El gran simpático: 01

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El gran simpático
de Felipe Trigo
Capítulo I

Capítulo I

Daban las diez, en una torre del pueblo, y Alfredo aligeró -camino de la estación. La noche clara, calmosa. La luna alta. Ladraban los perros de las eras. Jadeaba Alfredo Gil (pisando su menuda sombra) con la maleta pesadísima y el lío del gabán y los bastones. Además, llevaba la merienda y un encargo de chorizos.

Se iba para no volver, y... nadie le despedía.

¡No!... Oyó lejos, detrás, un conjunto de voces juveniles.

Deberían de ser los amigos. Quizá las primas, también, con vecinas de la calle -porque algunas voces eran atipladas.

Apretó el paso, apretó el paso... arrastrando por el polvo un cabo del cordel, mal atado a la maleta, y dándose con ésta en los talones. No quería que le mirasen transportando su equipaje, aunque hubiesen de verle después en tercera.

¡Oh, la maleta de los dramas!

Se burlarían de él, como aquí, en la corte... pero ¡allá iba!

Tropezó, cayó... y rodó todo por el polvo. Rodaron desempaquetados los chorizos.

El pobre sonrió. Menos mal que no se le desató la maleta. Restituyó los chorizos, según pudo, al medio Heraldo, y prosiguió la marcha con más prisa.

Con más ánimo.

Tropezar, creíalo él conveniente. Siempre los obstáculos habíanle sido ventajosos. ¡Le nacía tal ansia, tal fuerza tenaz para vencerlos y seguir del lado allá con nuevas gallardías!

«Cuando sea célebre -pensó-, este ridículo detalle de mi biografía parecerá gracioso».

Y tan resuelto a no dejarse alcanzar por los de atrás, como a no juntarse con otro grupo que divisó delante, torció, ya cerca de la estación, por el atajo. Entraría dándole el rodeo a la empalizada.

Era mejor. Así, descansando un poco, podría sacudirse las rodillas, situar bonitamente los trastos frente al muelle, donde solían caer la cabeza del tren y los terceras, y despedirse con más dignidad de sus paisanos.

Algo le costó subir la guijarrosa cuesta. Se resbalaba.

Pero, aun antes de limpiarse, tan luego como estuvo al lado de las vías, le sorprendió advertir el inmediato anden lleno de gente... Y sufrió un dolor, recordando que esta noche llegaba Gabrielito Torres... de Cádiz, con la carrera terminada.

Sí; toda esta gente, y los que venían detrás, acudían a esperar a Gabrielito... al Gran simpático, como te llamaban, por cariño, y porque él, cuando ponía púlpito de Anatomía y de Higiene en las tertulias, no se olvidaba jamás de nombrar y concederle gran importancia «en la vida nerviosa al gran simpático...»

¡Qué fácil todo para este hombre!

Decían que se iría inmediatamente a Madrid, bajo la protección de una marquesa amiga de un amigo de sus padres.

Amargado Alfredo, no quiso acercarse a la gente.

Sentóse en la maleta.

Sino que silbó el correo y tuvo que ir a la taquilla. Por fortuna, las elegantes señoritas, los señores respetables, los amigos y la familia, en fin, de Gabrielito, se arremolinaron hacia el otro extremo del andén, donde solían quedar los primeras.

Apenas un conocido, Peña, el viejo boticario, que iba detrás, le vio y dignase dirigirle la palabra:

-¡Conque te marchas, hombre!

-Sí, señor.

-¡Estás loco! ¡Mira que irte a Madrid de escribiente, cuando tenías aquí tu cátedra!... ¡Bien ha hecho en disgustársete tu tío, demonio!

Y se alejó, reuniéndose a los demás, con aquella especie de crispación de fiesta magna que inundaba en la espera a todo el mundo.

«Mi cátedra» -burlóse Gil amargamente.

En Villaleón le llamaban cátedras a las de un mal colegio que a cada señor licenciado deparábale cinco alumnos y nueve duros al mes.

El tren entró, con su larga rastra de coches atestados de viajeros. No hubo vivas, en verdad; mas sí gritos de amigos y de viejas sirvientes saludando a Gabrielito.

-¡¡Gabrielito!!

-¡¡Gabrielito!!

-¿Dónde viene Gabrielito?

Esto era allá, del lado del depósito -abalanzándose impacientes a revisar las portezuelas, prendidos al estribo, algunos, antes que parase el tren; alegría aldeana, manifestada locamente, en un solo clamor, al descubrirá Gabrielito...; y la mayor parte de los que venían en el tren, sorprendidos por el tumulto, pusiéronse a las ventanas... Aquí, en cambio, del lado de los furgones de sardinas, el solitario profesor subía a las duras tablas de otro coche su equipaje.

La recepción tenía los caracteres de una manifestación. Alfredo se asomó a verla, entre dos guardias civiles y un chalán que ocupaban las ventanillas inmediatas.

Ya estaba Gabrielito en tierra, rodeado, sofocado por la gente. Se le veía pasar de unos brazos a otros brazos..., y todos querían abrazarle a la vez, hermanas, amigos, parientes... señoras también bastante guapas y acaso de no muy próxima familia, porque notábasele al gentil recién llegado, al aceptar sus achuchones, cierta cortedad.

-¡Gabrielito!

-¡Gabrielitol

-¡Hombre, Gabrielito!

-¡Hijo, Gabrielito!

Un tumulto. Y con Gabrielito, del mismo coche, cuya puerta tapizada veíase abierta a la luz del interior, había descendido otro sujeto menudo, feo, insignificante, de quien pocos hacían caso. Gil reconoció a Policarpo Carballo, procedente asimismo de Cádiz, y con sobresaliente también en su título de médico. No se oía, sin embargo, más que un nombre: «¡Gabrielito, Gabrielito!»... Del contraste saltaban para Gil ideas consoladoras; eran Carballo y él propio los dos jóvenes más chicos y feos, y hasta sin gracia, de Villaleón; los dos más ariscos, por lo tanto, y concentrados en sí, fuera de casinos y tertulias.. ¿Si Carballo le igualara al mismo tiempo en pobreza, nada tendrían que envidiarse mutuamente; pero tenía algún capital la familia de Carballo.

El entusiasmo seguía, acrecido de sí mismo:

-¡Gabrielito!

-¡Hombre, Gabrielito! ¡El Gran simpático!

-¡Trae esa mano, Gabrielito!

Gil oyó que le preguntaba de pronto un guardia, como cayendo en la cuenta y pronto a bajar y presentarle al viajero sus respetos:

-Oiga... ¿No será el hijo de Maura?

-¡No! -le respondió breve Gil, absorto en sus reflexiones.

-¡Zerá er diputado der distrito! -apuntó al lado opuesto el chalán.

-¡O el hijo del diputado! -dijo el otro guardia-. Pero, ¿por qué le dicen Gabrielito si es más grande que una torre?

Esta vez les explicó Gil, más galante:

-Es un chico de aquí, que vuelve con la carrera concluida.

Aplicóse a revisar, puesto que se acercaba de cara y lentamente el gran grupo, qué señoritas estaban. ¡Todas!... a pretexto de amistad con las hermanas de Gabriel, y además de gala, vestidas. como para misa de once. Concha y Petra..., Emerenciana..., Sol Villarreal..., Amparito..., las de Lúgigo..., Micaela Pérez... ¡Anda, y la viuda de Ostrogón!... ¡Qué sinvergüenza!

Le estrujaban. Le rifaban.

De pronto vio Alfredo una cosa que le retorció las entrañas.

¡Oh, lo que nunca habría creído! ¡Nunca!

¡La Doria, vergonzante en un grupeto de artesanas, estaba allí, bajo el reloj!...

¡También la Doria!

¡También!... Mirando a Gabriel, desde lejos, no obstante la vigorosa y natural oposición de los padres de ella, por comprender que no la querría para casarse el fatuo Gabrielito... Y vino a recibirle con amigas, furtivamente... la joya del pueblo... la Doria ingrata que trajo loco tantos años a este pobre profesor... hoy emigrante, quizás no poco, por sus desprecios. Gil la habría llevado al altar con vida y alma... ¡tesoro de belleza!, y más atento a la honradez que a la modestia de aquella casa de labradoritas de dos yuntas...

¡Oh, la Doria!... Mas... ¡cuánto estaría sufriendo, no advertida siquiera por Gabriel, ebrio de triunfo!

Ya se lo llevaban por la puerta de salida... Y el tren, silbando, partió...; y parecíale, al menudo profesor, como si el diablo, que le hizo a él feo y ridículo, le arrancase de la carne la última ilusión de su Doria...mientras ella quedábase allí torva y en pena bajo el reloj... quizás llorando; mientras lloraba él, al menos, una positiva lágrima de lumbre...; trémulo sobre el temblor del tren, que ya corría y le arrancaba asimismo a las plataformas del cruce una carcajada diablesca, estridente, colosal... corrida atrás a lo largo de los coches...