El hampón: 5

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Iba para dos años que Irene desempeñaba oficios de camarera en La Buena Sombra, un café modernista (así le llamaba su fundador y dueño), que para competir con el cantante antiguo y alcanzar victoria sobre él, brindaba a los parroquianos la voz escasa de unas cupletistas, con más el atractivo de la femenil servidumbre, nada huraña en su trato y fácil al reclamo de los varones, siempre que éstos lo acompañaran de buenas propinas al abonar el gasto y de buenos duros si al cerrarse el café querían ultimar el convite.

Ponía gran cuidado el dueño del café en remudar camareras y cantatrices. No era el paladar de sus parroquianos meticuloso en punto a la belleza y a la donosura de las tales; pero en cambio se hartaba de ellas pronto. A falta de exquisitez en la mercancía, pedía variación. El cafetero, atento al mejor provecho de su industria, no se atrasaba en los cambios y recambios de personal. Cada tres meses, a lo sumo, plantábase el hombre en la Corte y de ella regresaba con mujerío nuevo, vamos al decir, porque casi todas sus novedades, de puro averiadas, sólo en gente minera, que ni de la muerte se asusta, podían encontrar recibo.

En La Buena Sombra lo hallaban, con tal de no ser viejas. Aquellos hombres rudos gustaban de la carne pintada. Aun, aun los más jóvenes, tomaban el colorete por rubor y por apasionada sombra el corcho ahumador de los párpados. Al amanecer era su desengaño; pero al advenir éste ya estaba satisfecho todo. Sobre que al amanecer comienzan los trabajos mineros, y no hay tiempo para distingos cuando pico y candil aguardan en la boca del pozo.

Irene constituía la excepción en el trasiego de camareras y de tiples. Por su belleza, aun no totalmente marchita, por su gracia y por su habilidad en agradar, entretener y llevar el humor a los parroquianos, era ídolo de ellos e insustituible para el amo del cafetín, que veía en Irene un filón productivo, un espejuelo a cuya deslumbre acudían prontos los incautos y se dejaban desplumar sin protesta.

Tan embobada traía a su parroquia Irene, que si el cafetero -torpeza no imaginable en él- hubiese intentado despedirla, contra él se revolvieran todos sus parroquianos, y no ya su industria, su persona sufriera máximo por juicio.

La Cañas (mote que la moza debía a su decir siempre que la invitaba alguno: «Convidame a unas cañas»), era una institución en La Buena Sombra. Los concurrentes al café se disputaban las mesas de su turno; pujábanse a mayor obsequio y a propina mayor el derecho a dar conversación y convite a la Cañas; pujaban también sus favores extracafetiles, y si llegaba la ocasión de una juerga en el «camarote» de arriba, con guitarras, canto, baile, manzanilla y Jerez, era voz y acuerdo unánime en los juerguistas, que la Cañas había de servirles o, cuando no, estar a la verita de ellos en tanto que la juerga durase. Bien es cierto que la preferida, a más de su destreza en el servicio, de su gracejo en la conversación, de su no presumir con ninguno, ni dar públicamente preferencia a ninguno, «se bailaba un tango sobre una cuarta de terreno y se cantaba» una copla con voz ronquilla de tan dulces entonaciones que almas adentro iba, cuando apasionada era la copla; cuando pícara ponía los nervios en punta y el deseo en trajín.

¡Bien se aprovechaba la moza de estos sus encantos y seducciones, naturales unos, otros adquiridos en la existencia que desde muy niña hubo de hacer por mandato de su nativa condición o de su mala suerte!

Flaca de carne, miserable de vestimenta llegó a la minera ciudad. Al presente, repretada estaba su carne, y trajeada con elegancia charra y rebosante el negro moño en agujones y peinetas; en sus orejas resplandecían orlas de diamantes, y en sus dedos campeaban lanzaderas, tresillos, serpientes de esmalte. De oro bajo eran las monturas; a lo peorcito del surtido pertenecían los esmaltes y piedras, pero de lujo y comodidades hablaban, al igual de los mantones de espumilla, de las blusas de terciopelo, de las medias de seda, de los zapatos de charol y de la habitación que próxima al café alquilara. El baulillo de los comienzos arrinconado fue para dar sitio a un armario de luna; un sofá de reps y dos sillones de lo propio, sustituyeron a las viejas sillas de Vitoria; una cama de dorados barrotes, adamascada colcha y blandos colchones, al duro catre que fue durante los primeros meses martirio del cuerpo de la moza.

Todo aquel boato salía de la parroquia del café. No significaba esto que la Cañas descuidase por los propios los intereses del dueño de La Buena Sombra. Tanto o más cuidaba que de los suyos, de éstos, dándose traza para que los concurrentes a su turno pidiesen, y en abundancia, de lo caro; haciendo, siempre que ello le era posible, extensiva la convidada a todas las demás camareras y aun al propio industrial.

Pues, ¿y cuando había jolgorio en el «camarote de arriba»?... Era de admirar entonces la Cañas. Las botellas, servidas por su mano, se vaciaban en un amén: tal maña se daba en derramar el vino por mitades cabales entre la bandeja y los vasos.

-¡Cañas! -gritaba un comensal-. ¡Báilanos un tanguito!...

-Hijo de mi alma, pa bailar necesito yo beber unas miajas. Conque arráncate por un par de botellas.

-¡Cañas, canta unas coplas!...

-Estoy muy débil, comparito. No vais a oírme si no me relleno antes el estómago de jamón y si no empujo el jamón con tinos chatos de Agustín.

-¡Cañas, dame un beso!

-Los besos en público los cobro caros. Si quieres uno te cuesta una ronda de N. P. U.

Así iba de uno en otro, alegrándolos con sus chistes, enardeciéndolos con el mirar gachón de sus grandes ojos endrinos, metiendo por los ojos de ellos las redondeces de su carne morena, rozándoles el cutis con sus labios embadurnados de carmín, sentándose sobre sus rodillas para entonar la copla, quitándolos de las cabezas los anchos cordobeses y encajándolos sobre su moño para bailar el tango.

Cuando la embriaguez del vino y las embriagueces del deseo enardecían a los hombres; cuando era crecido el número de botellas vacías, en un rincón amontonadas, y las cabezas no estaban en punto de reparos, subía la Cañas, ocultamente a cada uno de los viajes que hacía al mostrador, cascos y más cascos, que aumentaban en mucho la cantidad de los consumidos y el coste de la juerga. Sabía también, cuando a tal situación llegaban los juerguistas, darles esquinazo e irse a dormir sola en la cama de dorados barrotes, no sin darse antes la enhorabuena por aquella noche de libertad, frente al espejo del armario.

Su cuerpo moreno, en casi completa desnudez, se dibujaba sobre el limpio cristal envuelto por la lluvia luminosa que se desprendía de la lámpara eléctrica, como una estatua de nogal tallada por un escultor lúbrico para presidir bacanales.