipaje de tu mujer se puede tasar en cuatro mil doscientos duros.

IV

Ahora bien:

En Biarritz hallaréis un sin fin de amigos que no son ricos como vosotros, que no tienen una renta como la vuestra; pero que viajan como vosotros viajáis y hacen vuestra vida.

Esto me hace pensar en la pluralidad de los mundos. Me figuro a ochocientos maridos asomados a la boca de ese pozo Airón, donde sus adoradas mitades van arrojando al comercio de Madrid en forma de zarandajas, y les comparo con el niño Jesús que habrás visto representado mil veces sosteniendo al mundo en la palma de la mano.

Y en seguida hallo justificados la animación y el trasiego que hay siempre en los juzgados municipales. Adivino por qué hay tanto suicidio; sé por qué se ve con tanta frecuencia en los paseos y en los teatros ese grupo nacional, compuesto de una señora y dos caballeros, que forman lo que se llamó antaño en Italia triángulo equilátero; y al revés de los moralitas, que ven la razón de todo esto en que el mundo esta perdido, yo la encuentro en que el mundo está lleno.

Recuerdo nuestros viajes de hace diez años con aquella maleta de lona y sin exceso alguno; te envidio la renta que te permite ver sin aflicción el universo de tu señora, mi respetable amiga. En cuanto a mí, sigo viajando solo, porque, te lo aseguro, no quiero pasar por la terrible prueba de los que, esclavos de la vanidad, la moda y la señora (que son tres mujeres), en cuanto llega el momento de emprender un viaje, sienten que el mundo se les viene encima.

Hace dos años encontró en San Sebastián a un marido solo:

— ¿Y la señora?

— Se quedó en Madrid porque está enferma. El médico le ha prohibido el movimiento de los trenes...

El año pasado volví a encontrarle en Portugalete, solo.

— ¿Y la señora?

— No se ha resuelto a salir de Madrid por tan pocos días.

Aquel hombre me recordó el cuento de la diligencia. Iban cuatro viajeros en la vaca, to- mando el sol y tragando polvo.

El primero decía:

— Yo viajo aquí arriba, porque en la berlina me ahogo. ¡Á lo menos aquí se respira!

El segundo exclamaba:

— ¡Yo soy artista! ¡Prefiero la vaca, porque aquí se admira el paisaje!

El tercero, fumando:

— Yo voy en lo alto, porque puedo fumar sin que refunfuñen las señoras.

El cuarto viajero, con amarga sonrisa:

— ¡Pero qué desconsiderados son ustedes! No me han dejado ni una sola excusa, y voy a tener que decir la verdad. ¡Yo voy aquí porque esto es lo más barato!

¡Ah! Si hace diez años se nos hubiese agregado una mujer en nuestro viaje, y hubiera pre- tendido que la lleváramos con nosotros, de seguro que los dos le hubiéramos dicho a la vez, señalando al enorme baúl, lo que Cristo decía cuando andaba por los vericuetos: «Mi reino no es de ese mundo.» Vade retro, mujer moderna, para el hombre tan cara!


V

Os deseo felicísimo viaje. Pero debo advertirte que a la vuelta de dos ó tres años, cuando seas papá, viajarás con cinco ó seis personas, y el globo de la Condesa no será bastante a contener lo que querrán echarle. Necesitará dos, y yo entonces iré a felicitarla, porque, además de su título y su grandeza, tu mujer será señora de dos mundos, como la España de nuestros mayores.