El final de Norma: Primera parte: Capítulo IV
La hermana de Serafín Arellano hubiera agradado mucho al lector.
Ojos hermosos, llenos de graves sentimientos; cara noble y simpática; formas esculturales, que la vista se complacía en acariciar; veintidós años; aire melancólico, pero dulce... He aquí a Matilde, tal como se precipitó en brazos de Serafín en la primera meseta o descansillo de la escalera de su casa.
-¿Quién viene contigo? -preguntó la joven después de abrazar a su hermano.
-Es Alberto... -tartamudeó Serafín.
-¡Alberto!... -repitió Matilde, perdiendo el color.
-¡Que no te vea... -añadió Serafín hasta que tú y yo hablemos un poco!
E introdujo a su hermana en la sala principal, mientras que Alberto, que se había detenido, por indicación de Serafín, a esperar el equipaje de éste, subía ya la escalera... tarareando.
Alberto fue conducido a un gabinete, donde encontró a la tía de sus amigos, anciana respetable que pasaba la vida en la cama o en un sillón.
Alegrose la enferma de ver al jovial camarada de su sobrino; pero no bien habían hablado cuatro palabras, cuando apareció Serafín con Matilde.
-¡Me lo has prometido! -murmuró el artista al oído de su hermana al tiempo de entrar en el gabinete-. ¡Cuidado!
Matilde bajó la cabeza en señal de sumisión y conformidad.
-Aquí tienes a Matilde... -dijo entonces Serafín en voz alta.
Alberto se volvió con los brazos abiertos.
La joven le tendió la mano.
El amigo de Serafín quedó desconcertado por un momento: luego, recobrándose, estrechó aquella mano con efusión.
Matilde se esforzó para sonreír.
Serafín, entretanto, abrazaba a su tía.
-¿Y tu esposo? -preguntó Alberto a la joven, procurando dar a su voz el tono más indiferente.
-Está en Madrid... -respondió ella.
-¿Supongo que serás dichosa?...
Serafín tosió.
-¡Mucho! -contestó Matilde, alejándose de Alberto para tirar de la campanilla.
Alberto se pasó la mano por la frente, y su fisonomía volvió a ostentar el acostumbrado atolondramiento.
-Os advierto -dijo- que me estoy cayendo de hambre.
-Y yo de sed... -añadió Serafín.
-¡Yo de ambas cosas! -repuso Alberto.
-Acabo de pedir la comida... -murmuró Matilde.
Y los tres jóvenes se dirigieron al comedor.
La anciana había comido ya.
-Conque vamos a ver, Serafín -exclamó Alberto, luego que despachó los primeros platos y apuró cerca de una botella-. ¿Cómo te va de amores? ¿Sigues tan excéntrico en materia de mujeres? ¿No has encontrado todavía quien te trastorne la cabeza? ¿Estás enamorado?
-No, amigo; no lo estoy, a Dios gracias, por la presente, y su Divina Majestad me libre de estarlo en lo sucesivo...
-¡Zape! -replicó Alberto-. O eres de estuco, o me engañas. Con tus ojos árabes y tu tez morena es imposible vivir así...
-¡Qué quieres! Le temo mucho al amor.
-Y ¿por qué? Si nunca has estado enamorado, ¿cómo es que le temes? ¿No sabes que nuestro santo padre San Agustín ha dicho: Ignoti nulla cupido?
-Dímelo más claro, porque el latín...
-Yo traduzco: «Lo que no se conoce no se teme»; pero el Santo quiso decir que lo desconocido no se desea.
-Pues entonces San Agustín me da la razón.
Matilde no levantaba a todo esto los ojos fijos en su plato...
Se conocía que llevaba muy a mal la alegría de Alberto.
-Por lo demás -añadió Serafín-, no me es tan desconocido clamor como tú te figuras. Yo estuve enamorado... allá... cuando todos los hombres somos ángeles. Había leído dos o tres novelas del Vizconde d'Arlincourt, y me empeñé en encontrar alguna Isolina, alguna Yola. Y ¿sabes lo que encontré? Vanidad, mentira o materialismo y prosa. Entonces tomé el violín y me dediqué exclusivamente a la música. Hoy vivo enamorado de la Julieta de Bellini, de la Linda de Donizetti, de Desdémona, de Lucía...
Matilde miró a Serafín de una manera inexplicable.
Alberto soltó la carcajada.
-¡No te rías! -continuó el artista-. Es que yo necesito una mujer que comprenda mis desvaríos y alimente mis ilusiones, en lugar de marchitarlas...
Matilde suspiró.
-Mereces una contestación seria -dijo Alberto- y voy a dártela. Veo que no vas tan descaminado como creí al principio... ¡Hasta me parece que convenimos en ideas! Sin embargo, estableceré la diferencia que hay entre nosotros. Ésta consiste en que, aunque yo no amo a esas mujeres que tú detestas, porque, como a ti, me es imposible amarlas, les hago la corte a todas horas. ¿Sabes tú lo que es hacer la corte? Pues tomar las mujeres a beneficio de inventario; quererlas sin apreciarlas, y... todas las consecuencias de esto.
-Pero ¡esto es horroroso! -exclamó Matilde.
-¡Y necesario! -añadió Alberto.
-¡Alberto, tú no tienes corazón! -replicó la joven con indecible amargura.
Serafín volvió a toser.
-¡Mi corazón! -dijo Alberto-. Por aquí debe de andar... -Y se metió una mano entre el chaleco y la camisa-. Yo también he amado; yo también amo de otro modo... Pero es menester olvidarlo y aturdirse con amores de cabeza...
Los ojos de Matilde se encontraron con los de Alberto.
Serafín sorprendió esta mirada, y dijo en seguida:
-Matilde, ¿te hubieras tú casado con Alberto?
-¡Nunca! -respondió la joven con voz solemne y dolorosa.
Alberto se rió estrepitosamente.
-¡Me place! -exclamó-. ¡Me place tu franqueza!...
-Convéncete, Alberto... -dijo Serafín-. Tú harías muy infeliz a tu esposa. ¡Vives demasiado, o demasiado poco!
-Pues es menester que sepas... -exclamó Alberto.
-¡Ya lo sé! -replicó Serafín Arellano-: que has amado a mi hermana tanto como yo a ti. Matilde lo sabía también; mas como juzgaba que no podía amarte, me suplicó que te quitase esta idea de la cabeza, a fin de no disgustarte con una negativa. Yo, que no quería perder tu amistad, como indudablemente la hubiera perdido al verte afligir a mi hermana, te distraje de tu propósito, y, a Dios gracias, hoy ha pasado tu capricho, y Matilde se ha casado. ¡Seamos hermanos!
La joven llenó de vino tres copas, y repitió: ¡Seamos hermanos!
Bebieron, y Alberto, ahogando un suspiro volvió a sonreír jovialmente.
Luego exclamó:
-¡Ahora caigo en que se me había olvidado entristecerme!
-¡Deseo extravagante! -dijo Matilde.
-¡Ay, amigos míos! -gimió Alberto con afectada melancolía-. ¡Estoy enamorado!
-Ya me lo has dicho esta tarde: cuéntame eso.
-Escuchad. Hace cinco días... (¡Porque yo llevo cinco días de estancia en Sevilla, sin sospechar que Matilde vivía también aquí!)
Hace cinco días que el empresario de este Teatro Principal, donde, como sabéis, tenemos compañía de ópera, recibió una carta de su amigo el empresario del Teatro de San Carlos, de Lisboa, concebida, sobre poco más o menos, en los términos siguientes:
«Querido amigo: Al mismo tiempo que esta carta habrá llegado a Sevilla una misteriosa mujer, cuyo nombre y origen ignoramos, pero cantatriz tan sublime, que ha vuelto loco a este público por espacio de tres noches. Canta por pura afición, y siempre a beneficio de los pobres. Hasta ahora sólo se ha dejado oír en Viena, Londres y Lisboa, arrebatando a cuantos la han escuchado: porque os repito que es una maravilla del arte. -En los periódicos la citan con el nombre de la Hija del Cielo. -Si aprovecháis su permanencia en esa capital (que será breve según dice), pasaréis unos ratos divinos. No puedo daros otras noticias sobre la Hija del Cielo, por más que corran varios rumores acerca de ella. Quién dice que es una princesa escandinava; quién afirma que es nieta de Beethoven; pero todos ignoran la verdad. El hecho es que ha cantado aquí La Sonámbula, Beatrice y Lucía de un modo inimitable, sobrenatural, indescriptible. -Tuyo, etc.»
Figuraos el efecto que esta carta le haría al empresario. Ello es que buscó a la desconocida, y le suplicó tanto, que anoche se presentó en escena a debutar con Lucrecia.
-¿Fuiste, por supuesto? -preguntó Serafín, que escuchaba a su amigo con un interés extraordinario.
-Fui.
-Y ¿canta esta noche?
-Canta.
-¡Oh! ¡Es preciso ir!
-Iremos. Tengo tomado un palco. Siéntate, y proseguiré.
-Dime antes: ¿qué canta esta noche?
-La Norma.
-¡Magnífico! -exclamó Serafín, batiendo palmas-. ¡Cuenta! ¡Cuenta, Alberto mío! ¡Cuéntamelo todo!
-Pues, señor, llegó la hora deseada: el teatro estaba lleno hasta los topes, y yo me agitaba impaciente en una butaca de primera fila. Nuestro amigo José Mazzetti dirigía la orquesta. Me puse a hablar con él mientras principiaba la ópera, y me hizo notar en un palco del proscenio a dos personas que lo ocupaban.
-¿Quiénes son? -le pregunté con indiferencia.
-«Los que viajan con la Hija del Cielo: se ignoran los lazos que les unen a la diva.»
Creo inútil decirte que me fijé inmediatamente en aquel palco, y empecé a devorar con los anteojos a los desconocidos.
El uno estaba apoyado en el antepecho, y el otro permanecía en el fondo, en una semiobscuridad.
El primero era un viejo de tan pequeña estatura que no llegaría a vara y media, grueso, colorado, con los ojos muy azules y extremadamente calvo. Vestía de rigurosa etiqueta... europea.
El otro, joven y apuesto, era alto y rubio; pero no pude distinguir bien sus facciones. Llevaba un albornoz blanco, al antiguo uso noruego, y no se sentó en toda la noche ni se movió del fondo del palco. Solamente de vez en cuando le veía ponerse ante los ojos unos gemelos negros, cuyo refulgente brillo añadía algo de siniestro a su silenciosa figura.
Empezó la ópera...; y, puesto que vas a ir esta noche, corto aquí mi relación; porque inútilmente pretendería yo darte idea de la hermosura que vi y de la voz que escuché...
-¡Habla! ¡Habla! -dijo Serafín.
-Óyelo todo en dos palabras: cantó como los ángeles deben cantarle a Dios para ensalzarlo; como Satanás debe cantar a los hombres para perderlos. ¡Oh! ¡Tú la oirás esta noche!
-¿Y qué? -preguntó Serafín con mal comprimido despecho-. ¿Es de esa extranjera de quien estás enamorado?
-Sí; ¡de ella! -contestó Alberto, no sin mirar antes a Matilde.
Aquella mirada parecía una salvedad.
Matilde callaba, jugando distraídamente con un cuchillo.
-Aun no he terminado mi historia -prosiguió Alberto-. Durante la representación fue el teatro una continua tempestad de aplausos, de bravos y de vítores, así como un diluvio de flores, palomas, laureles y cuanto puede simbolizar el entusiasmo. Yo, más que nadie exaltado, entusiasmado, delirante, me distinguí entre todos por las locuras que hice: grité, palmoteé, lloré, brinqué en el asiento y hasta tiré el sombrero por lo alto.
-¡Qué atrocidad! -exclamó Matilde.
-¡Lo que oyes! -respondió Alberto con imperturbable sangre fría-. Acabose la ópera, y aún seguía yo escuchando la voz de aquel ángel. Desocupose el teatro, y ya me hallaba solo, cuando un acomodador tuvo que advertirme que me marchase...
En vez de irme a mi casa me coloqué en la puerta que va al escenario, y esperé allí la salida de la extranjera.
Transcurrido un largo rato, apareció, efectivamente, apoyada en el hombrecito viejo y seguida del joven del albornoz blanco.
A pocos pasos los aguardaba un coche.
Quise seguirlos hasta que subieran a él; pero el joven se detuvo, como si tratara de estorbármelo.
Yo me paré también.
Acercose a mí, y con una voz fría, sosegada, sumamente áspera y de un acento extranjero que desconocí, me dijo:
«Caballero, vivimos muy lejos, y fuera lástima que, después de cansar vuestras manos aplaudiendo, cansaseis vuestros pies espiándonos...»
Y sin esperar mi contestación, siguió su camino.
Cuando me recobré y pensé en abofetear a aquel insolente, el carruaje partió a galope.
Visto lo cual, me fui a mi casa con un amor y un odio más dentro del cuerpo. ¿Qué te parece mi aventura?
-¡Deliciosa! -dijo Serafín-. Me encargo de continuarla.
Matilde respiró con placer.
-¿Cómo? ¡Tú vas a continuarla! -exclamó Alberto.
-Sí, señor; creo que vamos a ser rivales.
-¡Hola! ¡Ya te incendias! ¡Amor artístico! ¡Tu Isolina en campaña! Pues, señor, lucharemos.
-En primer lugar -dijo Serafín-, vamos ahora mismo a buscar a José Mazzetti.
-¿Para qué?
-Para que se finja enfermo...
-¡Ah, infame! ¿Quieres acompañar con tu violín los trinos y gorjeos de la beldad?
-Justamente.
-Entonces me doy por vencido -suspiró cómicamente Alberto, mirando a Matilde con adoración-. ¡Tú, con el violín en la mano, te harás aplaudir por la Hija del Cielo, y, hasta llegarás a hacer que se enamore de ti! ¡Verdaderamente, soy desgraciado en amores!
Levantáronse en esto los dos amigos, y se despidieron de Matilde y de su tía, quienes, por la dolencia de ésta, no podían ir al teatro.
-A mi vuelta de la ópera -dijo Alberto a Matilde- te explicaré la colosal empresa que traigo entre manos. Por lo pronto, conténtate con saber que mañana salgo para Cádiz, y pasado mañana para el fin del mundo.
-También te comunicaré yo mis proyectos... -añadió Serafín-. Entretanto, hermana mía, sabe que he venido a Sevilla a despedirme de ti...
Matilde lloraba.