El final de Norma: Primera parte: Capítulo IX

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El final de Norma de Pedro Antonio de Alarcón
Capítulo IX: ¡Adiós!


Era Serafín.

-Lo he oído todo... -añadió éste con amargura.

-Pues ¿dónde estabas?

-Detrás de esos árboles.

-¡Buen susto me has dado! -exclamó Alberto, reponiéndose de su asombro.

-En fin

-En fin... ¡Que se me escapa! Déjame...

-¡Déjalo tú!

-¿Cómo?

-¿Qué vas a hacer? ¿Asesinarlo?

-¡No, señor! ¡Obligarlo a batirse!

-Es inútil: ese hombre debe de ser inglés, y no saldrá nunca de su paso.

-¡Diablo! -gritó Alberto-. ¡Te juro por mi alma que, o dentro de un año lo he tendido a esta hora sobre esos juncos, o yo he dejado de existir!

-Sí; pero entretanto... -murmuró Serafín.

Y no concluyó la frase.

-Entretanto -dijo Alberto- debes seguirla adonde quiera que vaya.

-¿Con qué recursos?

-¡Con tres millones que me quedan! ¡Mañana vendo todas mis fincas!

-Fuera en vano... Resignémonos... Mañana se va ella a Madrid, según dicen, y nosotros saldremos para Cádiz, desde donde tú te embarcarás para el Polo y yo para Italia...

-¿Renuncias a ese ángel?

-No quiero luchar con el destino. Esa mujer tan hermosa debe de tener dueño... ¿Quién sabe? ¡Acaso es su esposo uno de los dos que la acompañan! ¿A qué empeñarnos en hacerme más infeliz? Además: ya he escrito a Italia, y me esperan... Tú sabes que mi viaje no es de puro recreo. De él depende mi suerte, y, por consiguiente, la de mi familia...

En fin: me temo a mí mismo... ¡Mejor es que huya de esa mujer!

-Como quieras, Serafín; pero yo... ¡la sigo hasta el fin del mundo!

-¡Norma! -murmuró el músico.

-¿Me acompañas?

Serafín abrazó a su amigo por toda contestación.

-¡Magnífico! -exclamó Alberto-. Pues señor; empecemos nuestras operaciones.

-¿De qué modo?

-Ven conmigo.

Anduvieron unos cien pasos, y llegaron frente al coche que los había traído.

-¿Y Mazzetti? -dijo Serafín.

-Se habrá dormido ahí dentro... -respondió su amigo, que conocía la calma del italiano.

Bajaron al río.

-Mas ¿dónde vamos? -decía el músico.

-Dentro de poco lo sabré yo mismo -respondió Alberto.

En esto llegaron al muelle, donde varios marineros dormían al lado de sus barcas.

Alberto gritó varias veces:

-¡Paco! ¡Paco!

Un joven acudió, restregándose los ojos.

-¡Hola, señorito! -exclamó al ver a Alberto.

-Dime: ¿de qué embarcación es una góndola muy ataviada que acabo de ver allá arriba?

-De un vaporcito noruego que llegó hace tres días -respondió el marinero.

-¡Justo! -dijo Alberto-. Y ¿sabes cuándo parte de Sevilla?

-Cabalmente, cuando su merced llegó no había hecho yo más que acostarme por haberme entretenido en verlo partir.

-¡Cómo!

-¡Sí, señor! No hace cinco minutos que levó anclas... ¡Mire su merced el humo todavía! ¡Bien corre el enanillo!

Serafín se apartó, murmurando un juramento terrible.

-¡Necesito darle alcance! -gritó Alberto.

-¡Imposible! -replicó el marinero-. ¿Quién alcanza a un vapor con velas y favorecido por la corriente?

-¡Basta! -exclamó Serafín con voz sorda y decidida.

Alberto dio una moneda al marinero, y siguió a su amigo sin pronunciar palabra.

Llegaron adonde les esperaba el coche, y se encontraron con Mazzetti, que los buscaba alarmado.

-¿Qué hay? -preguntó, después de extrañar mucho ver allí a Serafín.

-¡Nada! -dijo éste.

-¡Buen rato me habéis dado! ¡Figuraos que hace media hora vi, venir al joven del albornoz blanco, solo y muy de prisa: llegó a aquel punto de la orilla; se quitó el albornoz; lo tiró lejos de sí, como quien tira el sobre de una carta, y se arrojó al río!

-¿Qué dices? ¿Se ha suicidado? -exclamó Serafín saliendo de su estupor.

-¡Nada de eso! Empezó a nadar como un pez, y desapareció por un ojo del puente.

-¡Ese hombre es el diablo en persona! prorrumpió Alberto.

-¡Lo habrás evocado con tu exclamación favorita! -replicó Mazzetti.

-Vámonos... -dijo Serafín.

-Pero contádmelo todo... -añadió el italiano.

-¡Total... nada! -respondió Alberto.

-Matilde nos está esperando... -observó el músico.

-¡Vamos, vamos! -repitió Alberto, recobrando el buen humor a esta sola idea.

Entraron en el coche, despidiéronse de Mazzetti, a quien dejaron en su casa, y llegaron a la de Matilde.

Ésta los aguardaba, en efecto.

Sus ojos estaban hinchados y encendidos.

-¡Ha llorado! -pensó Serafín.

-Mucho sueño tienes... -dijo Alberto.

-Te enteraré de todo en dos palabras... -añadió aquél, temiendo alguna imprudencia de su amigo.

-¡Te lo diré yo en una! -exclamó éste-. Serafín ama a la Hija del Cielo, yo se la he cedido; la tal diosa acaba de escapársenos y tú eres más hermosa que ella y que todas las mujeres juntas.

Matilde radió de gozo, como la luna cuando sale de entre las nubes.

-¡Norma! -balbuceó Serafín.

-¡Qué diablo! ¡No pensemos en eso! Se ha ido... ¡Pues paciencia! ¡Figúrate que la has soñado! Tú también te vas; yo también me voy, y todos nos olvidaremos unos a otros, según costumbre entre los mejores amigos. ¿No es verdad, Matilde?

-Pero, ¿adónde vais? -preguntó ésta.

-Yo a Italia -dijo Serafín-. He venido a Sevilla a despedirme de ti y de mi buena tía.

-¡A Italia! -exclamó Matilde.

-No te asombres... -dijo Alberto-. Italia está detrás de la puerta. Pero yo... ¡yo voy al Polo!

-¡Al Polo!

-Como lo oyes... -afirmó Serafín.

-¡Vas a perecer, desventurado! Matilde con verdadero terror.

-Y bien -replicó Alberto-: ¿a ti qué te importa? ¿No estás ya casada? Y, a propósito, dime: ¿cómo se llama tu marido?

Matilde miró a Serafín.

-¡El demonio eres! -interrumpió el músico dirigiéndose a Alberto-. ¡Hablas de mil cosas a un tiempo!

Y pellizcándole un brazo, le recordó su promesa de dejar en paz a Matilde.

Esta se retiró a su cuarto, pues ya eran las dos, y dijo que quería madrugar para despedir a los dos jóvenes...

Pero no se acostó.

Por la mañana había al lado de su escritorio más de veinte pliegos de papel hechos menudos pedazos.

Eran otras tantas cartas escritas y rotas durante aquella velada.

Todos estos ensayos dieron por resultado un billetito, que introdujo en la mano de Alberto al darle los buenos días.

El sobre decía: «No lo leas hasta después de partir.»

Matilde estaba más colorada que una cereza.

Alberto volvió a sentir en su corazón cierto latido que ya conocía; latido muy intermitente, que sólo había percibido tres o cuatro veces en su vida, y siempre cerca de Matilde; pero latido muy profundo, pues que procedía de un verdadero amor.

Del verdadero amor, tesoro escondido en el corazón de Alberto entre frivolidades y caprichos; amor tan virgen como el oculto venero de que no ha bebido ningún labio; amor pronto a desbordarse en cualquier hora, como acababa de suceder con las pasiones de Serafín.

A todo esto eran las seis y media.

El Rápido partía a las siete.

Alberto y Serafín se despidieron de la anciana, y bajaron la escalera acompañados de Matilde.

En el portal se abrazaron tiernamente.

-¡Adiós! -dijo Serafín.

-¡Adiós! -murmuró Matilde anegada en lágrimas.

-¡Adiós! ¡Te amo! -balbuceó Alberto al oído de Matilde.

-¡Adiós, Alberto! -exclamó Matilde, refugiándose nuevamente en los brazos de su hermano, quien la besó en la frente.

-¡Adiós! -volvieron a decir los tres.

Y se separaron, por último, despidiéndose luego con los pañuelos agitados en el aire, los cuales siguieron diciendo todavía mucho rato, o sea hasta que los dos mancebos doblaron la esquina:

-¡Adiós! ¡Adiós! ¡Adiós!

Alberto besaba al mismo tiempo la carta de Matilde.