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El empleado del coche-cama: 1

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Capítulo I

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A las once de la noche, en el expreso París-Roma, el empleado procede á la operación de convertir en lechos el asiento y el respaldo del departamento que ocupo.

Mientras golpea colchonetas y despliega sábanas, empieza á hablar con la verbosidad de un hombre condenado á largos silencios. Es un expansivo que necesita emitir sus ideas y sus preocupaciones. Si yo no estuviese de pie en la puerta, hablaría con las almohadas que introduce á sacudidas en unas fundas nuevas, sosteniendo su extremo entre los dientes.

—Triste guerra, señor—dice con la boca llena de lienzo—. ¡Ay, cuándo terminará! Mi hijo...mi pobre hijo....

Es más viejo que los empleados de antes; no tiene el aire del steward abrochado hasta el mentón que acudía en tiempo de paz al sonido del timbre con un aire de gentleman venido á menos, de Ruy Blas que guarda su secreto. Más bien parece un obrero disfrazado con el uniforme de color castaña. Es robusto, cuadrado, con las manos rudas y el bigote canoso. Habla con familiaridad; se ve que no le costaría ningún esfuerzo estrechar la diestra de los viajeros. Su hijo ha muerto; su yerno ha muerto; los dos eran empleados de «la compañía», y los señores de la Dirección le han dado una plaza para que mantenga á sus nietos. El personal escasea; además, él conoce el italiano, por haber trabajado algún tiempo en un arsenal de Génova.

—Yo era antes torneador de hierro—dice con cierto orgullo—, obrero consciente y sindicado.

Una leve contracción de su bigote, que equivale á una sonrisa amarga, parece subrayar este recuerdo del pasado. ¡Qué de transformaciones! Luego, el viejo socialista añade á guisa de consuelo:

—Hay que tomar el tiempo como se presenta. Algunos «camaradas» son ahora ministros en compañía de los burgueses, para servir al país. Yo hago la cama á los ricos, para que coma mi familia.... ¡Ay, mi hijo!

Adivino su deseo de echar mano á la cartera que lleva sobre el pecho para extraer cierto pliego mugriento y rugoso. Ya me leyó dos páginas media hora después de haber subido al vagón. Es la última carta de su hijo, enviada desde las trincheras. Conozco igualmente la historia del muerto: un mozo esbelto, de rubio bigote y finos ademanes, que atraía las miradas de las viajeras solas, haciéndolas reconocer la injusticia de la suerte, que reparte sus bienes sobre la tierra con escandalosa desigualdad. Le hirieron en Charleroi, y curó á los quince días; luego volvieron á herirle en el Yser, y pasó dos meses en cama; finalmente lo alcanzó un obús en un combate sin nombre, en una de las mil acciones obscuras por la posesión de unos cuantos metros de zanja. El padre consiguió verlo, una sola vez, en un hospital de París. En realidad no lo vió, pues sólo tuvo ante sus ojos una bola de algodones y vendajes sobre una almohada; un fajamiento de momia, del que partían ronquidos de dolor y una mirada vidriosa y resignada.

—Le habían destrozado la mandíbula, señor; no podía hablar. El cráneo también lo tenía roto.... Y ya no le vi más. Ahora lo tengo en un cementerio cerca de París, y voy á visitarle siempre que estoy libre de servicio.

No llora, no puede llorar. Su dolor, en vez de escaparse á través de los ojos, se esparce por el cerebro, corre entre las cordilleras de los lóbulos, se desliza como humo de suave locura por las revueltas callejuelas de sus anfractuosidades. Empieza á mostrar la pesadez del maniático, hablando á todos del muerto; ve el universo entero á través de su hijo.

A pesar de esto, se da cuenta de que yo deseo dormir y deja para el día siguiente la repetición de su historia, siempre nueva é interesante para él. «¡Buenas noches!» Media hora después, tendido en la obscuridad, oigo en el inmediato pasillo su voz que domina el chirrido de los ejes, la melopea de oleaje costero que lanzan las ruedas, los saltos crujientes del vagón, iguales á los de un camarote de trasatlántico. Habla con unos oficiales ingleses que van á embarcarse en Brindis; les lee la última carta de esperanza. Los cortos espacios de silencio traen hasta mi, caprichosamente, algunos renglones, como pedazos de papel arrastrados por el huracán: «Papá: cuando termine la guerra....»