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El gallo de Sócrates (1901)/El pecado original

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El gallo de Sócrates: (Colección de cuentos) (1901)
de Leopoldo Alas, Clarín
El pecado original



EL PECADO ORIGINAL





VII


El pecado original



Ya iban á darle garrote, cuando extendió una mano hacia el público, indicando que quería hablar.

El verdugo no tuvo inconveniente en suspender por un momento su penosa tarea, porque aquel pobre señor no le había dado nada que hacer, y le era simpático, como al pueblo entero que presenciaba la ejecución, y como lo había sido al Tribunal y á cuantos habían intervenido en la causa famosa que le llevaban al suplicio.

Era un ilustre sabio naturalista, que había descubierto infinidad de cosas útiles para la humanidad y para la ciencia, sin meterse jamás en honduras metafísicas sobre lo que era ó no era la materia, ni en si había alma ó dejaba de haberla. Había matado á su mujer y á la nodriza de su unigénito en un momento de alucinación. Los médicos se habían empeñado en demostrar que había obrado como un loco, por un impulso irresistible. Pero don Atanasio, el sabio, se puso furioso con esta interpretación y publicó un manifiesto, desde la cárcel, poniendo de vuelta y media á los doctores y á la escuela antropológica italiana y á cuantos fisiólogos se meten en honduras de derecho y á tergiversarlo todo. «No, señor; venía á decir el manifiesto: he dado muerte á mi cara mitad y al ama de cría en el pleno uso de mis facultades, con toda la libertad, ó lo que por tal entendemos vulgarmente, con que se pueden hacer estas cosas. Me estaban distrayendo con una disputa acerca de unos pañales que había robado ó no la lavandera; yo tenía en la mano un frasco de una materia, invención mía, capaz de prender fuego á medio mundo; se me había olvidado cierta fórmula con la cual yo convertía aquella mezcla terrible en un elixir que aseguraba á la humanidad una salud de miles de años; y cuando ya volvía la fórmula á la punta de la lengua, al recuerdo, la disputa de los pañales me llevó el santo al cielo, huyó la fórmula... y arrojé el frasco sobre las hembras viles que así robaban á la humanidad la dicha asegurada.—No hubo más que eso: no soy criminal nato, ni estoy loco, ni me coje ninguna eximente ni atenuante; y en cambio deben de cojerme por el medio varias agravantes. Con que al palo. Pero que no me den matraca con juicios orales y pamplinas. Tengo más que hacer que defenderme. Voy á pasar los pocos días que me dejen de vida discurriendo, á ver si vuelvo á dar con la fórmula que asegura tantos años de existencia al ser humano. Y dicho y hecho. Don Atanasio no volvió á pensar en otra cosa. Ni se acordaba de haber asistido al juicio, ni de haber oído la sentencia, ni de haber estado en capilla.

Cuando le sentaron y sintió en la garganta el frío del corbatín de hierro, se estremeció... y en vez de ver las estrellas, vió en el aire, de repente, con los ojos de la imaginación... una fórmula; pero otra, otra mucho mejor, ¡qué fórmula!



—¡Ya la encontré! ¡Albricias, señores!—gritó adelantándose hacia el público por el tablado adelante.—Que no me maten de ninguna manera; sería una atrocidad: es decir, por ahora. Que me dejen ensayar mi descubrimiento, y después que hagan de mí lo que quieran.

—Pero ¿qué ha descubierto usted?—preguntó el verdugo, que empezaba á temer que aquello fuese una treta.

—¡Pues nada, hijo; he descubierto la inmortalidad del hombre! Pero no la inmortalidad del alma, no; la del cuerpo y el alma juntos; vamos, que he encontrado lo que perdió Adán. ¡Claro! La otra fórmula... era floja, insuficiente; me faltaba... lo del pentóxido de fósforo, y no había pensado en la forma cristalina de la betaméthylnaftalina, y en cambio había metido el ácido amidosulfónico donde no toca pito. ¡Pero, señor, cómo me había yo olvidado de las propiedades cristalográficas de los dos estereoisomeros ácidos alfa-methyl-beta-clorocrotónico, del ácido alfa-dicloro-sigma-dimethylsuccinico! ¡Ve usted qué cabeza la mía... señor... justicia mayor!

El verdugo se dijo:—«Vaya, se ha vuelto loco de miedo.»

Y no sabía qué hacer, si matarlo ó dejarlo. Pero intervino el público, la fuerza, la autoridad, y de explicación en explicación se llegó á telegrafiar al gobierno, consultando lo que se hacia con aquel hombre que juraba haber descubierto la inmortalidad de la vida... mortal, ó ci devant mortal, como diría un corresponsal de París.

El gobierno accedió á lo que don Atanasio pedía; á saber, que le oyera una junta de sabios, y que si no les convencía de que era infalible su descubrimiento, se le diese, no ya garrote, sino los mayores tormentos de la inquisición, y que le descuartizaran si querían.

A los pocos días, las Academias de todas las ciencias, menos las morales y políticas, reunidas, publicaban su informe. En efecto, don Atanasio había descubierto el modo de preservar al hombre de la muerte, de toda clase de muerte; pero...



Pero no al hombre, así, en general; no á todos los hombres, sino á uno solo. A uno solo entre los vivos; pero los que éste engendrara serían ya inmortales también.

La idea se le había ocurrido á don Atanasio por la sugestión de ciertas teorías del malogrado filósofo Guyau, que, medio en serio, medio en broma, había hablado de la posibilidad de llegar á tal progreso, que hubiera medios de mantener el equilibrio de los elementos vitales en el organismo en constante renovación. Si la humanidad, pensaba don Atanasio, no ha hecho hasta ahora nada por su inmortalidad, ha sido culpa del apriorismo metafísico, y después por la dichosa teoría de la evolución, también metafísica, que dice que todo lo que nace muere. «Dejad las preocupaciones tradicionales; dejad á Spencer y demás sabios evolucionistas; empapáos en el profundo sentido de esa biblia natural que se llama el Origen de las especies de Darwin, y estaréis en el noviciado de la gran Orden de la inmortalidad;» esto decía don Atanasio.—No hay tiempo para explicar aquí por qué lo decía. Tampoco lo hay para dar razón detallada de por qué no podía inmortalizarse más que á un hombre y su descendencia. Ello era que los polvos de la madre Celestina, digámoslo así, merced á los cuales se podía conseguir la vida inmortal, eran de tan esmeradísima, difícil y delicada fabricación, que la humanidad entera tenía que consagrarse, en sacrificio, á producir el elixir misterioso, que era una quinta esencia de cierto jugo vital descubierto por don Anastasio. Se calculó que se necesitaba que todos los millones de hombres que forman los pueblos civilizados y á medio civilizar se dejasen hacer cierta operación dolorosísima, aunque no peligrosa, para sacar la substancia necesaria á producir la inmortalidad de un solo individuo. Además, la tal operación exigía gastos exorbitantes de los Estados en materias químicas, estudios, hospitales ad hoc, viajes, comisiones, etc., etc. En fin, un dineral. Cada nación tenía que empeñarse para mucho tiempo.

No importaba; todo se daba por bien empleado. ¿Qué sacrificio no se haría por reconquistar la vida inmortal, perdida á las puertas del Paraíso? La humanidad civilizada y á medio civilizar decidió ganar la inmortalidad para el hombre, costase lo que costase; pero...»



¿A qué gato se le ponía el cascabel? ¿Quién iba á ser el único inmortal entre los vivos, el nuevo Adán, fundador de la raza de los inmortales?—Algunos sabios empezaron á protestar, diciendo que la cosa no era tan ventajosa como se creía; que era una inmortalidad ontogénica, no filogénica.

—¡Mentira!—replicó don Anastasio,—no se salva sólo un individuo, sino la especie, mediante los descendientes de un individuo.

—Bueno; pero, ¿quién va á ser el afortunado... inmortal?

—¡El Papa!—dijeron unos.

—El Emperador de la China,—dijeron los chinos.

—El Rey de Inglaterra,—dijeron los ingleses.

—Nuestro amo...—gritaron los alemanes.

—El Presidente de la República,—exclamaron los franceses: et sic de cœteris.

Los españoles se creyeron llamados á escojer el inmortal, pues don Atanasio, por pura distracción, se había dejado parir en España.

Y aparecieron mil candidatos. ¡Don Alfonso! ¡Don Carlos! ¡Cánovas! ¡Guerrita! ¡Irún! ¡Pablo Cruz!

—Señores,—dijo Ferreras desde El Correo;—de no ser Sagasta, que casi nos lo había prometido... que sea... el mismo don Atanasio... el inventor.

—¡De ningún modo!—protestó el tribunal de derecho.—Don Atanasio está condenado á muerte y la inmortalidad sería demasiado indulto.

Algunos hombres sinceros que había esparcidos por el mundo, uno aquí y otro en Pekin, se hicieron oir.

—Seamos francos,—decían;—un bien tan grande, tan impensado, tan incalculable como la inmortalidad nadie lo quiere para otro, nadie quiere sacrificarse, sufrir esa terrible operación, gastar su hacienda... para conseguir el tormento de morir sabiendo que pudo ser inmortal. Llegado el instante de la operación salvadora... nadie se dejaría operar para inmortalizar á otro.

¡Es verdad, pensó la humanidad en silencio!

Algunos hipócritas sacaron á relucir el sofisma paradógico de que el mayor suplicio sería una vida sin fin...

Ahora que se tocaba su posibilidad nadie creía eso; la sed de la vida inmortal se apoderó de todos; se suspendieron los suicidios, callaron los pesimistas, los místicos no pedían la muerte.

—¡A votar! ¡A votar!—gritó el mundo entero.

Se votó por razas, por naciones, por provincias, por municipios, por barrios, por calles, por casas, por familias. Y cada raza se votaba á sí propia, y nada más, y cada nación lo mismo, y cada provincia igual; y así hasta llegar al seno de la familia... donde cada cual quería la inmortalidad para sí mismo. Todo fué inútil. En último resultado, cada hombre tuvo un voto: el suyo.

—¡Hay que recurrir á la lotería!—declaró el Congreso de las naciones.

—¡Esa es la fija! ¡A quién Dios se la dé!...—gritó á coro el infinito vulgo.

—¡Inútil!—interrumpieron los pocos hombres sinceros que había en la tierra.

—Inútil la lotería... porque ese premio gordo no se le entregará al agraciado: la humanidad faltará á su palabra: no sufrirá nadie la operación para que se salve un afortunado...

—¡Verdad! ¡Verdad!—reconoció el mundo.—Nadie padecerá martirio por dar á otro la vida inmortal segura, visible, palpable.

—No se piense más en ello; ha sido un sueño. ¡O yo, ó nadie!—declaró cada cual.

Y entonces el tribunal de derecho, que había condenado á don Atanasio, exigió la ejecución de la sentencia.

—Como no ha habido tal descubrimiento, pues no hay modo de llevarlo á la práctica, no hay nada de lo dicho, señor mío...—dijo la autoridad.

Y dieron garrote al inventor de la inmortalidad.

Y los hombres siguieron siendo mortales por la misma causa que la otra vez: por el pecado original.

Porque el pecado original, el que priva al hombre de vivir sin morir, es el egoísmo, el desamor, la envidia.

Y no el comer fruta verde.