El final de Norma: Primera parte: Capítulo III
Llegó El Rápido a Sevilla, y como de costumbre, ancló cerca de la Torre del Oro.
La orilla izquierda del río es un magnífico paseo, adornado por esta parte con extensísimo balcón de hierro, al cual se agolpa de ordinario mucha gente a ver la entrada y salida de los buques.
Serafín Arellano paseó la vista por la multitud, sin encontrar persona conocida.
Saltó a tierra, y dijo a un mozo, designándole su equipaje:
-Plaza del Duque, número...
Saludó nuestro músico la soberbia catedral con el respeto y entusiasmo propios de un artista, y entró en la calle de las Sierpes, notable por su riquísimo comercio.
No había andado en ella quince pasos, cuando oyó una voz que gritaba cerca de él:
-¡Serafín, querido Serafín!
Volviose, y vino a dar de cara con un joven de su misma edad, vestido con elegancia, pero con cierto no sé qué de ultramarino, de transatlántico, de indiano... El pantalón, el chaleco, el gabán y la corbata eran de dril blanco y azul, y completaban su traje camisa de color, escotado zapato de cabritilla y ancho sombrero de jipijapa.
Este vestido, asaz anchuroso y artísticamente desaliñado, cuadraba a las mil maravillas a una elevada estatura, a una complexión fina y bien proporcionada, y sobre todo, a una fisonomía enérgica, tostada por el sol, adornada de largo y retorcido bigote, y llena de movilidad, de gracia, de travesura.
Serafín permaneció un instante, sólo un instante, con los ojos clavados en el joven, como queriendo reconocerlo, hasta que exclamó de pronto, arrojándose en sus brazos:
-¡Alberto, querido Alberto!
-¡Si tardas un minuto..., ¿qué digo? un segundo más en decir esas palabras..., te mato, y muero en seguida de remordimientos!
Soltaron ambos amigos la carcajada, y volvieron a abrazarse con más ternura.
-¿Tú aquí? -exclamó Serafín, transportado de alegría-. ¿De dónde sales?... ¡Estás desconocido!... ¿Por qué no me has escrito en tres años?... ¡Oh! ¡Te has puesto guapísimo!
-¡Alto ahí! Suprime unos piropos y requiebros que tú te mereces, y explícame este encuentro...
-¡Explícamelo tú! Y, ante todas cosas..., dime por qué no me has escrito en tantos años...
-¡Eh! -replicó Alberto-. ¡No parece sino que en todas partes hay correo para Guipúzcoa, y papel y tintero para escribir! Pero tú... ¿Qué te has hecho en este tiempo? ¿Por qué te hallas en Sevilla? ¿De dónde vienes? ¿Adónde vas? Y, sobre todo, Caín, ¿qué has hecho de tu hermana?
-Yo salí hace un año de San Sebastián, y no he vuelto todavía.
-¡Cómo! ¿Has dejado el puesto de primer violín de aquel teatro?
-Sí; pero me he colocado en el Principal de Cádiz.
-¡Ah! ¡Diablo! ¡Me alegro mucho! ¿Y tu hermana? ¿Vive contigo?
¿Quién?... ¿Matilde?... -balbuceó Serafín algo turbado.
-Justamente, Matilde. ¿Por qué hermana te he de preguntar, si no tienes otra?
-Matilde... -replicó el músico- vive aquí con mi tía, porque a esta señora le perjudica el clima de Cádiz.
-Por supuesto, sigue tan hermosa...
Serafín calló un momento, y luego tartamudeó:
-Se ha casado...
Alberto dio un paso atrás y dijo:
-¡Dos veces diablo! ¡Matilde casada! ¡Ahora que pensaba yo en casarme con ella! ¡Matilde casada con otro hombre!... ¡Verdaderamente, nací con mal sino!
Serafín se puso ligeramente pálido, y exclamó:
-¿Cómo? ¿Amabas a Matilde?
Alberto procuró calmarse, y respondió, fingiendo que se reía:
-Hombre... Si ya se ha casado... Pero... la verdad... ¡era tan bonita tu hermana! ¡Vamos!... Me habría convenido tal boda... En fin, ¡paciencia!
-Tú hubieras hecho infeliz a Matilde... -exclamó gravemente el artista.
-¿Por qué?
-Porque amas cada día a una mujer diferente; porque eres muy frívolo; porque no tienes formalidad para nada.
-¡Dices bien! ¡Dices bien!... -respondió Alberto, afectando más ligereza que la natural en él-. Yo soy un aturdido, un calavera..., y puedes descuidar respecto de tu señor cuñado. Todas mis emociones suelen ser muy fugitivas... Casualmente, anoche mismo volví a enamorarme... Ya te contaré esto... En cuanto a tu hermana, cree que la hubiera querido con formalidad, como tú dices... Pero ¡qué diablo! El día que me presentaste a ella, hace cuatro años, me advertiste que estaba prometida su mano, no sé a quién, y que, por tanto, no la galantease. Yo te obedecí, mal que me pesara... Y dime: ¿se casó con el mismo?
-¿Con quién? -preguntó Serafín distraídamente.
-¡Yo no sé! ¡Nunca me dijiste quién era mi rival!...
-No... Aquello se deshizo... Se ha casado con otro. Pero esto es un secreto.
-¡Diablo!... De cualquier modo, si alguna mujer me ha interesado en el mundo, es Matilde.
-¡Alberto!
-Descuida, hombre. ¡No la miraré siquiera!
-¡No te será difícil, pues que, según parece, te acometió anoche el milésimo amor! Pero hablemos de otra cosa. ¿Por qué no me has escrito? Respóndeme seriamente.
-Verdad es que tratábamos de eso. Pues, señor, al mes de separarnos murió mi tío el Canónigo. ¡Pobre tío! Entre metálico y fincas, doscientos mil duros. ¡Bien los había yo ganado!
-¿Te los dejó?
-¡Tutti!
-¡Bravo!
-Como te figurarás, tiré el Charmes: desgarré la sotana que iba a servirme de mortaja; di a la Biblia un tierno beso de despedida; arreglé mis asuntos; llené de onzas los rincones de mis maletas, y eché a volar... ¡Cuánto he corrido!... Cuando menos, he visto ya dos terceras partes del mundo. He estado en América, en Egipto, en Grecia, en la India, en Alemania... ¡Qué sé yo! ¡Y todo así, sin método, de paso, como las águilas! ¡Qué tres años, amigo mío! ¡Oh, qué grande es Dios y qué mundo tan hermoso ha hecho! ¿Dónde dirás que voy ahora?
-Dímelo.
-Voy... ¡Atiende, voto a bríos, y asústate sobre todo! Voy... ¡al Polo boreal!
Imposible fuera describir el tono con que dijo Alberto estas palabras, y el asombro con que las oyó Serafín, el cual, luego que se repuso, exclamó con tierno interés:
-¡Desventurado, te vas a helar!...
-¡Bah, pardiez! -interrumpió Alberto-. ¿Me he derretido acaso en el Desierto de Barca, donde he vivido quince días? ¿Me he frito en el Ecuador, en la Península de Malaca? ¡Yo soy de hierro! Me he propuesto gastar mi vida y mi dinero en ver todo el mundo, y lo he de conseguir, Dios mediante!
-Al menos has adelantado algo en materia religiosa... -dijo Serafín, tratando de disimular su disgusto-. Antes no citabas más que al diablo, y ahora, en lo que va de conversación, has nombrado ya dos veces a Dios...
Alberto meditó, y dijo en seguida:
-Te advierto que todo el que viaja mucho deja de creer en el diablo y vuelve a creer en Dios. Yo, sin embargo, conservo un buen afecto a Satanás. ¡Diablo! Es tan hermoso decir «¡diablo!»
-Y ¿cuándo partes? -preguntó Serafín.
-Mañana a la tarde.
-¿En qué buque?
-En un bergantín sueco que fondeó en Cádiz hace cuatro días, si no mienten los periódicos, y sale pasado mañana para Laponia. Mañana me voy a Cádiz: llego, entro en el bergantín, y ¡al Norte! Luego que estemos en Laponia, que será a mediados de Mayo, paso a bordo del primer groenlandero que vaya a Spitzberg a la pesca de la ballena. Una vez en Spitzberg, puedo decir que he avanzado hacia el Polo tanto como el más atrevido navegante... Sin embargo, si queda verano... Pero no, ¡diablo!... ¡Entonces pudiera helarme, como tú dices!
-Pues ¿qué pensabas?
-Ir al Polo.
-¡Jesús!
- No... no... Conozco que es imposible... Pero le andaré muy cerca.
-¡Buen viaje! -dijo Serafín.
-Ahora -continuó Alberto- dime algo de tu persona... ¿Qué haces en Sevilla?
-Es muy sencillo. No hago nada.
-¿Cómo?
-Llego en este momento. Y ¿qué proyectas?
-Partir contigo inmediatamente.
-¿Adónde? ¿Al Polo?
-¡Qué disparate! A Cádiz.
-Pero ¿a qué has venido?
-A despedirme de mi hermana, pues yo también pienso emprender un largo viaje...
-¡Tú!
-Yo.
-Y ¿adónde vas?
-¡A Italia! ¡A realizar el sueño de toda mi vida! He ahorrado de mi sueldo lo suficiente para hacer una visita a la patria de la música, a la región donde todos se inspiran, donde todos cantan; a esa península...
-¡A esa península -interrumpió Alberto, parodiando el ardor de Serafín-; a esa península hecha por un zapatero, la cual, según cierto geógrafo, está dando un puntapié a la Sicilia para echarla al África!...
-¡No te burles de mi más hermosa, de mi única ilusión!
-La respeto por ser tuya; pero prefiero mi Polo. Conque vamos a ver a tu hermana... (¡te he dicho que descuides!), y mañana a las siete nos volveremos a Cádiz en El Rápido. Allí nos separaremos, tú con dirección al Mediodía, y yo con rumbo al Norte... y, por tanto nos encontraremos en los antípodas, en el Estrecho de Cook.
En esto llegaron a la plaza del Duque, frente a una bonita casa, en la cual penetraron, no sin que antes Serafín dijese a Alberto:
-¡No olvides que mi hermana... es mi hermana!
Alberto se encogió de hombros, y lanzó un profundo suspiro.