El hampón: 2

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El hampón de Joaquín Dicenta
Capítulo II


¡Un hampón! Así llaman los mineros a los bohemios de la mina, a los pródigos haraposos que gastan en breves horas de embriaguez y lujuria el jornal que en horas ímprobas de faena recogen.

Todos ignoran en la mina la procedencia de estos hombres. Llegan, mejor dicho, surgen un día o una noche en cualquier taberna con la misma indumentaria que han usado tal vez desde muchos años antes de su arribo y que seguirán ostentando después; con el mismo aspecto sucio y feroz; el mismo puñal en la chaqueta y la misma pistola en la faja.

¿Salen del monte, huyendo persecuciones de la guardia civil? ¿Del presidio, burlando en su vigilancia a los carceleros? ¿De un burdel donde su faca les dio acero para matar y su astucia o el amor de una prostituta ocasión de evadirse?

Nadie lo sabe. Nadie tampoco lo pregunta. En la mina no se pregunta esto jamás. Si se anduviera con tan ridículos reparos, faltaría obreros. Con quienes desafían la muerte a diario hay que tener un poco ancha la manga.

En las propias oficinas mineras apenas saben el nombre de los trabajadores; basta saber el del jornalero que hace en las cuadrillas cabeza.

Para lo que interesa a los propietarios y directores del negocio, no estorban la calidad moral y la procedencia del minero. Sea éste quien fuere, venga de donde venga, ni comete delitos, ni provoca reyertas en el interior de la mina. En ella es un soldado que a otros se une para la conquista del mineral. Un instrumento más durante la faena; en los trances de peligro un hermano más. Los mineros disputan, riñen, se desafían y se matan lejos de los pozos y talleres, valga la frase, extrafronteras. Esto a los directores de la mina les importa muy poco; a los accionistas, claro que los importa menos.

El hampón aparece en cualquier taberna, pido trabajo a un «destajista», a un jefe de cuadrilla; entra en el pozo, empuña el pico y ¡a cortar mineral!

A las pocas semanas su valor, su total desprecio a todo peligro, le conquistan puesto de honor entre los suyos.

¿Dónde come? En una cantina, la más próxima al pozo. ¿Dónde duerme? Acaso en el fondo, de una galería abandonada. Sus compañeros no le ven más que en la tarea; sus jefes, al reflejo lívido de los candiles; los empleados de la administración, cuando va a cobrar los jornales.

Ese día, el de la quincena, el hampón, el cortador incansable del plomo, reaparece en la ciudad ennegrecido y harapiento, fosca la barba, luenga la cabellera, alegre el gesto y vacilante el viaje de sus pies, hechos a tantear abismos.

En la primera taberna apura el primer vaso y cambia el primer duro de los recibidos en la caja. Luego de recorrer tabernas se dirige al cantante; allí corea las coplas, convida a los artistas y alterna con las bailaoras. Del cantante pasa al café de camareras; reúne a las mujeres en torno de su mesa; les paga espléndidamente sus carantoñas y arrumacos, gasta en Jerez su plata, satisface su prodigalidad, logra su ansia brutal de goces, la hartura de ellos con las pesetas últimas en un burdel cualquiera, y de aquella horrible cámara nupcial sale, cuando el alba despunta, para dirigirse a la boca del pozo y bajar a él tambaleándose en la plataforma del ascensor, y perfora la piedra, y carga el cartucho y sube la escala de esparto tarareando una taranta mientras a sus espaldas cruje el bloque y revienta la dinamita.

Así vive este hombre que acaso no tiene familia, ni amigos, ni derechos sociales, ni nombre que pueda pronunciarse en voz alta.

Así vive en la mina donde trabaja, silencioso, huraño, enigmático, aguardando que un «chino» le aplaste los sesos o que el ácido carbónico traiga a sus pulmones la asfixia. Si los bloques le respetan y el ácido carbónico no lo quiere matar de golpe, muerto aparecerá un día cualquiera en su dormitorio de roca, en la abandonada galería con la bolsa pañuelo apretada entre la camisa y la punta de la faca asomando por una solapa del remendado chaquetón.