El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha (1842)/Tomo I/L

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CAPÍTULO L.

De las discretas altercaciones que Don Quijote y el Canónigo tuvieron, con otros
sucesos.


B

ueno está eso, respondió Don Quijote: los libros que están impresos con licencia de los reyes, y con aprobacion de aquellos á quien se remitieron, y que con gusto general son leidos y celebrados de los grandes y de los chicos, de los pobres y de los ricos, de los letrados é ignorantes, de los plebeyos y caballeros; finalmente, de todo género de personas de cualquier estado y condicion que sean, ¿habian de ser mentira, y mas llevando tanta apariencia de verdad, pues nos cuentan el padre, la madre, la patria, los parientes, la edad, el lugar y las hazañas punto por punto, y dia por dia que el tal caballero hizo, ó caballeros hicieron? Calle vuestra merced, no diga tal blasfemia, y créame, que le aconsejo en esto lo que debe de hacer como discreto, si no léalos, y verá el gusto que recibe de su leyenda. Si no dígame: ¿Hay mayor contento que ver, como si dijésemos, aquí ahora se muestra delante de nosotros un gran lago de pez hirviendo á borbollones, y que andan nadando y cruzando por él muchas serpientes, culebras y lagartos, y otros muchos géneros de animales feroces y espantables, y que del medio del lago sale una voz tristísima, que dice:

"Tú, caballero, quien quiera que seas, que el temeroso
"lago estas mirando, si quieres alcanzar el bien que debajo destas
"negras aguas se encubre, muestra el valor de tu fuerte pecho, y
"arrójate en mitad de su negro y encendido licor, porque si así
"no lo haces, no serás digno de ver las altas maravillas que en sí
"encierran y contienen los siete castillos de las siete Fadas, que
"debajo desta negrura yacen?"

¿Y que apenas el caballero no ha acabado de oir la voz temerosa, cuando sin entrar mas en cuentas consigo, sin ponerse á considerar el peligro á que se pone, y aun sin despojarse de la pesadumbre de sus fuertes armas, encomendándose á Dios y á su señora, se arroja en mitad del bullente lago, y cuando no se cata, ni sabe donde ha de parar, se halla entre unos floridos campos, con quien los Elíseos no tienen que ver en ninguna cosa? Allí le parece que el cielo es mas trasparente, y que el sol luce con claridad mas nueva: ofrécesele á los ojos una apacible floresta, de tan verdes y frondosos árboles compuesta, que alegra á la vista su verdura, y entretiene los oidos el dulce y no aprendido canto de los pequeños, infinitos y pintados pajarillos, que por los intrincados ramos van cruzando. Aquí descubre un arroyuelo, cuyas frescas aguas, que líquidos cristales parecen, corren sobre menudas arenas y blancas pedrezuelas, que oro cernido y puras perlas semejan. Acullá ve una artificiosa fuente de jaspe variado y de liso mármol compuesta, acá vé otra á lo brutesco ordenada, adonde las menudas conchas de las almejas con las torcidas casas blancas y amarillas del caracol, puestas con órden desordenada, mezclados entre ellas pedazos de cristal luciente y de contrahechas esmeraldas, hacen una variada labor, de manera, que el arte imitando á la naturaleza, parece que allí la vence. Acullá de improviso se le descubre un fuerte castillo, ó vistoso alcázar, cuyas murallas son de macizo oro, las almenas de diamantes, las puertas de jacintos: finalmente, él es de tan admirable compostura, que con ser la materia de que está formado, no menos que de diamantes, de carbuncos, de rubíes, de perlas, de oro y de esmeraldas, es de mas estimacion su hechura: y ¿hay mas que ver, despues de haber visto esto, que ver salir por la puerta del castillo un buen número de doncellas, cuyos galanos y vistosos trages, si yo me pusiese ahora á decirlos como las historias nos los cuentan, seria nunca acabar, y tomar luego la que parecia principal de todas por la mano al atrevido caballero, que se arrojó en el ferviente lago, y llevarle sin hablarle palabra dentro del rico alcázar ó castillo, y hacerle desnudar, como su madre le parió, y bañarle con templadas aguas, y luego untarle todo con olorosos ungüentos, y vestirle una camisa de sendal delgadísimo, toda olorosa y perfumada, y acudir otra doncella, y echarle un manton sobre los hombros, que por lo menos menos, dicen que suele valer una ciudad, y aun mas? ¿Qué es ver, pues, cuando nos cuentan que tras todo esto le llevan á otra sala, donde halla puestas las mesas, con tanto concierto, que queda suspenso y admirado? ¿Qué, el verle echar agua á manos, toda de ámbar y de olorosas flores distilada? ¿Qué, el hacerle sentar sobre una silla de marfil? ¿Qué, verle servir todas las doncellas, guardando un maravilloso silencio? ¿Qué el traerle tanta diferencia de manjares, tan sabrosamente guisados, que no sabe el apetito á cual deba de alargar la mano? ¿Cuál será oir la música, que en tanto que come, suena, sin saber quien la canta ni adonde suena? ¿Y despues de la comida acabada y las mesas alzadas, quedarse el caballero recostado sobre la silla, y quizá mondándose los dientes, como es costumbre, entrar á deshora por la puerta de la sala otra mucho mas hermosa doncella que ninguna de las primeras, y sentarse al lado del caballero, y comenzar á darle cuenta de qué castillo es aquel, y de como ella está encantada en él, con otras cosas que suspenden al caballero, y admiran á los leyentes que van leyendo su historia? No quiero alargarme mas en esto, pues dello se puede colegir, que cualquiera parte que se lea de cualquiera historia de caballero andante, ha de causar gusto y maravilla á cualquiera que la leyese: y vuestra merced créame, y como otra vez le he dicho, lea estos libros, y verá como le destierran la melancolía que tuviere, y le mejoran la condicion, si acaso la tiene mala. De mí sé decir, que despues que soy caballero andante, soy valiente, comedido, liberal, bien criado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos, y aunque ha tan poco tiempo que me vi encerrado en una jaula como loco, pienso por el valor de mi brazo, favoreciéndome el cielo, y no me siendo contraria la fortuna, en pocos dias verme rey de algun reino, adonde pueda mostrar el agradecimiento y liberalidad que mi pecho encierra: que mia fe, señor, el pobre está inhabilitado de poder mostrar la virtud de liberalidad con ninguno, aunque en sumo grado la posea, y el agradecimiento que solo consiste en el deseo, es cosa muerta, como es muerta la fe sin obras. Por esto querria, que la fortuna me ofreciese presto alguna ocasion, donde me hiciese emperador, por mostrar mi pecho, haciendo bien á mis amigos, especialmente á este pobre de Sancho Panza mi escudero, que es el mejor hombre del mundo, y querroa darle un condado que le tengo muchos dias ha prometido: sino que temo que no ha de tener habilidad para gobernar su estado. Casi estas últimas palabras oyó Sancho á su amo, á quien dijo: Trabaje vuestra merced, señor Don Quijote, en darme ese condado tan prometido de vuestra merced, como de mí esperado, que yo le prometo que no me falte á mí habilidad para gobernarle: y cuando me faltare, yo he oido decir, que hay hombres en el mundo, que toman en arrendamiento los estados de los señores, y les dan un tanto cada año, y ellos se tienen cuidado del gobierno, y el señor se está á pierna tendida gozando de la renta que le dan sin curarse de otra cosa: y así haré yo, y no repararé en tanto mas cuanto, sino, que luego me desistiré de todo, y me gozaré mi renta como un duque, y allá se lo hayan. —Eso, hermano Sancho, dijo el Canónigo, entiéndese en cuanto al gozar la renta; empero al administrar justicia, ha de entender el señor del estado, y aquí entra la habilidad y buen juicio, y principalmente la buena intencion de acertar, que si ésta falta en los principios, siempre irán errados los medios y los fines: y así suele Dios ayudar al buen deseo del simple, como desfavorecer al malo del discreto. —No sé esas filosofías, respondió Sancho Panza, mas solo sé, que tan presto tuviese yo el condado, como sabria regirle, que tanta alma tengo yo como otro, y tanto cuerpo como el que mas, y tan rey seria yo de mi estado, como cada uno del suyo, y siéndolo, haria lo que quisiese, y haciendo lo que quisiese, haria mi gusto, y haciendo mi gusto, estaria contento, y en estando uno contento, no tiene mas que desear, y no teniendo mas que desear, acabóse, y el estado venga, y á Dios y véamonos, como dijo un ciego á otro. —No son malas filosofias esas, como tú dices, Sancho[1]; pero con todo eso, hay mucho que decir sobre esta materia de condados. A lo cual replicó Don Quijote: —Yo no sé que haya mas que decir; solo me guio por el ejemplo que me da el grande Amadis de Gaula, que hizo á su escudero conde de la Insula firme, y así puedo yo sin escrúpulo de conciencia hacer conde á Sancho Panza, que es uno de los mejores escuderos que caballero andante ha tenido. Admirado quedó el Canónigo de los concertados disparates que Don Quijote habia dicho, del modo con que habia pintado la aventura del caballero del lago, de la impresion que en él habian hecho las pensadas mentiras de los libros que habia leido, y finalmente, le admiraba la necedad de Sancho, que con tanto ahinco deseaba alcanzar el condado que su amo le habia prometido. Ya en esto volvian los criados del Canónigo, que á la venta habian ido por la acémila del repuesto, y haciendo mesa de una alhombra y de la verde yerba del prado, á la sombra de unos árboles se sentaron, y comieron allí porque el boyero no perdiese la comodidad de aquel sitio, como queda dicho: y estando comiendo, á deshora oyeron un recio estruendo, y un son de esquila, que por entre unas zarzas y espesas matas que allí junto estaban, sonaba, y al mesmo instante vieron salir de entre aquellas malezas una hermosa cabra, toda la piel manchada de negro, blanco y pardo: tras ella venia un cabrero dándole voces, y diciéndole palabras á su uso, para que se detuviese ó al rebaño volviese. La fugitiva cabra, temerosa y despavorida, se vino á la gente, como á favorecerse della, y allí se detuvo. Llegó el cabrero, y asiéndola de los cuernos, como si fuera capaz de discurso y entendimiento, le dijo: Ah cerrera, cerrera, manchada, manchada, ¿y cómo andais vos estos dias de pié cojo? ¿Qué lobos os espantan, hija? ¿No me diréis qué es esto, hermosa? Mas qué puede ser sino que sois hembra, y no podeis estar sosegada, que mal haya vuestra condicion, y la de todas aquellas á quien imitais. Volved, volved, amiga, que si no tan contenta, á lo menos estaréis mas segura en vuestro aprisco, ó con vuestras compañeras: que si vos que las habeis de guardar y encaminar, andais tan sin guia y descaminada, ¿en qué podrán parar ellas? Contento dieron las palabras del cabrero á los que las oyeron, especialmente al Canónigo, que le dijo: —Por vida vuestra, hermano, que os sosegueis un poco, y no os acucieis en volver tan presto esa cabra á su rebaño, que pues ella es hembra, como vos decis, ha de seguir su natural distinto, por mas que vos os pongais á estorbarlo. Tomad este bocado, y bebed una vez, con que templaréis la cólera, y en tanto descansará la cabra: y el decir esto y el darle con la punta del cuchillo los lomos de un conejo fiambre, todo fué uno. Tomólo, y agradeciólo el cabrero, bebió y sosegóse, y luego dijo: —No querria que por haber yo hablado con esta alimaña tan en seso me tuviesen vuestras mercedes por hombre simple, que en verdad que no carecen de misterio las palabras que le dije. Rústico soy; pero no tanto, que no entienda como se ha de tratar con los hombres y con las bestias. —Eso creo yo muy bien, dijo el Cura, que ya yo sé de esperiencia, que los montes crian letrados, y las cabañas de los pastores encierran filósofos. —A lo menos, señor, replicó el cabrero, acogen hombres escarmentados: y para que creais esta verdad, y la toqueis con la mano, aunque parezca que sin ser rogado me convido, si no os enfadais dello, y quereis, señores, un breve espacio prestarme oido atento, os contaré una verdad que acredite lo que ese señor (señalando al Cura) ha dicho, y la mia. A esto respondió Don Quijote: —Por ver que tiene este caso un no sé que de sombra de aventura de caballería, yo por mi parte os oiré, hermano, de muy buena gana, y así lo harán todos estos señores, por lo mucho que tienen de discretos, y de ser amigos de curiosas novedades que suspendan, alegren y entretengan los sentidos, como sin duda pienso que lo ha de hacer vuestro cuento. Comenzad, pues, amigo, que todos escucharémos. —Saco la mia, dijo Sancho, que yo á aquel arroyo me voy con esta empanada, donde pienso hartarme por tres dias, porque he oido decir á mi señor Don Quijote, que el escudero de caballero andante ha de comer cuando se le ofreciere, hasta no poder mas, á causa que se les suele ofrecer entrar acaso por una selva tan intrincada que no aciertan á salir della en seis dias, y si el hombre no va harto, ó bien proveidas las alforjas, allí se podrá quedar, como muchas veces se queda, hecho carne momia. —Tú estás en lo cierto, Sancho, dijo Don Quijote: vete adonde quisieres, y come lo que pudieres, que yo ya estoy satisfecho, y solo me falta dar al alma su refaccion, como se la daré escuchando el cuento deste buen hombre. —Así la daremos todos á las nuestras, dijo el Canónigo, y luego rogó al cabrero que diese principio á lo que prometido habia. El cabrero dió dos palmadas sobre el lomo á la cabra, que por los cuernos tenia, diciéndole: Recuéstate junto á mí, manchada, que tiempo nos queda para volver á nuestro apero. Parece que lo entendió la cabra, porque en sentándose su dueño, se tendió ella junto á él con mucho sosiego, y mirándole al rostro, daba á entender que estaba atenta á lo que el cabrero iba diciendo, el cual comenzó su historia desta manera.



  1. Dijo el Canónigo.