El gran pecado/08

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Capítulo II - La mueca trágica[editar]

Pero ¿no será que no queramos que haya una hipocresía inconsciente
que evite que veamos dentro de nosotros mismos?

MAETERLINCK.


Como no había ningún auto ni coche a la puerta del Casino, y tomando el atajo, aquel encantador sendero lleno de luna y perfumado de naranjos en flor, apenas eran necesarios cinco minutos para ganar la villa. Candelaria y Fritz decidieron recorrer camino a pie.

Delante marchaba ella, muda y fosca, silenciosa en su ofendida actitud de desdén; detrás él aventurero, sonriendo, convencido de que a los primeros mimos y vayas depondría ella su enfado. De vez en cuando y como apresurase el paso, murmuraba algo amable, galante, sobre la belleza de su silueta, la gracia de su paso rítmico y resuelto y la ligereza juvenil de su andar.

Pero la Tardiente no le hacía caso; ni aun tan siquiera paraba mientes en sus palabras, poseída toda por una súbita y ardiente inquietud. Allí, en la terraza del Casino, había creído sentir unas pupilas, las de Pedro Antonio, fijas en ella. Fue como una sacudida eléctrica, un presentimiento, algo que no se solidificaba en un hecho concreto, sino que reducíase a un fluido magnético o a una rara telepatía. Inútil que sus ojos explorasen las tinieblas afanosamente, no logró ver nada. Sin embargo, la sensación de la presencia de aquel hombre perduraba, la perseguía, la obsesionaba. Ahora mismo creía oír pasos rápidos y silenciosos que le seguían. Por un momento la sensación fue tan clara y neta que se detuvo: pero los pasos, si los había, se detuvieron también y sólo pareciole percibir una respiración agitada que venía de la sombra.

Fritz, que se había aproximado a ella, creyendo en una reconciliación, murmuró:

-Ma cheri!

Candelaria impúsole silencio violentamente.

-¡Calla!

Siguió subiendo. El tendero se retorcía y escarpaba por entre admirables boscajes y floridos jardines de ensueño. Abajo veíase el mar, que espejeaba, todo de plata, en el beso lunar; arriba «Villa Salmacis» aparecía infinitamente blanca en la blancura de los azahares.

Y Candelaria, concentrada en sí misma, hacía un cruel balance de su vida entera, de aquella vida en que el orgullo había sustituido al corazón. Sí; ahora veíalo claro; un orgullo inmenso, cruel, diabólico lo había hecho creerse mejor, más noble y fuerte, cuando estaba hecha de la misma miserable arcilla de los demás. Una sonrisa de sarcasmo crispó sus labios, y un infinito desdén, cruel e impío, por sí y por ellos, anegó su pensamiento. ¡Qué vergüenza y qué asco!... Eso era todo; ni dolor de contrición, ni pavura de atrición, ni pena ni compasión... asco y desdén florecían como espinas en el desnudo erial de su alma.

Llegaron; entró primero ella, luego Fritz, dejando la puerta abierta. Parada en el parterre, que presidía el templete, en que se alzaba la estatua de Eros Rey, la Tardiente ordenó con impaciencia:

-¡Cierra esa puerta!

Él echose reír:

-¡A ver si vas a tener miedo de los ladrones ahora!

Iba ella a hablar, a explicarse, pero súbitamente encogiose de hombros con un gesto rabioso de desdén ante la fatalidad inexorable.

Por las grandes puertas vidriosas, abiertas de par en par, penetraron en la alcoba.

Era una pieza decorada al estilo que Marie Antoinette entronizara en el Trianon para jugar con la Lamballe y la Polignac a las pastoras, mientras el buen señor de Guillotin perfeccionaba su invento. Los muros eran grises, adornados con motivos pastoriles; los muebles de laca, gris también, con cojines de seda a rayas de flores rosas y azules; las puertas, altas y redondas, rematadas por sobrepuertas de pintados medallones de flores y frutas, entre las que jugaban desnudos amorcillos. Sobre la larga chimenea de mármol blanco veteado de negro, un busto de la Reina de Francia, delante de un gran espejo ovalado en su parte superior, que remataba un lazo, del que pendían dos guirnaldas de rosas.

Ante él fue Candelaria: ya allí, quitose el sombrero empenachado de plumas y atusose el pelo pintado. Fritz la alcanzó tratando de abrazarla y murmurando palabras de desagravio:

-¿Estás enfadada?, ¿no me quieres ya?... No seas cruel con tu cariño...

Pero ella parecía esperar algo, parecía tener los ojos fijos en invisible reloj en que iba a sonar una hora definitiva, una de esas horas que deciden nuestra vida.

Fritz insistió:

-¡Chiquita, cheri, qué guapa, qué guapa estás!

Sin quererlo cedía, vencida a la presión de los brazos amantes, iba a caer, a brindarle los labios, cuando vio retratarse en el espejo el rostro lívido de Pedro Antonio. Lanzó un grito:

-¡Allí!

Volviose el hombre rápido y hallose frente a frente del marido que se erguía vengador, empuñando un revólver.

Hubo un momento de vacilación en que los dos parecieron dudosos de la aptitud que debían adoptar. Fritz Silva muy dueño de sí, avanzó un paso.

-Caballero, no es correcto...

Entonces Candelaria experimentó una rabia infinita, un odio rencoroso y exasperado que caía implacable sobre sí, sobre su marido, sobre su amante, que le hacía inexorable, impía, dura, insensible y con voz estragada apostrofole:

-¡Pero tira cobarde! ¡Es mi amante!

Brilló un fogonazo, sonó un tiro y Fritz desplomose inerte, bañado en sangre, a los pies de su querida.



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