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El empleado del coche-cama: 3

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Capítulo III

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Algo entrada la mañana salgo al pasillo. Los vidrios de las ventanas están opacos á causa del frio exterior. Por los regueros que traza el vaho al licuarse se ven montañas altísimas y blancas, bosques de hayas encaperuzadas de algodón, caseríos que tienen gruesos planos nos de nieve sobre las vertientes de sus tejados. Estamos atravesando la Saboya francesa; subimos, con bruscas alternativas de lobreguez de túnel y picante luz de nieve, las laderas de los Alpes. Nos aproximamos á Italia.

El viejo habla con la dama de compañía, que parece humanizada por la emoción. Tiene aún en la mano la carta mugrienta y trágica, que acaba de leer una vez más.

Cuando vuelvo de tomar el desayuno en el vagón-restorán, le encuentro solo. Me habla de la gran dama, que ocupa todo un departamento, y de su acompañante, que viaja con tanto desahogo como la señora. ¡El dinero que debe tener esta duquesa!... Y sin embargo, sufre lo mismo que él: más aún tal vez. Él tiene su hija, los hijos de su hija, y los tres niños que ha dejado el héroe obscuro cuya carta lee á todos. La gran señora no tiene á nadie en la tierra. Su nieto era el único heredero de su nombre y su fortuna. Las pairías, los millones, van á pasar á lejanos parientes.

Me señala una gran caja de cartón que ocupa derecha todo el espacio entre dos puertas. La ha entreabierto poco antes la dama de compañía. Contiene una corona que cubrirá en Brindis el féretro del aviador al ser descendido á tierra.

—¡Una maravilla!—dice—. La ha comprado en Londres esa señora alta y enjuta. Hay en ella palmas y flores, muchas flores, que parecen de verdad. Se podría adornar con ellas un centenar de sombreros de precio.

El antiguo obrero «consciente» reaparece á través de esta admiración.

—¡Ah, el dinero!... Hasta en la muerte nos separa. ¡Y pensar que cuando yo visito á mi pobrecito hijo sólo puedo llevarle ramos de violetas de á diez céntimos!...

Veo á la duquesa al pasar ante la puerta de su camarote. Está erguida en su asiento, con la capota blanca y negra, de la que pende un largo velo, enguantada, rígida, lo mismo que la vi en la noche anterior, como si no hubiese dormido. Contempla el nevado paisaje que pasa veloz por las ventanillas; pero su pensamiento se halla lejos.

Me entrego á la lectura, y de pronto me distrae un rumor de voces en el departamento inmediato. Es el empleado que habla y la duquesa que habla igualmente. Adivino fragmentos de la carta del pobre muerto: «Confianza, papá. Aún quedan para nosotros días felices....» La curiosidad me hace transitar por el pasillo. El viejo está de pie, con la gorra puesta, como corresponde á un hombre que viste uniforme. La gran señora ha perdido el arrebol de su fresca vejez; amarillea, se lleva á los ojos las puntas de un guante. Tal vez es ella la que ha llamado al hombre, al conocer su historia por el relato de su acompañante; tal vez el viejo se ha introducido en su camarote, con el atrevimiento del dolor.

Vuelvo á oír desde mi asiento el rumor de sus voces. Ahora es la duquesa la que lee, lentamente, con las vacilaciones que acompañan á una traducción. Tiene en las manos la última carta de su nieto; y el empleado, que no puede llorar, lanza ronquidos de pena cuando la voz de la duquesa hace una pausa. Su entusiasmo y su dolor ignoran la manera correcta de manifestarse: «¡Nombre de Dios, qué mozo!... Y pensar que estos son los que mueren, y quedamos nosotros, señora, que no servimos para nada.»

Vuelvo á pasar ante la puerta abierta. El viejo se ha sentado junto á la gran dama, que llora en silencio. Sus manazas toman instintivamente, sin saber lo que hacen, la diestra enguantada y fina, oprimiéndola cariñosamente.

—¡Ah, señora duquesa!...

La voz suena respetuosa y tímida, pero sus manos y sus ojos son confianzudos y tiernos. Habla con ella lo mismo que si fuese una comadre llorosa de su barrio, abrumada por una noticia fatal. Decididamente la guerra ha trastornado todas las organizaciones. Los socialistas son ministros y los viejos obreros revolucionarios acarician las manos de las duquesas que lloran. Nos aproximamos á la frontera italiana. Veo el chamberguito con pluma de gallo y el ferreruelo gris de los cazadores alpinos. El tren refrena su marcha ante las primeras casas de la estación de Modàne. Vamos á cambiar de vagón. El empleado, con un esfuerzo doloroso, vuelve á la realidad y corre de un lado á otro para devolver sus billetes á los pasajeros. Yo le doy cinco francos. «Muchas gracias.» Y me abandona, sin bajar siquiera las maletas que están en la cornisa de red. Los oficiales británicos no le dan nada. El inglés supone que cada hombre recibe la recompensa de su trabajo, y no quiere ofenderle con una limosna llamada propina. Las condesas de las múltiples coronas le entregan con gesto teatral una pieza de dos liras, y él se la guarda sin mirarla. Toda su atención está concentrada en el servicio de la duquesa. Llama á los mozos de la estación, les va pasando los bultos del equipaje, desciende al muelle para vigilar cómo los apilan en una carretilla. La gran señora se aproxima para decirle adiós, y él le estrecha la mano, ante los ojos escandalizados de la acompañante.

Algo siente entre los dedos que le estremece y le hace mirar su mano. La duquesa conoce la parsimonia de su acompañante, encargada de los pequeños desembolsos, y es ella la que da la propina. ¡Cien francos!... El viejo duda ante el billete, ve á los nietos, ve á su hija que trabaja del amanecer á media noche, pero luego lo rechaza.

—¡Ah, no, señora duquesa!

Él es de su mundo, y su mundo tiene reglas de hidalguía y buena educación como cualquiera otro. A nosotros pueden tomarnos el dinero; somos extranjeros que pasan indiferentes junto á su persona. Pero no aceptará un céntimo por servir á un camarada, á un amigo con el que ha chocado el vaso. Y él ha bebido con la gran señora; han saboreado juntos el vino de la tristeza y del consuelo, han tocado sus copas rebosantes de dolor. Adivina ella estos sentimientos confusos con su delicadeza de alta dama, y no insiste, volviendo á guardarse el billete. Habla en inglés, y su acompañante, con visible molestia, toma de la carretilla una gran caja de cartón, la corona admirada, y se la entrega al viejo.

—Para su hijo, para la tumba del héroe.

Y se aleja majestuosa á pesar de su ancianidad, marchando por el andén como si fuese una galería de la corte.

El empleado queda al pie del vagón, con los brazos ocupados por la caja, sufriendo la vergüenza de no poder ocultar sus lágrimas, que se deslizan hasta el duro bigote.

—¡Señora duquesa!... ¡Ah, señora duquesa!