El hampón: 1

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El hampón de Joaquín Dicenta
Capítulo I


En las oficinas, acodado contra la saliente de un ventanillo, sobre el cual pintaron con negro la palabra JORNALES, recoge los suyos un hombre de piernas recias y ancha espalda. Bajo la chaqueta, se dibujan poderosos los músculos del bíceps; los de la pantorrilla se apelotonan tras el remendado pantalón, poniéndole a punto de estallar, cuando las piernas hacen firme. La cabeza del minero, embutida en el semicírculo que traza el ventanillo apenas descubre ásperos remolinos de la barba azabache; un sombrero ancho, con repujadura de mugre, cae a ras de su nuca; por ella se desparraman mechones rebeldes que se retuercen hacia arriba, para componer tufos encima de la oreja.

Cuatro manos vienen y van por una tabla que, interiormente, angula el ventanillo. Dos de estas manos, las que se mueven más adentro, pálidas, blanduchas, apilan en la tabla monedas; las otras dos manos, deshechuradas y callosas, cuentan las monedas y las hacen rebotar sobre el mostrador, una a una. Cuando rebota la última, la mano izquierda del minero sale del ventanillo y desaparece en los repliegues de la faja; vuelve a aparecer, extendiendo un pañuelo de hierbas; va el pañuelo a la faja, repleto de medias pesetas, pesetas y duros, y el hombre, apoyándose en los codos, endereza el busto dando frente a una puerta, por cuya vidriera, alambrada y sucia, se ciernen los rayos solares en átomos plomizos.

Aquella media luz recorta fantásticamente la imagen del minero. Su cuerpo erguido, apoyado en las piernas, deja ver por la camiseta desabrochada un pecho velludo y un cuello de cíclope; sobre él posa con arrogancia la cabeza, mostrando, entre las marañas de la barba y del pelo, dos grandes ojos verdes que relampaguean bajo unos cejales endrinos, una corva nariz; y unos labios que se contraen, descubriendo los dientes blancos, puntiagudos y cabales.

Fuera expuesto a equivocaciones al precisar el color de la piel del hombro; cubierta se halla por el polvillo cenizoso que el mineral, al caer derribado por el pico, desprende; juntándose el polvillo al sudor, forma sobre el cutis de los mineros una pasta grisácea, donde los churretes toman apariencias de surco.

En la indumentaria, chaquetón, pantalones y camiseta, pugnan a cuál es más harapo; el sombrero perdió la primitiva hechura, permitiendo a las alas caer con languidez senil y a la copa abollarse sobre la coronilla; unos borceguíes de piel de vaca acorrean el pantalón contra las espinillas, y una faja negra de estambre da vuelta y más vueltas a la cintura, ascendiendo hasta el costillar; por entre la faja asoma la culata empavonada de un Smith; rozando la solapa izquierda del chaquetón y sacando por ella la tosca contera de cobre dorea una faca de catorce perrillas.

El minero hosco, taciturno, sin dirigir la palabra a nadie, se abre paso por los trabajadores que aguardan la cobranza; abre la vidriera de un embite, guiña los ojos al poner los pies en la calle como si la luz solar lo estorbara, y, entrando en una taberna, que hay junto a la oficina, dice al medidor, que en reverencia le saluda:

-Larga un latigazo de lo fuerte, a ver si barro con él este maldecío polvillo.

-Pa barrelo tó -responde el medidor- necesitarás el barril. Debes tener ahí dentro un depósito. ¡Como que doblas y sales de quincena a quincena!...

-Y eso -responde el cortador- porque algún día sa menester descansar unas miajas y ajumarse a concencia.

-Hoy vas a las dos cosas.

-¡A ver, tú, que vida!... ¿Pa qué trajino como un mulo? Pa ganar más dinero que otros y pa gastarme ese dinero más pronto y mejor que tós los demás juntos. Ya me estorba este puñao de pesetas y duros que llevo tintineando en el pañolote de hierbas. ¡Y miá si seré bruto yo, que hago ñuos en el pañuelo! Ni que lo fuese a ahorrar. ¡Lo que es la costumbre!... Lo ve uno añudar desde chico; lo añudó de grande algunas veces. ¡Y velay! ¡Ea, ea! ¡Fuera trompiezos!... Medio cuartillo, ¿sabes? Después detó cuando güerva a mi alcoba hecho un zoque, ni estorbaré a denguno ni tendré que pagar la puerta. Las galerías abandonás son anchas y están solas; allí no hay quien cobre el pupilaje, ni los chinos; como no hay hombres que los sacuan con el pico, pues se están quietos y no caen. Echa medio cuartillo. Pa empezar la limpieza del tubo me paece que es lo propio.

Mientras el medidor llena de aguardiente un vaso, hasta los bordes, el minero saca el pañuelo de hierbas de la faja, lo desanuda, lo extiende encima de una mesa y va repartiendo a puñados, sin contarlos, por sus bolsillos pesetas y medias pesetas y duros.

-Es así más cómodo -dice-. Mete uno los deos en cualquiera de estos boquetes, y por entre los deos va sangrando más de prisa la pasta que en los hornos de fundición.

-No durará mucho ese dinero entre los tuyos -interrumpe un hombre de veinticinco a veintiséis años, que juntamente con algunos sujetos apura vasos de montilla.

Distínguese el hombre por su más esmerado trajeo entre los concurrentes al tabernucho aquel. Minero fue; pero al presente es jugador de oficio y pone su empello en que lo cedulen de aliñado y buen mozo.

Aguardando la hora de su «talla» va puro en boca y bastón en diestra; entróse por el despacho tabernario hecho un brazo de mar para tormento de envidiosos y respeto de bravucones.

Porque Román el Zurdo, a más de buen mozo y bien vestido, es capaz de tener a raya al más guapo. Por lo menos, hasta la fecha, ninguno le echó el pío delante sin que él se lo pisara, y fuerte.

-¿Qué decías? -pregunta el minero astroso a Román, limpiándose con el dorso de la mano izquierda el bigote.

-Decía -contesta el valentón- que poco te durará la plata. Ya se encargarán de liquidártela en un amén las zurripamplas de La Buena Sombra; y añado que no te fuera mal del tó reservar algunas pesetas pa cambio de ropa y rapao de pelo. En güena forma hablo lo que hablo, y por amistá y por mor de darte un consejo. No vale la pena de estar aperreao medio mes pa tirarlo tó en dos horas y metérselo en el bolsillo a palomas viajeras que hoy vuelan aquí y mañana arremontan, y me alegro de haberte visto. ¡Mozo!... Toma en nuestra mesa una copa.

-No es mi hora del vino. Esta es pa mí la hora del aguardiente. Con él empiezo y con él acabo, cuando acabo; vamos, cuando la plata anda en las últimas. Pues oye, Román -sigue, luego de dejar mediado el segundo vaso de alcohol-. Cá uno vive como quiere, y en el vivir de otros, denguno se tié que meter. Esto también lo digo en amistá, y al respectivo de la tuya. Con la mala vestimenta que traigo, me parezco yo un rey mesmamente, y ni por el rey de España me cambio en tan y mientras que los duros me golpeen en los bolsillos y esta faca asome por acá y este culatín me reluzca entre los pliegues de la faja y estas dos manos sepan cómose deja sin balas un revólver y sin vaina un cuchillo.

-¡Jorge! -interrumpe el otro.

-Es un decir, y a nadie va, que vaya por derecho. Mal harás en tomarlo a envite; yo nunca los juego, y si los admito alguna vez es porque me los echan. Respective a las del café, vaya, que sin que el sastre me reforme, ni el barbero me pele, alguna hay que... por mis pesetas será; pero cuando llego yo a su turno, me prefieren a los güenos mozos que a diario les tienen encantaos. Y esto sí que va dicho sin segunda, porque a mi las mujeres... por quincenas y hasta otra, como el ventanillo de Jornales. ¿Qué te debo muchacho? Señores, buena noche y salud.

El minero, girando sobre los talones y recogiendo de su bigote con la lengua las últimas gotas de aguardiente, abandona el local.

Marcialmente camina.

Más que un obrero sin afectos ni hogar, parece un duque satisfecho.

Al despedirse puso en su gesto y en su voz un aire retador; había hablado como diciendo: «Que salga y me siga el que se atreva.»

-Ese -dice Román- está buscándole los tres pies al gato. Pa mí que se los encuentra una noche o una mañana, que los trompiezos no tienen hora fija.

-Mal harás en meterte con ese hombre, Román -murmura el tabernero al oído del Zurdo.

-¿Por qué?...

-Porque te lo digo yo que voy a viejo y he visto en el mundo munchas, pero munchas presonas.

-Y con eso, ¿qué quiés significarme?

-Que dejes a cá mosca con su vuelo. Créemelo, Román, pa cualsiquier hombre, es mucho hombre ese hampón.