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El final de Norma: Cuarta parte: Capítulo IV

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El final de Norma
de Pedro Antonio de Alarcón
4º parte: Capítulo IV: De cómo un cadáver se embalsamó a sí mismo


La Isla del Nordeste -continuó Alberto- es la más septentrional del archipiélago de Spitzberg, y está desierta como las otras. En la que da su nombre a todo el grupo creo que hay una colonia rusa, habitada sólo los veranos... Pero yo no buscaba rusos, Serafín; ¡yo buscaba la augusta soledad de una Naturaleza muerta!

Así es que desembarqué en aquella isla, mayor que muchos reinos de Europa, solo, con mi escopeta al brazo y no sin cierto estremecimiento de orgullo al pensar que era yo el único morador de aquel vasto territorio, ¡su rey, mejor dicho, como Adán lo era de todo el planeta cuanto apareció en él!

Mediaba a la sazón la primavera de aquel país; pero hacía un frío de todos los diablos.

Algunos fresales silvestres crecían sobre un suelo siempre nevado: las adormideras blancas y las siemprevivas florecían a la sombra de añosos cedros abiertos y desgajados por el frío, y en el zócalo de los témpanos de hielo que se recostaban sobre los montes se extendía el liquen o musgo blanco... He aquí toda la vegetación de la Isla del Nordeste.

El burgomaestre, ese buitre del Polo, el mallemak y los rotgers cantaban y volaban de cumbre en cumbre...; pero por ninguna parte veía cierto pájaro que yo buscaba, y sobre el cual había leído muchos embustes...

-¿Qué es eso, Serafín? ¿Te duermes? Atiende, ¡voto a bríos! que se acerca la catástrofe.

El pájaro que yo buscaba era el apuranieves.

Ya había andado cosa de media legua por el interior de la isla, cuando el sol rompió la aterida niebla... Inmediatamente vi en la cumbre de un picacho de hielo cierta especie de tórtola, cuyas doradas plumas resplandecían al sol de tal manera, que parecía un ave de oro, o, mejor dicho, de fuego...

¡Era la que yo buscaba!

Apuntéle en seguida; pero la tórtola me vio, y, levantando el vuelo, se fue a posar en una hendedura formada por dos hielos seculares...

Avancé hacia allí con precaución; mas no con tanta que el apuranieves dejase de tener tiempo de adoptar alguna por su parte...

Ésta consistió en introducirse por aquella grieta.

Desesperado con este contratiempo, y decidido a no volver a bordo sin un apuranieves, trepé a la montaña y me deslicé por la hendedura.

Entonces vi con asombro que aquel pórtico de constante hielo daba entrada a una extensa gruta, al fin de la cual brillaba también la luz del día.

El apuranieves estaba parado en aquella salida de la galería de cristal, y fulguraba al sol como un ascua.

A mí me rodaban las tinieblas.

Como la crujía natural en que me hallaba era enteramente recta, apunté al pájaro desde el centro y solté el tiro...

El apuranieves cayó al otro lado de aquella mina.

Iba a, buscarlo, cuando sentí que se estremecía toda la gruta, y que los témpanos se desplomaban por todas partes con fragoso ruido. Aquella galería no era de rocas, sino de hielos seculares.

Creí perecer.

La salida y la entrada se habían obstruido juntamente, privándome de todo escape y de toda claridad.

Quedé, pues, en tinieblas, en el centro de un terremoto.

Al poco tiempo crujió la techumbre, y empezó a desmoronarse también alrededor de mí.

La luz entró a torrentes en la destrozada gruta.

Yo me puse de un brinco en el primer claro que vi sin techo, y, ya más tranquilo, esperé a que terminase el trastorno que había causado mi imprudencia.

Pero, como si el cataclismo no hubiese tenido más objeto que el asustarme, no bien me coloqué en salvo, terminaron los crujidos y los hundimientos.

Entonces miré a mi alrededor buscando salida, y con ánimo de buscar también el apuranieves.

Pero, al girar la vista, mis ojos tropezaron con otros ojos...

¡Diablo, Serafín! ¡Estremécete!...

¡Aquellos ojos eran humanos, y tan resplandecientes y negros como los míos!

Y, sin embargo, yo me hallaba solo en la gruta.

¡Aquellos ojos estaban dentro de un témpano!

Al punto creí que mi propia imagen, refractada por el hielo, estaba enfrente de mí...

Pero cuando vi que aquellos ojos correspondían a una cara, y que aquella cara no era la mía, y que a la cara seguía un cuerpo vestido de blanco, tendido a lo largo del témpano, y que aquel cuerpo era el de un hombre engastado en cristal, el de un hielo convertido en hombre, el de un cadáver helado..., ¡diablo, Serafín! te lo juro, no fue «¡Diablo!» lo que dije, sino «¡Dios!» «¡Dios!», una y otra, y muy repetidas veces.

¡Lo que más me extrañaba era que aquel cadáver tenía los ojos abiertos, lucientes, con la chispa vital vibrando en la pupila!

Era un hermosísimo mancebo, vestido con una blanca túnica escandinava, manchada de sangre por muchos puntos. Su mano estrechaba un objeto, en que reconocí una caja de plata. Largos cabellos negros, erizados por el frío polar y por el de la muerte, rodeaban su blanco rostro, sellado aún con la postrera angustia. Parecía una imagen del Crucificado tendido en su santo sepulcro.

Y no te extrañe nada de esto, Serafín... Yo ya sabía que no hay embalsamamiento más perfecto y durable que la congelación, y hasta había visto que en todos estos países se usa el hielo, en vez de la sal, para conservar frescas las carnes durante años enteros...

De cualquier modo, mis primeros momentos fueron de espanto, de terror...

Luego me asaltó la curiosidad. ¿Quién había llevado allí a aquel hombre? ¿Quién le había dado muerte? ¿Qué significaba aquella caja que el cadáver tenía en la mano?

Entonces empecé a romper el hielo con el cañón de mi escopeta, y al cabo de una hora había logrado arrancar la caja de la mano del cadáver...

Abrila a duras penas, y encontré un legajo de papeles, en cuyo sobre decía:


«MEMORIAS DEL jarl RURICO DE CÁLIX,
escritas en la hora de la muerte, y dirigidas a sus Hermanos de Malenger.

Spitzberg, 18...»