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El gran pecado/05

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Segunda parte

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Capítulo I – La realidad

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Nuestra confianza en los hombres no tiene muchas veces
más causa que la pereza, el egoísmo o la vanidad.


SCHOPENHAUER.


-Una debilidad la tiene cualquiera -afirmó muy serio Julito con la santa intención de escandalizarles.

-¡No!... Permita usted que proteste de su gratuita afirmación -sublévase con énfasis, escogiendo, como siempre, los términos de su repulsa la generala Regolta, de quien se contaban horrores... que, desgraciadamente, resultaban verdad. Fue tan viril, tan marcial su movimiento de reprobación, que agitó, para subrayarlo, violentamente la cabeza, metiéndole los paraísos que adornaban su peluca, de un injurioso rubio «veronés», por un ojo al conde de Tordillos, su vecino de mesa mientras que sumergía todo el vuelo de «Malinas» (de una falsedad judesca) en el consommé a la Regence que llenaba el argentado plato colocado ante ella.

Conseguido su efecto, Calabrés disponíase a cambiar de conversación a la llegada del «supreine de sole sauoe turbotin», cuando Candelaria -sentada entre el embajador de Rusia y el marqués Apprisco de Capirotti, noble caballero italiano, comisionado por el Gobierno para estudiar la trayectoria de las arcadas- cuya concentrada bilis parecía haberse exasperado aquellos días, habló trepidando con hirviente saña, mientras clavaba los ojos en Pancha Florinda, sentada a la izquierda de Pedro Antonio.

-Eso no es una debilidad, es una porquería. Ni aún la excusa de una gran pasión tienen. La mujer que peque una vez, su único perdón está en que sea por amor, un amor que llene toda su vida, y... Si se equivoca, debe ocultar su equivocación aún a sí misma: ha de ser fiel hasta la muerte...

-Fiel a su infidelidad, he aquí un bello lema para una «Francesca»... -insinuó Aprisco.

-Mejor no pecar -opuso, con bastante buen sentido y esa seguridad con que pregonamos las máximas que nunca hemos pensado en seguir, la duquesa, viuda del Desastre, sentada a la derecha del dueño de la casa, mientras se engullía un trozo formidable de chateaubriand al madera.

La Montaraz insinuó malévola, con una ironía que empezaba por injuriarla a ella misma:

-La virtud es el perfume de la mujer.

Rió Julito:

-¡La última creación de Haubigant!

Pedro Antonio había dejado de prestar atención a la conversación general, y hablaba animadamente con Pancha, que le escuchaba, sonriéndole con los ojos y con los labios, en una sonrisa que era como una tácita entrega.

Estaba guapa en aquel dorado y luminoso crepúsculo de su vida; guapa con su tez de artificial blancura de nardo, coa sus ojos pintados y alegrados de Kolh, con su pelo caoba y su frondosidad apetitosa en el moldeado de la túnica asiria, verde esmeralda, sobre la que caían cataratas de perlas. Era Pancha Flores una de esas mujeres que parécense a los cuadros ultramodernos en que son para vistas con luz artificial. Pese a ello, muy bella aún, y sobre todo muy deseable.

Pedro Antonio devorábala con los ojos y hablábale con ese fuego y esa animación que pone el deseo en nuestros gestos y nuestras palabras. Ella le oía sonriente, satisfecha, más que en su vanidad de mujer, contenta de gustar en el ocaso, su ansia de amorosa tropical; a quien el guapo muchacho no parecía costal de paja. Los dos sostenían una conversación en que más que las palabras tenían valor los gestos. Era en él anhelo; en ella, un modo de reverberación pasional, esa reverberación exhalan las personas que vuelan en alas del deseo.

Candelaria roíase de rabia. Hacía días que notara los manejos de aquella prójima, y aunque mostraba un desdén glacial, repeledor, antipático, de mujer fuerte, la verdad era que iba por dentro la procesión. ¿Amor? ¿Despecho? Más bien esto último; pero un despecho rígido, desdeñoso, incomprensivo; un despecho de insensibilidad humillada por el apasionado de los otros. No sentía celos, porque era incapaz de sentir amor; pero sentía la misma saña maciza y fría de una diosa de mármol que, asistiendo impasible al idilio de la hija del jardinero, pensase: «¡Qué asco el amor humano!» Y esto, con ganas de llorar.

Acababa la comida. Aunque, siguiendo la moda, la iluminación era discreta, tamizada por pantallas rojas, que hacían vivir las figuras de los tapices del comedor de los Tardienta, resbalaban en las bohemias y fulguraban con la plata, las flores -rocas de Bengala-, las libreas de gala y el pelo empolvado de los criados, todo daba una sensación de suntuosidad noble y severa, de fiesta aristocrática. La conversación habíase hecho banal otra vez, cuando resonó la voz de Julito, aguda, un poco chillona, que decía con aquel buceado cinismo que constituía «su nota»:

-Créanme ustedes, como dice Anatole France: «La virtud es como los cuervos, sólo anida en las ruinas» .

Rieron. Candelaria dispúsose a darle una lección cuando, notando que, servidas las frutas en las altas copas de cristal negro, había acabado la comida, púsose en pie y, apoyándose en el brazo del embajador, dio la señal de pasar al salón.

Ya había en él algunos invitados de los que debían asistir al après diner, y la dueña de la casa, muy contra su gusto, hubo de ocuparse de ellos descuidando los manejos de Pancha, que envolvía a Pedro Antonio en sus redes.

Cuando después de la primera avalancha de gentes quedó un poco libre, diose cuenta de que su marido y la otra habían desaparecido. ¿Dónde estaban? En sus idas y venidas de anfitrionisa asomose al despacho, al saloncito «Imperio» y al de las armaduras. Nada. Fue entonces al de baile; en la claridad -discreta siempre- extendiose el parquet frío y reluciente, dando casi una sensación de miedo el cruzarlo, la inconsciente sensación que experimenta al patinador ante la superficie helada que va a surcar.

Candelaria decidiose; estaba de mal humor, descontenta de todos y de todo, de los demás y de sí misma. Aquello era feo, vulgar y plebeyo, y, lo que es aun peor, ridículo. No le importaba nada lo que Pedro Antonio pudiera hacer. Eran porquerías, cuya existencia una señora debía incluso de ignorar. En honor de la verdad hasta entonces su marido había guardado un decoro y una mesura «realmente dignas de un perfecto caballero»; pero ahora... La grandísima tía de Pancha llevaba camino de levantarle de cascos.

Cruzó la Tardiente el salón de baile, luego dos saloncitos Luis XV y, por último, allá en las penumbras más que discretas de la serré, vio a Pedro Antonio con la Florinda. El caballero permanecía en pie y hablando apasionadamente; la dama -muy en Lyda Borelly en la escena pasional de alta comedia-, de espaldas casi, volvía la cabeza hacia él, ofreciéndole la nuca alabastrina y el torneado cuello, mientras se abanicaba con el gran abanico de plumas negras.

Por fin en uno de aquellos estremecimientos que ondulaban la nieve de la piel de la coqueta, desde el hilo de perlas fabulosas hasta la sibilina regia de l echarpe, no pudo el galán contenerse más y besó apasionado. Ella echose hacia atrás riendo nerviosamente:

No se contuvo ya la traicionaba esposa, y avanzó resuelta hasta ponerse ante la pareja.

Ellos, al verla, separáronse instintivamente; Pedro Antonio calló, bajando la cabeza como un culpable; pero Pancha, muy mundana, muy ligera, muy dueño de sí, echose a reír.

-¡Qué maravillosa serre! ¡Hace tan bonita la luz blanca escondida entre los árboles!...

Candelaria encarose con ella altiva, desdeñosa, y señalando la puerta, ordenó:

-¡Salga usted de mi casa!

Por un instante la sangre procaz de aventurera, de la Florinda, hirvió y estuvo a punto de desatar la lengua en injurias que le envidiaría una cargadora del puerto de La Habana; pero al fin triunfó la dama:

-Mujer, Candelita, ¡qué cosas tienes!... -comenzó.

Pero la otra atajole:

-Salga usted inmediatamente, si no quiere que la haga echar por mis criados.

Pancha Flores miró a su adorador como pidiéndole el auxilio de su autoridad: pero callaba él anonadado por la férrea voluntad de su mujer. Aún vaciló, casi con deseos de dar un escándalo de los que hacen época; por fin se encogió de espaldas con un gesto que igual podía servir para levantar la estola de pieles sobre los hombros de mármol, que para desdeñar, y lenta, sonriendo, burlona, salió arrastrando la larga cola de terciopelo verde florecida de oro.



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