El gran simpático: 02
Capítulo II
Para el convite se habían habilitado el largo salón de bajo techo, pintado al temple, tiempo atrás, por Gabriel, y el gabinete del otro lado del pasillo. Mas era tal la concurrencia, que había gente también por la cocina, por la escalera, por las salas altas, donde quedaba un rato suspenso el baile. A lo largo de las mesas no cabían, atestadas, sino las muchachas y las mamás, con tal cual mancebo predilecto -teniendo los demás que resignarse a mirar y comer dulces y esperar las botellas de jerez en ambulantes grupos por las puertas.
Felices, de entre estos del pasillo, los que lograban sacar una bandeja en triunfo. Algunos obsequiaban a las criaditas, borrachos ya..., no muy quietas las manos, por supuesto. Dentro, estallaban las risas con algo de más compostura, aunque con el mismo cosquilleo sensual de locos regocijos, por el inevitable apretamiento que imponía, entre las bellas señoritas, ya bastante alegres de champagne de Reims, el ir y volver de los jóvenes repartiéndoles los fiambres y las copas.
-¡Que me rompes, hombre!
-¡Que se lleva usted mi tul!
-¡Oh, perdone, Joaquinita!
-¡Déme de aquello! ¿Fuagrás?
Se fumaba. En las cajas de cigarros no quedaba uno. La mayor parte de las bocas masculinas, ocupadas las manos en alto con platos y licores, mordían los habanos sin haberles quitado la sortija de papel. El ramo central de hortensias se había caído dos veces, y lo menos diez las botellas, manchando faldas de seda y arrancando agudos gritos.
-¿Qué? ¿Le ha callado a usted... hasta lo interior? -preguntó en cierto momento Gabriel, al oído de Sol Villarreal, viéndola alzarse en pellizcos el delantero de la falda, y tirada en risa la cabeza atrás como una loca.
-¡Hasta lo... que no puede decirse! -replicóle ella sin cesar de reírse y apenas esquivando de su alrededor la respuesta.
Borracha perdida. Por más que no necesitaba del champaña, la bella Sol, un tanto disconforme con sus veintisiete años sin boda, para estas ingeniosidades.
Concha, la dulce, habíase llevado casi violenta a Gabrielito. Le monopolizaba. Sin ser su novia precisamente, era como su predestinada de familia, desde antiguo.
Le retenía en el hueco de una ventana: allí dos sillas apartadas, algo fuera del infierno donde nadie se entendía con nadie.
-¡No me gusta, sabes, que estés con Sol!
Se admiraba Gabrielito. ¡La dulce! ¡La discreta!... También alegre. De otro modo, a él, sobre quien no tenía derechos, no osaría ponerle prohibiciones. Pero esta noche, sin saber a punto fijo si ello le placía, Concha mostrábale un bello mareo sentimental de fuegos, de licores y de valses.
-¡Tonta! ¿Por qué?
-Porque no. Es una coqueta... ¡y más que una coqueta!
-Bien. No volveré.
-Y además, ¡estoy muy triste!
-¿Muy triste? ¡Nadie lo diría!
-¡Muy triste! -repitió la morenita gentil, puyo pelo partíase en bandas-. Lo que es fiesta para los demás, es pena para mí... porque se da en tu despedida.
-¡Bah, no! En alegría de mis padres, porque he acabado la carrera.
- Pero en despedida al propio tiempo... puesto que te irás a Madrid el mes que viene.
-¡Oh, quién sabe!
-A Madrid... a ejercer tu carrera... a no volver...
- Oh, no, Concha, ¡quién sabe!... Yo mismo no lo sé. ¡Estoy tan a gusto en nuestro pueblo... me habéis recibido tan bien... que en estos ocho días que llevo aquí tengo mis dudas, mis serias dudas, acerca de si le daré a mi padre con su plan en las narices! ¡Mi padre es el único obstinado en que me vaya a conquistarme un porvenir, tú lo sabes!
Brilló con tal ímpetu en la joven el dolor y la esperanza, que le cogió a Gabriel con las dos suyas la mano.
-Di, ¿por qué no me juras que te quedas? ¿Por qué no me...?
No pudo seguir. Voces y siseos enérgicos imponían silencio. En el centro de la mesa y a instancias de Sol Villarreal, se había levantado el viejo poeta del pueblo, D. Sebastián, para leer un romance compuesto en loor de Gabrielito. Claro es que se reclamó a éste a primer término; y como le llevaron a tirones, y le ofrecían tres damas otra silla, Concha quedó perdida entre la gente.
Logrado el silencio -si bien no en el pasillo ni en el frontero gabinete, donde las mamás predominaban- el poeta se caló las gafas y empezó a leer.
Concha no atendía. Desde el sitio que habíanla dejado, en una punta de la mesa, comparaba a Gabriel con los otros. Sólo él ostentaba, de frac, esta elegancia inimitable. Algunos, de levita; y la mayor parte de corriente y moliente americana... ¡Con qué trazas de brutos, los más!
¿Y dónde andaría Carballo?... No había vuelto Concha a verle desde primera noche. Le recordaba, porque le nombró el poeta, en alusión caritativa, pero justa, ya que el pobre era tan listo y buen estudiante como el propio Gran simpático. Renata e Inesita, las hermanas de Carballo, no ocultaban en las caras su contrariedad por la mezquina alusión del larguísimo romance.
Pero ¡bah!... Gabriel lo anublaba todo siempre en torno suyo, como un astro. Contemplándole Concha con arrobo, veía su figura de Apolo fuerte, atlético, lleno a la vez de imperio y de ternura, de enérgica arrogancia de león y de majestad inteligente; dudó que pudiera haber sobre la tierra un hombre más hermoso... Tenía veinte años, y la misma esbelta corpulencia perfecta que si tuviese treinta y cinco; el mismo aire desdeñoso, protector, acariciador... fuerte e irresistiblemente acariciador, que un Don Juan «consumado»... Era fino y firme su mentón; sus labios rojos, puros como un caramelo al transparente; su bigote audaz, de sedas de la gracia; sus dientes deslumbrantes de húmeda blancura; su nariz brava y decidida; sus ojos claros, de azul de hortensia, leales y francos, con la franqueza osada indicadora de toda una vida poderosa, bajo la noble frente despejada que coronaba el pelo de ricitos de oro obscuro.
Tuvo una ovación el poeta, medio en guasa; pero él la agradecía con inocencia infantil. Se le dieron copas, y al estruendo se agolpó más gente por las puertas. Pidió alguien en seguida que dijera versos suyos Gabrielito, y le corearon todos.
No hubo otro remedio. Se levantó Gabriel, y se tendió un silencio devoto -porque el flamante doctor era, además, con su talento pasmoso, poeta, cronista, autor dramático, pintor... cuanto le diese la gana... ¡Qué hombre! Pero no recordaba más: quería al mismo tiempo, siempre oportuno, contraponer la nota de la brevedad y la ligereza a aquella lata del poeta trasnochado, y únicamente recitó, con voz sonora, que era por sí sola una delicia, una cancioncilla, compuesta en Cádiz para un proyectado sainete:
- Yo tenía en mi ventana
- tiestos con flores;
- hizo frío una mañana,
- y se helaron.
- En el corazoncito mío
- tenía amores;
- y en una noche de estío
- se abrasaron.
- Ni frío ni calor
- quieren las flores,
- quiere el amor.
¡Viva Gabrielito! ¡Olé por el Gran simpático!
La ovación fue ahora un escándalo. Se le dió champaña. Tres damas que se le acercaron, con flores, de distintos puntos del salón, dejaron abandonados a sus respectivos caballeros; y de éstos, uno que lo entendía protestábale a un grupo, por lo bajo, de que «aquello fuesen seguidillas ni versos bien medidos»...
Concha, por su parte, molesta con tantas preferencias femeniles a Gabriel, deseó libertarle (¡oh cómo comprendía la dificultad de enamorarle!) de tales estrechuras y de su prisión entre audaces... entre coquetas..., porque se le habían vuelto a rodear Sol Villarreal y Carolina Ostrogón, nada menos! ¡Ah, la tal viuda suelta y buena moza... aun teniendo en la fiesta a su don Luis... si bien éste allá por la otra sala, para el buen ver de su señora! Se dirigió, pues, Concha a la hermana mayor de Gabrielito, y le propuso volverse todos arriba, a continuar el baile.
Dieron la voz sobre el desastre de la mesa, en que mal quedaban cuatro dulces:
-¡Rigodones! ¡Hala, las parejas!
Sirviendo de guías, y seguidas por las otras hermanas de Gabriel, salieron, subieron la escalera en avalancha.
Solamente Gabriel permaneció en la mesa con la arrogante Carola, con la viuda...
Quedaba una copa de champaña y bebían de ella, los dos, pequeños sorbos. Carolina hablábale a Gabriel con cierta confianza maternal, porque le trataba desde niño:
-Tú, Gabrielito... harás una solemne tontería marchándote del pueblo. ¿Dónde estarías, hombre, mejor?... Ve por mi casa, mañana... y todos los días, cuando quieras tú..., que no has vuelto... y... ¡que no porque una viva sola es un lobo!... Digo... a menos que te lo parezca... yo... de puro fea y de puro vieja...
-¡Oh, usted... Carolina! -replicaba con su aplomo imperturbable, con su plena conciencia de dominio Gabrielito-: ¡qué poco miedo me dieran los lobos si fuesen como usted!... Al contrario, temibles por...
¿Por... qué?
¡Por... otras cosas! ¿Quiere usted que se las diga?
Ella sonrió y se levantó:
-No, mañana. Yo voy arriba. Mira tú qué sandeces... Vivo sola, y solos estaremos en mi casa; ¡pero aquí, menos solos... nos criticaría la gente!
Salió, y quedóse Gabriel pensativo. No tendría Carola los treinta años que ella pregonaba, sino treinta y seis o treinta y ocho...; mas era una real moza. Y nada fácil, aunque alegre... ¿Habría roto con don Luis?... No. Pero esta noche se le disputaban todas como nunca...
Una voz sonó a su espalda:
-¡Hola! ¿Qué haces?
Era Conchita.
-Nada, mujer. Pensando... que es casi seguro que no me iré de entre vosotros. ¿Te complace?
Concha se estremeció de alegría:
-Oh, Gabriel... ¿De verdad? Dímelo, anda... ¡júralo!, ¡júralo!
-¡Casi que te lo juro, mujer!
Y Dios sepa qué nueva expansión de ingenuas caricias cortó, sobre el contento loco de ella, la llegada de un nuevo personaje.
Concha, turbada, a vuelta de algunas frases, partió. El que había llegado, torvo y silencioso, desde un rincón de la cocina, donde estuvo largo tiempo aislado de la gente, era un desdeñado pretendiente de Concha: Carballo. Traía el sombrero. Tenía sueño. Se despedía. Y se marchó -luego de aceptarle a Gabriel un reproche de huraño y un dulce.