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El final de Norma: Primera parte: Capítulo VIII

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El final de Norma
de Pedro Antonio de Alarcón
Capítulo VIII: Las pistolas de Alberto se divorcian


Media hora después, a las doce menos cuarto de la noche, hallábanse nuestros amigos Serafín, Alberto y José Mazzetti en la puerta del vestuario del teatro, esperando la salida de los extranjeros.

-¡No quiero un escándalo! -decía Serafín.

-Lo mataremos sottovoce -replicó Alberto.

-¡No quiero que los matemos, ni que proyectéis cosa alguna de que pueda enterarse ella!...

-Pues ¿qué quieres?

-Hablar con ese hombre.

-Tú no debes hablarle... -propuso Mazzetti-. La guerra ha de ser guerra. Es tu rival, y no debes ofrecerle parlamento.

-Hay un medio... -dijo Alberto embozándose hasta los ojos.

-¿Cuál?

-El siguiente. ¿Qué quieres tú evitar?

-Que ella forme mala idea de mí viendo que provoco un lance por su causa...

-¡Aprobado! Pero, como yo no soy tú; como esos rubios ignoran mi amistad contigo, y, finalmente, como yo soy dueño de mis acciones, resulta que lo que en ti es de mal tono, en mí es muy entonado. Por consiguiente, yo seré quien busque a tu rival: le hablaré, y, si es necesario, le romperé la crisma... ¡Diablo!

¡Vaya si se la romperé!

-¡Qué locura!

-Aunque lo sea. Vete a casa. Tú, Mazzetti, sígueme.

-Pero...

-¡No hay palabra!... Tú tienes una hermana en quien pensar, y yo no tengo a nadie en el mundo.

-Mas...

-He dicho.

Serafín, que conocía el carácter tenaz de Alberto, se conformó en parte con su plan, lógico y acertado hasta cierto punto.

Pero no por esto se retiró a su casa.

Despidiose de sus amigos; anduvo algunos pasos, y se apostó en una puerta a fin de espiar a los espías.

Alberto, escarmentado ya con lo ocurrido la noche anterior, tenía preparado un carruaje, en el cual entró con Mazzetti.

-¡Desde aquí observaremos sin ser vistos! murmuró, bajando los cristales.

Entonces se adelantó Serafín cautelosamente; llegó por el lado opuesto cerca del pescante del coche, y dio al cochero un duro, diciéndole:

-Déjame sitio en que sentarme: yo empuñaré las riendas y tú harás el papel de lacayo.

El cochero aceptó sin vacilar.

La carretela de la Hija del Cielo se hallaba a pocos pasos.

La emboscada era completa.

Pocos minutos habían transcurrido, cuando la joven y sus acompañantes salieron del teatro y montaron en su carretela, que partió al trote.

El carruaje que ocupaban los tres amigos salió en su seguimiento.

Cruzaron calles y plazas, y más plazas y más calles, andando y desandando un mismo camino, hasta que al fin abandonaron la ciudad.

-¡Diablo! -murmuró Alberto.

-Vivirán a bordo de algún buque... -dijo José Mazzetti.

Llegaron al Guadalquivir.

El coche de la desconocida se detuvo en la orilla misma del agua.

Nuestros jóvenes vieron, al fulgor de la luna, que una góndola lujosísima se adelantaba río arriba con dirección a aquel punto.

El carruaje de Alberto se había parado a veinte o treinta pasos de distancia.

Serafín se deslizó del pescante y se ocultó detrás de un árbol.

Alberto dijo a Mazzetti que lo aguardase dentro del coche; examinó sus pistolas y se adelantó hacia el río.

La góndola había atracado.

El hombre de edad ayudó a bajar de la carretela a la Hija del Cielo, y le dio la mano hasta el embarcadero próximo.

El joven del albornoz blanco no se apeó.

Alberto se colocó al lado de la portezuela.

No bien se embarcaron el anciano y la joven, bogó la góndola a favor de la corriente, y pronto desapareció por debajo del puente de Triana.

Entonces se abrió la carretela y bajó el aborrecido extranjero.

-¡Dos palabras! -dijo Alberto en francés, cerrándole el paso.

-He dejado de embarcarme con tal de oírlas... -respondió el desconocido con la mayor calma.

-Alejémonos de estos carruajes.

-Como gustéis.

Los dos jóvenes marcharon cinco minutos por la margen arriba.

-Aquí estamos bien... -dijo Alberto.

El del albornoz blanco se detuvo.

-Me seguíais... -pronunció con absoluta tranquilidad.

-¡Os eché mano al fin! -replicó Alberto con voz alterada.

-Eso lo veremos. Hablad. -añadió el hombre misterioso.

Nuestro amigo lo contempló un momento a la luz de la luna.

El desconocido era alto, delgado, pálido, extremadamente rubio, de mirada glacial y sonrisa irónica: un hombre, en fin, cuyo aspecto desconcertaba y causaba espeluznos.

-¿Tenéis armas? -preguntó Alberto.

-¡No! -respondió el joven rubio.

-¡Yo sí! -repuso el amigo de nuestro héroe.

Y sacó de sus bolsillos dos pistolas, que dejó en el suelo.

Su interlocutor permaneció impasible.

-¿Quién sois? -le interrogó Alberto, echando fuego por los ojos.

-¿Qué os importa? -respondió el extranjero.

-¡Mucho; porque os odio!

El joven del albornoz blanco acentuó más su sonrisa.

-¿Qué me importa? -replicó después de un momento.

-Pero ¿me reconocéis?

-Sí que os reconozco: sois un empleado del Teatro Principal de Sevilla, y vuestro oficio es aplaudir y dar voces.

-¡Exactamente! -respondió Alberto, poniéndose cada vez más pálido-. ¿Sabréis también que amo a la Hija del Cielo?

-Lo sospechaba.

-Y tenéis celos, ¿no es verdad?

-A mi modo.

-Y ¿qué os autoriza a tenerlos, de cualquier clase que sean? ¿Sois su esposo? ¿Sois su amante?

-Suponed que soy una de ambas cosas.

-¡Matémonos entonces! -repuso Alberto cogiendo una pistola y designando la otra al desconocido.

-Matadme... -dijo éste.

Y se cruzó de brazos.

-Yo no asesino a nadie: ¡defendeos!

-¿Queréis un duelo?

-Sí.

-Lo admito -contestó el extranjero con voz imperturbable.

-Pues concluyamos...

-No puede ser ahora.

-¿Cómo? ¿Por qué?

-Porque a mí no me conviene batirme cuando os conviene a vos.

-¡Magnífico, señor mío! ¿Qué entendéis vos por duelo?

-Comprendo lo que es un desafío, y ya he aceptado el vuestro; pero no me batiré a vuestro antojo.

Y así diciendo, arrojó al río la pistola que le ofrecía Alberto.

Éste principió a desconcertarse.

-¿Preferís otras armas? -exclamó-. ¿Preferís el sable, el florete, la espada?... ¡A mí me es igual todo!

-Prefiero la pistola... dentro de un año.

-¡Un año!

-Ni más ni menos.

-¿Para qué? ¿Para adiestraros a manejarla?

-Tiro perfectamente... -contestó el desconocido-. Si no temiera atraer a la policía, desde aquí troncharía de un balazo aquel arbusto de la ribera.

-Pues entonces...

-No os canséis, ni atribuyáis mi aplazamiento a cobardía. Dentro de un año, en este día, a esta hora, en este sitio, nos batiremos.

Antes de ese plazo... sería una locura en mí.

-¿Por qué?

-Porque hace años que trabajo en una empresa cuyos felices resultados tocaré pronto, y no quiero exponerme a morir sin conocer esa felicidad.

-Pero...

-¡Basta! -exclamó el desconocido con voz más grave que la que empleara hasta entonces-. Es cuanto tengo que deciros. Me despido de vos hasta dentro de un año. Si queréis herirme por la espalda, podéis hacerlo.

Y envolviéndose en su albornoz, saludó al joven, dio media vuelta y echó a andar hacia el puente de Triana.

Ya se habría alejado quince pasos, cuando Alberto salió de su asombro.

Cogió del suelo la pistola y se dispuso a seguir al desconocido.

Una mano se apoderó de la suya, y una voz gritó detrás de él:

-¡Detente!

Alberto se volvió sorprendido.