El hombre mediocre (1913)/Los caracteres mediocres
LOS CARACTERES MEDIOCRES
I. HOMBRES Y SOMBRAS.—II LA DOMESTICACIÓN DE LOS MEDIOCRES:
GIL BLAS DE SANTILLANA.—III LA VANIDAD Y EL ORGULLO.—
IV LA DIGNIDAD.
GIL BLAS DE SANTILLANA.—III LA VANIDAD Y EL ORGULLO.—
IV LA DIGNIDAD.
I.—Hombres y sombras.
Desprovistos de alas y de penacho, los caracteres mediocres son incapaces de volar hasta una cumbre ó de batirse contra un rebaño. Su vida es perpetua complicidad con la ajena. Son hueste mercenaria del primer hombre firme que sepa uncirlos á su yugo. Atraviesan el mundo cuidando su sombra é ignorando su personalidad. Nunca llegan á individualizarse; ignoran el placer de exclamar yo soy», frente á los demás. No existen solos. Su amorfa estructura los obliga á borrarse en una raza, en un pueblo, en un partido, en una secta, en una bandería: siempre á embadurnarse de otros. Apuntalan todas las rutinas y prejuicios consolidados á través de siglos. Así medran. Si guen el camino de las menores resistencias, nadando á favor de toda corriente y variando con ella; en su rodar aguas abajo no hay mérito: es simple incapacidad de nadar aguas arriba. Flotan porque saben adaptarse á la hipocresía social, como tenias en una entraña.
Son refractarios á todo gesto digno; le son hostiles. Conquistan «honores» y alcanzan «dignidades», en plural; han inventado el inconcebible plural del honor y la dignidad, por definición singulares é inflexibles. Viven de los demás y para los demás: sombras de una grey. Su existencia es el accesorio de focos que la proyectan; carecen de luz, de arrojo, de fuego, de emoción. Todo es, en ellos, prestado.
Los caracteres excelentes ascienden á la propia dignidad, nadando contra todas las corrientes rebajadoras, cuyo reflujo acosan y contrastan. Frente á los otros se les reconoce de inmediato, nunca borrados por esa brumazón moral en que aquéllos se destiñen. Su personalidad es toda brillo y arista:
class="p1 center">Firmeza y luz, como cristal de roca,
breves palabras que sintetizan su definición perfecta. No la dieron mejor Teofrasto ó la Bruyère. Han creado su vida y servido un Ideal, perseverando en su ruta, sintiéndose dueños de sus acciones, templándose por grandes esfuerzos: seguros en sus creencias, leales á sus afectos, fieles á su palabra. Nunca se obstinan en el error, sin traicionar por ello á la verdad. Ignoran el impudor de la inconstancia y la insolencia de la ingratitud. Pujan contra los obstáculos y afrontan las dificultades. Son respetuosos en la victoria y se dignifican en la derrota: como si para ellos la belleza estuviera en la lid y no en su resultado. Siempre, invariablemente, ponen la mirada alto y lejos; tras lo actual fugitivo divisan un Ideal más respetable cuanto más distante. Estos optímates son contados; cada uno vive por un millón. Poseen una firme línea moral, sirviéndoles de esqueleto ó de armadura. Son alguien. Su fisonomía es la propia y no puede ser de nadie más; son inconfundibles, capaces de imprimir su sello indeleble en mil iniciativas fecundas. La multitud mediocre los teme, como la llaga al cauterio; sin advertirlo, empero, los adora con su desdén. Son los verdaderos amos de la sociedad, los que agreden el pasado y preparan el porvenir, los que destruyen y plasman. Son los actores del drama social, con energía inagotable. Poseen el don de resistir á la masa y pueden librarse de su tiranía niveladora. Por ellos la Humanidad vive y progresa. Son siempre excesivos; centuplican las cualidades que los demás sólo poseen en germen. La hipertrofia de una idea ó una pasión los hace inadaptables á su medio, exagerando su pujanza; mas, para la sociedad, realizan una función armónica y vital. Sin ellos se inmovilizaría el progreso humano, estancándose como velero sorprendido en alta mar por la bonan za. De ellos, solamente de ellos, suelen ocuparse la historia y el arte, interpretándolos como arquetipos de la Humanidad.
El hombre que piensa con su propia cabeza y la sombra que refleja los pensamientos de su rebaño, parecen pertenecer á mundos distintos. Hombres y sombras: difieren como el cristal y la arcilla.
El cristal tiene una forma preestablecida en su propia composición química; cristaliza en ella ó no, según los casos; pero nunca tomará otra forma que la propia. Al verlo sabemos lo que es, inconfundiblemente. De igual manera el hombre superior es siempre uno, en sí, aparte de los demás. Si el clima social le es propicio conviértese en núcleo de energías sociales, proyectando sobre el medio sus características propias, á la manera del cristal que en una solución saturada provoca nuevas cristalizaciones semejantes á sí mismo, creando formas de su propio sistema geométrico. La arcilla, en cambio, carece de forma propia y toma la que le imprimen las circunstancias exteriores, los seres que la presionan ó las cosas que la rodean; conserva el rastro de todos los surcos y el hoyo de todos los dedos, como la cera, como la masilla; será cúbica, esférica ó piramidal, según la modelen. Así los caracteres mediocres: sensibles á las coerciones del medio en que viven, incapaces de servir una fe ó una pasión.
Las creencias son el esqueleto del carácter; el hombre que las posee firmes y elevadas, lo tiene excelente. Las sombras no creen. La personali dad está en perpetua evolución y el carácter individual es su delicado instrumento; hay que templarlo sin descanso en las fuentes de la cultura y del amor. Nace, en parte, con nosotros: el temperamento. Se educa después: la experiencia. Lo que heredamos implica cierta fatalidad, que la educación corrige y orienta. Los hombres están predestinados á conservar su línea propia entre las presiones coercitivas de la sociedad; las sombras no tienen resistencia, se adaptan á los demás hasta desfigurarse, domesticándose. El carácter se expresa por actividades que constituyen la conducta. Cada ser humano tiene el correspondiente á sus creencias; si es «firmeza y luz», como dijo el poeta, la firmeza está en los sólidos cimientos de su cultura y la luz en su elevación moral.
Los elementos intelectuales no bastan para determinar su orientación; la febledad del carácter depende tanto de la mediocridad moral como de aquéllos, ó más. Sin algún ingenio es imposible ascender por los senderos de la virtud; sin alguna virtud son inaccesibles los del ingenio. En la acción van de consuno. La fuerza de las creencias está en no ser puramente racionales; pensamos con el corazón y con la cabeza. Ellas no implican un conocimiento exacto de la realidad; son simples juicios á su respecto, susceptibles de ser corregidos ó reemplazados. Son nuestras verdades actuales; cada verdad es una opinión contingente y provisoria. Todo juicio implica una afirmación; el juicio negativo es una creencia, lo mismo que el afirmativo. Toda negación es, en sí misma, afirmativa; negar es afirmar una negación. La actitud es idéntica: se cree lo que se afirma ó se niega. Lo contrario de la afirmación no es la negación, es la duda. Para afirmar ó negar es indispensable creer. Ser alguien es creer intensamente; pensar es creer; amar es creer; odiar es creer; luchar es creer; vivir es creer.
Las creencias son los móviles de toda actividad humana. No necesitan ser evidentes: creemos con anterioridad á todo razonamiento y cada nueva noción es adquirida á través de creencias ya preformadas. La duda debiera ser más común, faltándonos criterios de certidumbre absoluta; la primera actitud, sin embargo, es una adhesión á lo que se presenta á nuestra experiencia. La manera espontánea de pensar las cosas consiste en creerlas tales como las sentimos; los niños, los salvajes, los ignorantes y los espíritus débiles son accesibles á todos los errores, juguetes frívolos de las personas, las cosas y las circunstancias. Cualquiera desvía á los bajeles sin gobierno. Sus creencias son como los clavos, que se meten de un solo golpe; las convicciones firmes entran como los tornillos, poco á poco, á fuerza de observación y de estudio. Cuesta más trabajo adquirirlas; pero mientras los clavos ceden al primer estrujón vigoroso, los tornillos resisten y mantienen de pie la personalidad. El ingenio y la cultura corrigen las fáciles ilusiones primitivas y las rutinas impuestas por el rebaño al individuo: la amplitud del saber permite á los hombres formarse ideas propias. Vivir arrastrado por las ajenas equivale á no vivir. Los mediocres son obra de los demás y están en todas partes: manera de no ser nadie y no estar en ninguna.
Sin unidad no se concibe un carácter. Cuando falta, el hombre es amorfo ó inestable; vive zozobrando como frágil barquichuelo en un océano. Esa unidad debe ser efectiva en el tiempo; depende, en gran parte, de la coordinación de las creencias. Ellas son fuerzas dinamógenas y activas, sintetizadoras de la personalidad. La historia natural del pensamiento humano sólo estudia creencias, no certidumbres. La especie, las razas, las naciones, los partidos, los grupos, son animados por necesidades materiales que las engendran, más ó menos conformes á la realidad, pero siempre determinantes de su acción. Creer es la forma natural de pensar para vivir.
La unidad de las creencias permite á los hombres obrar de acuerdo con el propio pasado: es un hábito de independencia y la condición del hombre libre, en el sentido relativo que el determinismo consiente. Sus actos son ágiles y rectilíneos, pueden preveerse en cada circunstancia; siguen sin vacilaciones un camino trazado: todo concurre á que custodien su dignidad y se formen un ideal. Siempre están prontos para el esfuerzo y lo realizan sin zozobra. Se sienten libres cuando rectifican sus yerros y más libres aún al manejar sus pasiones. Quieren ser independientes de todos, sin que ello les impida ser tolerantes: el precio de su libertad no lo ponen en la sumisión de los demás. Siempre hacen lo que quieren, pues sólo quieren lo que está en sus fuerzas realizar. Han sabido pulir la obra de sus educadores y nunca creen terminada la propia cultura. Diríase que ellos mismos se han hecho como son, viéndoles recalcar en todos los actos el propósito de asumir su responsabilidad.
Las creencias del hombre son hondas, arraigadas en vasto saber; le sirven de timón seguro para marchar por una ruta que él conoce y no oculta á los demás; cuando cambia de rumbo es porque sus creencias se transforman por una nueva experiencia y al calor de más profundas meditaciones. Las creencias de la sombra son surcos arados en el agua, incapaces de resistir el roce de la ola más blanda; cualquier ventisca las desvía; su opinión es tornadiza como veleta y sus cambios obedecen á solicitaciones groseras de conveniencias inmediatas. Los hombres evolucionan según varían sus creencias y pueden cambiarlas mientras siguen aprendiendo; las sombras acomodan las propias á sus apetitos y pretenden encubrir la indignidad con el nombre de evolución. Si dependiera de ellas, esta última palabra equivaldría á desequilibrio ó desvergüenza; muchas veces á traición.
Creencias firmes, conducta firme. Ése es el criterio para apreciar el carácter: las obras. Lo dice el bíblico poema: «Iudicaberis ex operibus vestris», seréis juzgados por vuestras obras. ¡Cuántos hay que parecen hombres y sólo valen por las posiciones alcanzadas en las piaras mediocráticas! Vistos de cerca, examinadas sus obras, son menos que nada, valores negativos. Sombras.
II.—La domesticación de los mediocres.
Gil Blas de Santillana es una sombra: su vida entera es un proceso continuo de domesticación social. Si alguna línea propia permitía diferenciarle de su rebaño, todo el estercolero social se vuelca sobre él para borrarla, complicando su insegura unidad en una cifra inmensa. El rebaño le ofrece infinitas ventajas. No sorprende que él las acepte á cambio de ciertos renunciamientos compatibles con su estructura moral. No le exige cosas inverosímiles; bástale su condescendencia pasiva, su alma de siervo. Los hombres resisten las tentaciones. Las sombras resbalan por la pendiente: si alguna partícula de originalidad les estorba, la eliminan para confundirse mejor en los demás. Parecen sólidas y se ablandan, ásperas y se suavizan, ariscas y se amansan, calurosas y se entibian, resplandecientes y se opacan, ardientes y se apaciguan, viriles y se afeminan, erguidas y se achatan. Mil sórdidos lazos las acechan desde que toman contacto con la mediocridad: aprenden á medir sus virtudes y á practicarlas con parsimonia. Cada apartamiento les cuesta un desengaño, cada desvío les vale una desconfianza. Amoldan su cora zón á los prejuicios y su inteligencia á las rutinas: la domesticación les facilita la lucha por la vida.
La mediocridad aborrece al digno y adora al lacayo. Gil Blas la encanta; simboliza al «hombre práctico» que de toda situación saca partido y en toda villanía tiene provecho. Persigue á Stockmann, el enemigo del pueblo, con tanto afán como pone en admirar á Gil Blas: le recoge en la cueva de bandoleros y le encumbra favorito en las cortes. Es un hombre de corcho: flota. Ha sido salteador, alcahuete, ratero, prestamista, asesino, estafador, fementido, ingrato, hipócrita, traidor, curandero: tan varios encenagamientos no le impiden ascender hasta la piara y otorgar sonrisas desde esa cumbre. Es perfecto en su género. Su secreto es simple: es un animal doméstico. Entra al mundo como siervo y sigue siendo servil hasta la muerte, en todas las circunstancias y situaciones: nunca tiene un gesto altivo, jamás acomete de frente un obstáculo.
El buen lenguaje clásico llamaba doméstico á todo hombre que servía. Y era justo. El hábito de la servidumbre trae consigo sentimientos de domesticidad, en los cortesanos lo mismo que en los pueblos. Habría que copiar por entero el elocuente «Discurso sobre la servidumbre voluntaria», escrito por La Boétie en su adolescencia y transmitido á la gloria por el admirativo elogio de Montaigne. Desde él hasta Sergi, miles de páginas fustigan la subordinación á los dogmatismos sociales, el acatamiento incondicional de los prejuicios admitidos, el respeto de las jerarquías adventicias, la disciplina ciega á la imposición colectiva, el homenaje decidido á todo lo que representa el orden vigente, la sumisión sistemática á la voluntad de los poderosos: todo lo que refuerza la domesticación y tiene por consecuencia inevitable el servilismo.
Los caracteres excelentes son indomesticables: tienen su norte puesto en su Ideal. Su «firmeza» los sostiene; su «luz» los guía. Las sombras degeneran. Fácilmente se licua la cera; jamás el cristal pierde su arista. La mediocridad es un préstamo hecho por la grey al individuo; la originalidad es una virtud intrínseca. Los mediocres encharcan su sombra cuando el medio los instiga; los superiores se encumbran en la misma proporción en que se rebaja su ambiente. En la dicha y en la adversidad, amando y despreciando, entre risas y entre lágrimas, cada hombre firme tiene un modo peculiar de comportarse, que es su síntesis: el carácter. Las sombras ignoran esa unidad de conducta que permite prever el gesto en todas las ocasiones.
Para Zenón, el estoico, el carácter es fuente de la vida y della manan todas nuestras acciones. Es buen decir, pero impreciso. En sus definiciones los moralistas no concuerdan con los psicólogos: aquéllos catonizan como predicadores y éstos describen como naturalistas. Es una síntesis: hay que insistir en ello. El carácter es un exponente de toda la personalidad y no de algún elemento aislado. En los mismos filósofos, que desarrollan sus aptitudes de modo parcial, el carácter parece depender exclusivamente de condiciones intelectuales. Vano error: su conducta es el trasunto de cien otros factores. Pensar es vivir. Los nobles aleteos serían imposibles sin una organización sistemática de su moral y su voluntad, haciendo converger á su objeto los más vehementes anhelos de perfección humana. El investigador de una verdad se sobrepone á la sociedad en que vive: trabaja para ella y piensa por todos, anticipándose, contrariando sus rutinas. Tiene una personalidad social, adaptada para las funciones que no puede ejercitar en una ermita; pero sus sentimientos sociales no le imponen complicidad en lo turbio. En su anastomosis con el rebaño conserva libres el corazón y el cerebro, mediante algo propio que nunca se desorienta: el que posee un carácter no se domestica.
Gil Blas medra entre los hombres desde que el rebaño humano existe; han protestado contra él los idealistas de todos los tiempos. Los románticos, envueltos en sublime desdén, han enfestado contra los temperamentos serviles: «Lorenzaccio» estruja con palabras ilevantables la cobardía de los pueblos avenidos á la servidumbre. Y no le van en zaga los individualistas, cuyo más alto vuelo lírico alcanzara Nietzsche: sus más hermosas páginas son un código de moral antimediocre, una exaltación de cualidades inconciliables con la disciplina social. El espíritu gregario, por él acerbamente fustigado, tiene un disector elocuentísi mo en Palante: exhibe las solidarias complicidades con que los mediocres resisten las iniciativas de los originales, agrupándose en modos diversos según sus intereses de clase, jerarquía ó funciones.
Donde hubo esclavos y siervos se plasmaron caracteres serviles. Vencido, no lo mataban: lo hacían trabajar en provecho propio. Uncido al yugo, tembloroso ante el látigo, el esclavo doblábase bajo coyundas que grababan en su carácter la domesticidad. Algunos—dice la historia—fueron rebeldes ó alcanzaron dignidades: su rebeldía fué siempre un gesto de animal hambriento y su éxito fué el precio de complicidades en vicios de sus amos. Llegados al ejercicio de alguna autoridad, practicaron la deslealtad y la ingratitud: tornáronse despóticos, desprovistos de ideales que los detuvieran ante ninguna infamia, como si quisieran con sus abusos olvidar la servidumbre sufrida anteriormente. Gil Blas fué el más bajo de los favoritos.
El tiempo y el ejercicio adaptan á la vida servil. El hábito de resignarse para medrar crea resortes cada vez más sólidos, automatismos que destiñen para siempre todo rasgo individual. El quitamotas Gil Blas se mancha de estigmas que lo hacen inconfundible con el hombre digno. Aunque emancipado, sigue siendo lacayo y da rienda suelta á bajos instintos.
La costumbre de obedecer engendra una mentalidad doméstica. El que nace de siervos la trae acentuada, según Aristóteles. Hereda hábitos ser viles y no encuentra ambiente propicio para formarse un carácter. Las vidas iniciadas en la servidumbre no adquieren dignidad. Los antiguos tenían mayor desprecio por los hijos de siervos, reputándolos moralmente peores que los adultos reducidos al yugo por deudas ó en las batallas; suponían que heredaban la domesticidad de sus padres, intensificándola en la ulterior servidumbre. Eran despreciados por sus amos.
Esto se repite en cuantos países hubieron una raza esclava inferior. Es legítimo. Con humillante desprecio son mirados los mulatos y mestizos, descendientes de antiguos esclavos, en todas las naciones de raza blanca que han abolido la esclavitud; su afán por disimular su ascendencia servil demuestra que reconocen la indignidad hereditaria condensada en ellos. Ese menosprecio es justo. Así como el antiguo esclavo tornábase vanidoso é insolente si trepaba á cualquier posición donde pudiera mandar, los mulatos contemporáneos se ensoberbecen en las inorgánicas mediocracias sudamericanas, captando funciones y honores que hartan los apetitos acumulados en domesticidades seculares.
La clase crea idénticas desigualdades que la raza. Los siervos fueron tan domésticos como los esclavos; la revolución francesa dió libertad política á sus descendientes, más no supo darles esa libertad moral que es el resorte de la dignidad. El burgués merece el desprecio del aristócrata, más que el odio del proletario aspirante á la burguesía; no hay peor jefe que el antiguo asistente, ni peor amo que el antiguo lacayo. Las aristocracias son lógicas al desdeñar á los advenedizos: los consideran descendientes de criados enriquecidos y suponen que han heredado su domesticidad al mismo tiempo que las talegas.
Esas inclinaciones serviles, arraigadas en el fondo mismo de la herencia étnica ó social, son bien vistas por las mediocracias contemporáneas, que nivelan políticamente al servil y al digno. Ha variado el nombre, pero la cosa subsiste: la domesticación de los mediocres se continúa en las sociedades modernas. Lleva más de un siglo la abolición legal de la esclavitud ó la servidumbre; los países no se creerían civilizados si la conservaran en sus códigos. Eso no tuerce las costumbres; el esclavo y el siervo siguen existiendo, por temperamento ó por mediocridad de carácter. No son propiedad de sus amos, pero buscan la tutela ajena, como á la querencia los animales extraviados. La psicología gregaria no se transmuta declarando los derechos del hombre; la libertad, la igualdad y la fraternidad son ficciones que halagan á los espíritus mediocres, sin redimirlos de su mediocridad. Hay inclinaciones que sobreviven á todas las leyes igualitarias y hacen amar el yugo ó el látigo. Las leyes no pueden dar hombría á la sombra, carácter al amorfo, dignidad al envilecido, iniciativa á los imitadores, virtud al honesto, intrepidez al manso, afán de libertad al servil. Por eso, en plena democracia, los caracteres me diocres buscan naturalmente su bajo nivel: se domestican.
En ciertos sujetos, sin carácter desde el cáliz materno hasta la tumba, la conducta no puede seguir normas constantes. Son peligrosos porque su ayer no dice nada sobre su mañana; obran á merced de impulsos accidentales, siempre aleatorios. Si poseen algunos elementos válidos, ellos están dispersos, incapaces de síntesis; la menor sacudida pone á flote sus atavismos de salvaje y de primitivo, depositados en los surcos más profundos de su personalidad. Sus imitaciones son frágiles y poco arraigadas. Por eso son antisociales, incapaces de elevarse á la honesta condición de animales de rebaño.
Á otros desgraciados, sin irreparables lagunas del temperamento, la sociedad les mezquina su educación domesticadora. Las grandes ciudades pululan de niños moralmente desamparados, presa de la miseria, sin hogar, sin escuela. Viven tanteando el vicio y cosechando la corrupción, sin el hábito de la mediocre honestidad y sin el ejemplo luminoso de la virtud. Embotada su inteligencia y coartadas sus mejores inclinaciones, tienen la voluntad errante, incapaz de sobreponerse á las convergencias fatales que pugnan por hundirlos. Y si pasan su infancia sin rodar á la charca, tropiezan después con nuevos obstáculos.
El trabajo, creando el hábito del esfuerzo, sería la mejor escuela del carácter; pero la sociedad enseña á odiarlo, imponiéndolo precozmente, como una ignominia desagradable ó un envilecimiento infame, bajo la esclavitud de yugos y de horarios, ejecutado por hambre ó por avaricia, hasta que el hombre huye de él como de un castigo: sólo podrá amarlo cuando sea una gimnasia espontánea de sus gustos y de sus aptitudes. Así la sociedad completa su obra; los que no naufragan por la educación malsana escollan en el trabajo embrutecedor. En la compleja actividad moderna toléranse las voluntades claudicantes: sus incongruencias quedan veladas mientras sus actos se refieren á los vulgares automatismos de la vida diaria; pero cuando una circunstancia nueva los obliga á buscar una solución, la personalidad se agita al azar y revela sus vicios intrínsecos.
Esos degenerados son indomesticables.
Los mediocres, como Gil Blas, carecen de contralor sobre su propia conducta y olvidan que la más leve caída puede ser el paso inicial hacia una degradación completa. Ignoran que cada esfuerzo de dignidad consolida nuestra firmeza: cuanto más peligrosa es la verdad que hoy decimos, tanto más fácil será mañana pronunciar otras á voz en cuello. En las mediocracias todo conspira contra las virtudes civiles: los hombres se corrompen los unos á los otros, se imitan en lo intérlope, se estimulan en lo turbio, se justifican recíprocamente. Una atmósfera tibia entorpece al que cede por vez primera á la tentación de lo injusto; las consecuencias de la primera falta pueden ir hasta lo infinito. Los mediocres no pueden evitarla; en vano harían el propósito de volver al buen sendero y enmendarse. Para las sombras no hay rehabilitación; prefieren excusar las desviaciones leves, sin advertir que ellas preparan las hondas. Todos los hombres conocen esas pequeñas flaquezas, que de otro modo fueran perfectos desde su origen; pero mientras en los caracteres firmes pasan como un roce que no deja rastro, en los mediocres aran un surco por donde se facilita la recidiva. Ésa es la vía del envilecimiento. Los virtuosos la ignoran; los honestos se dejan tentar. Como á Gil Blas, sólo les cuesta la primera caída; después siguen cayendo como el agua en las cascadas, á saltitos, de pequeñez en pequeñez, de flaqueza en flaqueza, de curiosidad en curiosidad. Los remordimientos de la primera culpa ceden á la necesidad de ocultarla con otras; los espíritus mediocres no se amedrentan. Su carácter se disocia y ellos se tuercen, andan á ciegas, tropiezan, dan barquinazos, adoptan expedientes, disfrazan sus intenciones, acceden por senderos tortuosos, buscan cómplices diestros para avanzar en la tiniebla. Después de los primeros tanteos se marcha de prisa, hasta que las raíces mismas de su moral se aniquilan, borrándose toda creencia y empañándose la dignidad. Así resbalan por la pendiente, aumentando la cohorte de lacayos y parásitos: centenares de Gil Blas carcomen las bases de la sociedad que ha pretendido modelarlos á su imagen y semejanza.
Los hombres sin ideales son incapaces de resis tir las acechanzas que las mediocracias siembran en su camino. Cuando han cedido á la tentación quedan cebados, como las fieras que conocen el sabor de la sangre humana.
Por la circunstancia de pensar siempre con la cabeza de la sociedad, el doméstico es el puntal más seguro de todos los prejuicios políticos, religiosos, morales y sociales. Gil Blas está siempre con las manos congestionadas por el aplauso á los ungidos y con el arma filosa para agredir al que encarna una innovación. El panurgismo y la intolerancia son los colores de su escarapela, cuyo respeto exige de todos.
Es incalculable la infinitud de gentes domésticas que nos rodea. Cada funcionario tiene un rebaño voraz, sumiso á su capricho, como los hambrientos al de quien los harta. Si fuesen capaces de vergüenza, los adulones vivirían más enrojecidos que las amapolas; lejos de eso, pasean su domesticidad y están orgullosos de ella, exhibiéndola con donaire, como luce la pantera las aterciopeladas manchas de su piel. La domesticación realízase de cien maneras, tentando sus apetitos. En los límites de la influencia oficial, los medios de aclimatación se multiplican, especialmente en los países apestados de funcionarismo. Los mediocres no resisten; ceden á esa hipnotización. La pérdida de su dignidad iníciase cuando abren el ojo á la prebenda que estremece su estómago ó nubla su vanidad, inclinándose ante las manos que hoy le otorgan el favor y mañana le mane jarán la rienda. Aunque ya no hay servidumbre legal, muchos sujetos, libres de la domesticidad forzosa, se avienen á ella voluntariamente, por vocación implícita en su flaqueza. Están mancillados desde la cuna; aun no habiendo menester de beneficios, son instintivamente serviles. Los hay en todas las clases sociales. El precio de su indignidad varía con el rango y se traduce en formas tan diversas como las personas que la ejercitan.
Alentando á Gil Blas, rebájase el nivel moral de los pueblos y de las razas; no es tolerancia estimular el abellacamiento. La cotización del mérito decae. La mansedumbre silenciosa es preferida á la dignidad altiva. La piel se cubre de más afeites cuando es menos sólida la columna vertebral; las buenas maneras son más apreciadas que las buenas acciones. Si el de Santillana se enguanta para robar, merece la admiración de todos; si Stockmann se desnuda para salvar á un náufrago, lo condenan por escándalo. En los pueblos domesticados llega un momento en que la virtud es un ultraje á las costumbres...
Las sombras, cubiertas de moho igualitario, viven con el anhelo de castrar á los caracteres firmes y decapitar á los pensadores alados, no perdonándoles el lujo de ser viriles ó tener cerebro. La falta de virilidad es elogiada como un refinamiento, lo mismo que en los caballos de paseo. La ignorancia parece una coquetería, como la duda elegante que inquieta á ciertos fanáticos sin ideales. Los méritos conviértense en contraban do peligroso, obligados á disculparse y ocultarse, como si ofendieran por su sola existencia. Cuando el hombre digno empieza á despertar recelos, el arrebañamiento es grave; cuando la dignidad parece absurda y es cubierta de ridículo, la domesticación de los mediocres ha llegado á sus extremos.
III.—La vanidad y el orgullo.
El hombre es. La sombra parece. El hombre pone su honor en el mérito propio y es juez supremo de sí mismo; asciende á la dignidad. La sombra pone el suyo en la estimación de los demás y renuncia á juzgarse; desciende á la vanidad. Hay una moral del honor y otra de su caricatura: ser ó parecer. Cuando un ideal de perfección impulsa á ser mejores, ese culto de los propios méritos consolida en los hombres la dignidad; cuando el afán de parecer arrastra á cualquier abajamiento, el culto de la sombra enciende la vanidad.
Del amor propio nacen las dos: hermanas por su origen, como Abel y Caín. Y más enemigas que ellos, irreconciliables. Son formas diversas de amor propio. Siguen caminos divergentes. La una florece sobre el orgullo, celo escrupuloso puesto en el respeto de sí mismo; la otra nace de la soberbia, apetito de culminación ante los demás. El orgullo es una arrogancia originada por nobles motivos y quiere aquilatar el mérito; la soberbia es una desmedida presunción y busca alargar la sombra. Catecismos y diccionarios han colaborado á la mediocrización moral, subvirtiendo los términos que designan lo eximio y lo vulgar. Donde los padres de la Iglesia decían superbia, como los antiguos, fustigándola, tradujeron los zascandiles orgullo, confundiendo sentimientos distintos. De allí el equivocar la vanidad con la dignidad, que es su antítesis, y el intento de tasar á igual precio los hombres y las sombras, con desmedro de los primeros.
En su forma embrionaria revélase el amor propio como deseo de elogios y temor de censuras: una exagerada sensibilidad á la opinión de los demás. En los caracteres mediocres, conformados á las rutinas y los prejuicios corrientes, el deseo de brillar en su medio y el juicio que sugieren al pequeño grupo que les rodea, son estímulos para la acción. La simple circunstancia de vivir arrebañados predispone á perseguir la aquiescencia ajena; la estima propia es favorecida por el contraste ó la comparación con los demás. Trátase hasta aquí de un sentimiento normal.
Pero los caminos divergen. En los dignos el propio juicio antepónese á la aprobación ajena; en los mediocres se postergan los méritos y se cultiva la sombra. Los primeros viven para sí; los segundos vegetan para los otros. Aquéllos pueden alentar un Ideal y soñar una perfección; éstos se acomodan á lo que favorezca el éxito. Si el hombre no viviera en mesnadas, el amor propio sería digni dad en todos; lo es solamente en los caracteres firmes. Los mediocres, forzados á venerar su sombra, precipítanse en lo turbio.
Las preocupaciones igualitarias, reinantes en las mediocracias contemporáneas, exaltan á los domésticos. El brillo de la gloria sobre las frentes elegidas deslumbra á los ineptos, como el hartazgo del rico encela al miserable. El elogio del mérito es un estímulo para su simulación. Obsesionados por el éxito, é incapaces de soñar la gloria, muchos impotentes se envanecen de méritos ilusorios y virtudes secretas que los demás no reconocen; créense actores de la comedia humana; entran á la vida construyéndose un escenario, grande ó pequeño, bajo ó culminante, sombrío ó luminoso; viven con perpetua preocupación del juicio ajeno sobre su sombra. Consumen su existencia sedientos de distinguirse en su órbita, de ocupar á su mundo, de cultivar la atención ajena por cualquier medio y de cualquier manera. La diferencia, si la hay, es puramente cuantitativa entre la vanidad del escolar que persigue diez puntos en los exámenes, la del político que sueña verse aclamado ministro ó presidente, la del novelista que aspira á ediciones de cien mil ejemplares y la del asesino que desea ver su retrato en los periódicos.
La exaltación del amor propio, peligrosa en los espíritus vulgares, es útil al hombre que sirve un Ideal. Éste la cristaliza en dignidad; aquéllos la degeneran en vanidad. El éxito envanece á los mediocres, nunca al excelente. Esa anticipación de la gloria hipertrofia la personalidad en los hombres superiores: es su condición natural. ¿El atleta no tiene, acaso, biceps excesivos hasta la deformidad? La función hace el órgano. El «yo» es el órgano propio de la originalidad: absoluta en el genio. Lo que es absurdo en el mediocre, en el hombre superior es un adorno: simple exponente de fuerza. EL músculo abultado no es ridículo en el atleta; lo es, en cambio, toda adiposidad excesiva, por monstruosa é inútil: como la vanidad del insignificante. Ciertos hombres de genio habrían sido incompletos sin su megalomanía.
Su orgullo nunca excede á la vanidad de los imbéciles. La aparente diferencia guarda proporción con el mérito. Á un metro y á simple vista nadie ve la pata de una hormiga, pero todos perciben la garra de un león; lo propio ocurre con el egotismo ruidoso de los hombres y la desapercibida soberbia de las sombras más densas. No pueden confundirse. El vanidoso vive comparándose con los que le rodean, envidiando toda excelencia ajena y carcomiendo toda reputación que no puede igualar; el orgulloso no se compara con los que juzga inferiores y pone su mirada en tipos ideales de perfección que están muy alto y encienden su entusiasmo.
El orgullo, subsuelo indispensable de la dignidad, imprime á los hombres cierto bello gesto que las sombras censuran. Para ello el babélico idioma de los vulgares ha enmarañado la significación del vocablo, acabando por ignorarse si designa un vicio ó una virtud. Todo es relativo. Si hay méritos el orgullo es un derecho; si no los hay se trata de vanidad. El hombre que afirma un Ideal y se perfecciona hacia él, desprecia, con eso, la atmósfera inferior que le asfixia; es un sentimiento natural, cimentado por una desigualdad efectiva y constante. Para los mediocres sería más grato que no les enrostraran esa humillante diferencia; pero olvidan que ellos son sus enemigos, constriñendo su tronco robusto como la hiedra á la encina, para ahogarle en el número infinito. El digno está obligado á burlarse de las mil rutinas que el servil adora bajo el nombre de principios; su conflicto es perpetuo. La dignidad es un rompeolas opuesto por el individuo á la marea de mediocridad que le acosa. Es aislamiento de la multitud y desprecio de sus pastores, casi siempre esclavos del propio rebaño.
IV.—La dignidad.
El que aspira á parecer renuncia á ser. En pocos hombres súmanse el ingenio y la virtud en un total de dignidad: forman una aristocracia natural, siempre exigua frente al número infinito de espíritus omisos. Credo supremo de todo idealismo, la dignidad es unívoca, intangible, intransmutable. Es síntesis de todas las virtudes que aceran al hombre y borran la sombra: donde ella falta no existe el sentimiento del honor. Y así como los pueblos sin dignidad son rebaños, los individuos sin ella son esclavos.
Los temperamentos adamantinos—firmeza y luz—apártanse de toda complicidad niveladora, buscan en sí mismos la sanción de sus actos, desafían la opinión ajena si con ello han de salvar la propia, declinan todo bien mundano que requiera una abdicación, entregan su vida misma antes que traicionar sus ideales. Van rectos, solos, sin contaminarse en facciones y huestes, convertidos en viviente protesta contra todo abellacamiento ó servilismo. Las sombras vanidosas se mancornan para disculparse en el número, rehuyendo las íntimas sanciones de su conciencia; los seres domesticados son incapaces de gestos viriles, fáltales coraje. La dignidad implica valor moral. Los pusilánimes son impotentes, como los aturdidos; los unos reflexionan cuando conviene obrar, y los otros obran sin haber reflexionado. La insuficiencia del esfuerzo equivale á la desorientación del impulso: el mérito de las acciones se mide por el afán que cuestan y no por sus resultados. Sin coraje no hay honor. Todas sus formas implican dignidad y virtud. Con su ayuda los sabios acometen la exploración de lo ignoto, los moralistas minan las sórdidas fuentes del mal, los osados se arriesgan para violar la altura y la extensión, los justos se adiamantan en la fortuna adversa, los firmes resisten la tentación y los severos el vicio, los mártires van á la hoguera por desenmascarar una hipocresía, los santos mue ren por un Ideal. Para anhelar una perfección es indispensable: «el coraje—sentenció Lamartine—es la primera de las elocuencias, es la elocuencia del carácter.» Noble decir. El que aspira á ser águila debe mirar lejos y esforzarse para volar alto; el que se resigna á arrastrarse como un gusano renuncia al derecho de protestar si lo aplastan.
La febledad y la ignorancia favorecen la domesticación de los caracteres mediocres, adaptándolos á la vida mansa; el coraje y la cultura exaltan el individualismo de los excelentes, floreciéndolos de dignidad. El lacayo pide; el digno merece. Aquél solicita del favor lo que éste espera del mérito. Ser digno significa no pedir lo que se merece, ni aceptar lo inmerecido. Mientras los serviles trepan entre las malezas del favoritismo, los austeros ascienden por la escalinata de sus méritos. Ó no ascienden por ninguna.
La dignidad estimula toda perfección del hombre; la vanidad acicatea cualquier éxito de la sombra. El digno ha escrito un lema en su blasón: lo que tiene por precio una partícula de honor, es caro. El pan sopado en la adulación, que engorda al servil, envenena al digno. Prefiere, éste, perder un derecho á obtener un favor; mil daños le serán más leves que medrar indignamente. Cualquier herida es transitoria y puede dolerle una hora; la más leve domesticidad le remordería por toda la vida.
Cuando el éxito no depende de los propios méritos, bástale conservarse erguido, incólume, irre vocable en la propia dignidad. En las bregas domésticas, la obstinada sinrazón suele triunfar del mérito sonriente; la pertinacia del mediocre es proporcional á su acorchamiento. Los caracteres dignos desdeñan cualquier favor; se estiman superiores á lo que puede darse sin mérito. Prefieren vivir crucificados sobre su orgullo á prosperar arrastrándose; querrían que al morir su Ideal les acompañase blanquivestido y sin manchas de abajamientos, como si fueran á desposarlo más allá de la muerte.
Los caracteres dignos permanecen solitarios, sin lucir en el anca ninguna marca de hierro; son como el ganado levantisco que hociquea los tiernos tréboles de la campiña virgen, sin aceptar la fácil ración de los pesebres. Si su pradera es árida no importa; en libre oxígeno aprovechan más que en cebadas copiosas, con la ventaja de que aquél se toma y éstas se reciben de alguien. Prefieren estar solos. Saben que juntarse es rebajarse. Cada flor englobada en un ramillete pierde su perfume propio. Obligado á vivir entre desemejantes, el digno mantiénese ajeno á todo lo que estima inferior. Descartes dijo que se paseaba entre los hombres como si ellos fueran árboles; y Banville escribió de Gautier: «Era de aquéllos que, bajo todos los regímenes, son necesaria é invenciblemente libres: cumplía su obra con desdeñosa altivez y con la firme resignación de un dios desterrado».
Ignora el hombre digno las aterciopeladas cobardías que dormitan en el fondo de los caracteres serviles; no sabe desarticular su cerviz. Su respeto por el mérito le obliga á desacatar toda sombra que carece de él, á agredirla si amenaza, á castigarla si hiere. Cuando es anodina la muchedumbre que impide sus anhelos y no tiene adversarios que fazferir, el digno se refugia en sí mismo, se atrinchera en sus ideales y calla, temiendo estorbar con sus palabras á las sombras que lo escuchan. Y mientras cambia el clima, como es fatal en la alternativa de las estaciones, espera anclado en su orgullo, como si éste fuera el puerto natural y más seguro para su dignidad.
Vive con la obsesión de no depender de nadie; sabe que sin independencia material el honor está expuesto á mil mancillas. Todo parásito es un siervo; todo mendigo es un doméstico. El hambriento puede ser rebelde: no es nunca un hombre libre. Enemiga poderosa de la dignidad es la miseria: ella hace trizas los caracteres mediocres é incuba las peores servidumbres. El que ha atravesado dignamente una pobreza es un heroico ejemplar de carácter. Suprema es la indignidad de los que adulan teniendo fortuna; ésta les redimiría de todas las domesticidades, si no fuesen esclavos de la vanidad. El pobre no puede vivir su vida, tantos son los compromisos de la indigencia; redimirse de ella es comenzar á vivir. Todos los hombres altivos viven soñando una modesta independencia material; la miseria es mordaza que traba la lengua y paraliza el corazón. Hay que escapar de sus garras para elegirse el Ideal más alto, el trabajo más agradable, la mujer más bella, los amigos más leales, los horizontes más risueños, el aislamiento más tranquilo. La pobreza impone el enrolamiento social; el individuo se inscribe en un gremio, más ó menos jornalero, más ó menos funcionario, contrayendo deberes y sufriendo presiones denigrantes que le empujan á domesticarse. Enseñaban los estoicos el secreto de la dignidad: contentarse con lo que se tiene, restringiendo las propias necesidades. Un hombre libre no espera nada de otros. No necesita pedir. La felicidad que da el dinero está en no tener que preocuparse de él; por ignorar ese precepto no es libre el avaro, ni es feliz. Los bienes que tenemos son la base de nuestra independencia; los que deseamos son la cadena remachada sobre nuestra esclavitud. La fortuna aumenta la gracia de los espíritus cultivados y torna insolente la vulgaridad de los palurdos. Los únicos bienes intangibles son los que acumulamos en el cerebro y en el corazón; cuando ellos faltan ningún tesoro los sustituye.
Los orgullosos tienen el culto de su dignidad; quieren poseerla inmaculada, libre de remordimientos, sin flaquezas que la envilezcan ó rebajen. Á ella sacrifican bienes, honores, éxitos: todo lo que es propicio al crecimiento de la sombra. Para conservar la estima propia no vacilan en afrontar la opinión de los mansos y embestir sus prejuicios; pasan por indisciplinados ó peligrosos entre los que en vano intentan malear su altivez. Estos hombres son raros en las mediocracias mo dernas, cuya chatura moral los inclina á la misantropía y al menosprecio de los serviles; tienen cierto aire desdeñoso y aristocrático que desagrada á los vanidosos más culminantes, pues los humilla y avergüenza. «Inflexibles y tenaces, porque llevan en el corazón una fe sin dudas, una convicción que no trepida, una energía indómita que á nada cede ni teme, suelen tener asperezas urticantes para los hombres amorfos. En algunos casos pueden ser altruistas, ó porque cristianos en la más alta acepción del vocablo, ó porque profundamente afectivos; presentan entonces uno de los caracteres más sublimes, más espléndidamente bellos y que tanto honran á la naturaleza humana. Son los santos del honor, los poetas de la dignidad. Siendo héroes, perdonan las cobardías de los demás; victoriosos siempre ante sí mismos, compadecen á los que en la batalla de la vida siembran, hecha girones, su propia dignidad. Si la estadística pudiera decirnos el número de hombres que poseen este carácter en cada nación, esa cifra bastaría, por sí sola, mejor que otra cualquiera, para indicarnos el valor moral de un pueblo.»
La dignidad, afán de autonomía, lleva á reducir la dependencia de otros á la medida de lo indispensable, siempre enorme. La Bruyère, que vivió como intruso en la domesticidad cortesana de su siglo, supo medir el altísimo precepto que encabeza el Manual de Epicteto, á punto de apropiárselo textualmente sin amenguar con ello su propia gloria: «Se faire valoir par des choses qui ne dependent point des autres, mais de soi seul, ou renoncer à se faire valoir.» Esa máxima le parece inestimable y de recursos infinitos en la vida, útil para los virtuosos y los que tienen ingenio, tesoro intrínseco de los caracteres excelentes; es, en cambio, proscrita donde reina la mediocridad, «pues desterraría de las Cortes las tretas, los cabildeos, los malos oficios, la bajeza, la adulación y la intriga.» Las naciones no se llenarían de serviles domesticados, sino de varones excelentes que legarían á sus hijos menos vanidades y más nobles ejemplos. Amando los propios méritos más que la prosperidad indecorosa, crecería el amor á la virtud, el deseo de la gloria, el culto por ideales de perfección incesante: en la admiración por los genios, los santos y los héroes. Esa dignificación moral de los hombres señalaría en la historia el ocaso de las sombras.