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El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha (1842)/Tomo I/XV

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CAPÍTULO XV.


Donde se cuenta la desgraciada aventura que se topó Don Quijote en topar con unos desalmados yangüeses.


C

UENTA el sabio Cide Hamete Benengeli, que así como Don Quijote se despidió de sus huéspedes y de todos los que se hallaron al entierro del pastor Grisóstomo, él y su escudero se entraron por el mesmo bosque donde vieron que se habia entrado la pastora Marcela, y habiendo andado mas de dos horas por él buscándola por todas partes, sin poder hallarla, vinieron á parar á un prado lleno de fresca yerba, junto del cual corria un arroyo apacible y fresco, tanto que convidó y forzó á pasar allí las horas de la siesta, que rigurosamente comenzaba ya á entrar. Apeáronse Don Quijote y Sancho, y dejando al jumento y á Rocinante á sus anchuras pacer de la mucha yerba que allí habia, dieron saco á las alforjas, y sin ceremonia alguna, en buena paz y compañía amo y mozo comieron lo que en ellas hallaron. No se habia curado Sancho de echar sueltas á Rocinante, seguro de que le conocia por tan manso y tan poco rijoso, que todas las yeguas de la dehesa de Córdoba no le hicieran tomar mal siniestro. Ordenó pues la suerte y el diablo, que no todas veces duerme, que andaban por aquel valle paciendo una manada de hacas galicianas de unos arrieros yangüeses, de los cuales es costumbre sestear con su recua en lugares y sitios de yerba y agua, y aquel donde acertó hallarse Don Quijote era muy á propósito de los yangüeses. Sucedió pues que á Rocinante le vino en deseo de refocilarse con las señoras facas, y saliendo, así como las olió, de su natural paso y costumbre, sin pedir licencia á su dueño, tomó un trotillo algo picadillo, y se fué á comunicar su necesidad con ellas; mas ellas, que á lo que pareció, debian de tener mas gana de pacer que de al, recibiéronle con las herraduras y con los dientes, de tal manera que á poco espacio se le rompieron las cinchas, y quedó sin silla en pelota. Pero lo que él debió mas de sentir fué, que viendo los arrieros la fuerza que á sus yeguas se les hacia, acudieron con estacas, y tantos palos le dieron, que le derribaron mal parado en el suelo. Ya en esto Don Quijote y Sancho que la paliza de Rocinante habian visto, llegaban hijadeando, y dijo Don Quijote á Sancho:—A lo que yo veo, amigo Sancho, estos no son caballeros, sino gente soez y de baja raléa. Dígolo, porque bien me puedes ayudar á tomar la debida venganza del agravio que delante de nuestros ojos se le ha hecho á Rocinante.—¿Qué diablos de venganza hemos de tomar, respondió Sancho, si estos son mas de veinte, y nosotros no mas de dos, y aun quizá nosotros sino uno y medio?—Yo valgo por ciento, replicó Don Quijote,=Y sin hacer mas discursos echó mano á su espada y arremetió á los yangüeses, y lo mesmo hizo Sancho Panza incitado y movido del ejemplo de su amo: y á las primeras dió Don Quijote una cuchillada á uno, que le abrió un sayo de cuero de que venia vestido con gran parte de la espalda. Los yangüeses, que se vieron maltratar de aquellos dos hombres solos, siendo ellos tantos, acudieron á sus estacas, y cogiendo á los dos en medio, comenzaron á menudear sobre ellos con grande ahinco y vehemencia. Verdad es que al segundo toque dieron con Sancho en el suelo, y lo mesmo le avino á Don Quijote, sin que le valiese su destreza y buen ánimo, y quiso su ventura, que viniese á caer á los pies de Rocinante, que aun no se habia levantado: donde se echa de ver la furia con que machacan estacas puestas en manos rústicas y enojadas. Viendo pues los yangüeses el mal recado que habian hecho, con la mayor presteza que pudieron, cargaron su recua y siguieron su camino, dejando á los dos aventureros de mala traza y de peor talante. El primero que se resintió fué Sancho Panza, y hallándose junto á su señor, con voz enferma y lastimada dijo:—Señor Don Quijote, ¡ah señor Don Quijote!—¿Qué quieres, Sancho hermano? respondió Don Quijote con el mesmo tono afeminado y doliente que Sancho.—Querria, si fuese posible, respondió Sancho Paliza, que vuestra merced me diese dos tragos de aquella bebida del feo blas, si es que la tiene vuestra merced ahí á mano, quizá será de provecho para los quebrantamientos de huesos como lo es para las feridas.—Pues á tenerla yo aquí, desgraciado yo, ¿que nos faltaba? respondió Don Quijote: mas yo te juro, Sancho Panza, á fe de caballero andante, que antes que pasen dos dias, si la fortuna no ordena otra cosa, la tengo de tener en mi poder, ó mal me han de andar las manos.—¿Pues en cuántos le parece á vuestra merced que podremos mover los piés? replicó Sancho Panza.—De mí sé decir, dijo el molido caballero Don Quijote, que no sabré poner término á esos dias; mas yo me tengo la culpa de todo, que no habia de poner mano á la espada contra hombres que no fuesen armados caballeros como yo, y así creo que en pena de haber pasado las leyes de la caballería, ha permitido el Dios de las batallas que se me diese este castigo: por lo cual, hermano Sancho, conviene que estés advertido en esto que ahora te diré, porque importa mucho á la salud de entrambos: y es, que cuando veas que semejante canalla nos hace algun agravio, no aguardes á que yo ponga mano á la espada para ellos, porque no lo haré en ninguna manera, sino pon tú mano á tu espada y castígalos muy á tu sabor, que si en su ayuda y defensa acudieren caballeros, yo te sabré defender y ofendellos con todo mi poder, que ya habrás visto por mil señales y esperiencias, hasta adonde se estiende el valor de este mi fuerte brazo: tal quedó de arrogante el pobre señor con el vencimiento del valiente vizcaino. Mas no le parecia tan bien á Sancho Panza el aviso de su amo, que dejase de responder diciendo:—Señor, yo soy hombre pacífico, manso, sosegado, y sé disimular cualquiera injuria: porque tengo muger y hijos que sustentar y criar; así que, séale á vuestra merced tambien aviso, pues no puede ser mandato, que en ninguna manera pondré mano á la espada, ni contra villano ni contra caballero, y que desde aquí para delante de Dios perdono cuantos agravios me han hecho y han de hacer, ora me los haya hecho, ó haga, ó haya de hacer persona alta ó baja, rico ó pobre, hidalgo ó pechero, sin eceptar estado ni condicion alguna. Lo cual oido por su amo, le respondió:—Quisiera tener aliento para poder hablar un poco descansado, y que el dolor que tengo en esta costilla se aplacara tanto cuanto, para darte á entender, Panza, en el error en que estás. Ven acá, pecador: si el viento de la fortuna, hasta ahora tan contrario, en nuestro favor se vuelve, llenándonos las velas del deseo para que seguramente y sin contraste alguno tomemos puerto en alguna de las ínsulas que te tengo prometida, ¿qué seria de tí, si ganándola yo te hiciese señor della? Pues lo vendrás á imposibilitar por no ser caballero, ni quererlo ser, ni tener valor ni intencion de vengar tus injurias, y defender tu señorío: porque has de saber, que en los reinos y provincias nuevamente conquistados nunca están tan quietos los ánimos de sus naturales, ni tan de parte del nuevo señor, que no se tenga temor de que han de hacer alguna novedad para alterar de nuevo las cosas, y volver, como dicen, á probar ventura: y así es menester que el nuevo posesor tenga entendimiento para saberse gobernar, y valor para ofender y defenderse en cualquier acontecimiento.—En este que ahora nos ha acontecido, respondió Sancho, quisiera yo tener ese entendimiento y ese valor que vuestra merced dice: mas yo le juro, á fe de pobre hombre, que mas estoy para vizmas que para pláticas. Mire vuestra merced si se puede levantar, y ayudarémos á Rocinante, aunque no lo merece, porque él fué la causa principal de todo este molimiento. Jamas tal creí de Rocinante, que le tenia por persona casta y tan pacífica como yo. En fin, bien dicen, que es menester mucho tiempo para venir á conocer las personas, y que no hay cosa segura en esta vida. ¿Quién dijera que tras de aquellas tan grandes cuchilladas como vuestra merced dió á aquel desdichado andante, habia de venir por la posta y en seguimiento suyo esta tan grande tempestad de palos que ha descargado sobre nuestras espaldas?—Aun las tuyas, Sancho, replicó Don Quijote, deben de estar hechas á semejantes nublados; pero las mias, criadas entre sinabafas y olandas, claro está, que sentirán mas el dolor desta desgracia; y si no fuese porque imagino, qué digo imagino, sé muy cierto, que todas estas incomodidades son muy anecsas al ejercicio de las armas, aquí me dejaria morir de puro enojo. A esto replicó el escudero:—Señor, ya que estas desgracias son de la cosecha de la caballería, dígame vuestra merced si suceden muy á menudo, ó si tienen sus tiempos limitados en que acaecen, porque me parece á mí que á dos cosechas quedaremos inútiles para la tercera, si Dios por su infinita misericordia no nos socorre.—Sábete, amigo Sancho, respondió Don Quijote, que la vida de los caballeros andantes está sujeta á mil peligros y desventuras, y ni mas ni menos está en potencia propincua de ser los caballeros andantes reyes y emperadores, como lo ha mostrado la esperiencia en muchos y diversos caballeros de cuyas historias yo tengo entera noticia: y pudiérate contar ahora, si el dolor me diera lugar, de algunos que solo por el valor de su brazo han subido á los altos grados que he contado, y estos mesmos se vieron antes y despues en diversas calamidades y miserias. Porque el valeroso Amadis de Gaula se vió en poder de su mortal enemigo Arcalaus el encantador, de quien se tiene por averiguado que le dió, teniéndole preso, mas de doscientos azotes con las riendas de su caballo, atado á una coluna de un patio, y aun hay un autor secreto y de no poco crédito que dice, que habiendo cogido al caballero del Febo con una cierta trampa que se le hundió debajo de los piés en un cierto castillo, y al caer se halló en una honda sima debajo de tierra atado de piés y manos, y allí le echaron una destas que llaman melecinas de agua de nieve y arena, de lo que llegó muy al cabo, y si no fuera socorrido en aquella gran cuita de un sabio grande amigo suyo, lo pasara muy mal el pobre caballero. Así que, bien puedo yo pasar entre tanta buena gente, que mayores afrentas son las que estos pasaron que no las que ahora nosotros pasamos: porque quiero hacerte sabidor, Sancho, que no afrentan las heridas que se dan con los instrumentos que acaso se hallan en las manos, y esto está en la ley del duelo escrito por palabras espresas: que si el zapatero da á otro con la horma que tiene en la mano, puesto que verdaderamente es de palo, no por eso se dirá que queda apaleado aquel á quien dió con ella. Digo esto, porque no pienses que puesto que quedamos desta pendencia molidos, quedamos afrentados, porque las armas que aquellos hombres traian con que nos machacaron, no eran otras que sus estacas, y ninguno dellos, á lo que se me acuerda, tenia estoque, espada ni puñal.—No me dieron á mí lugar, respondió Sancho, á que mirase en tanto, porque apenas puse mano á mi tizona, cuando me santiguaron los hombros con sus pinos, de manera que me quitaron la vista de los ojos y la fuerza de los piés, dando conmigo adonde ahora yago, y adonde no me da pena alguna el pensar si fué afrenta ó no lo de los estacazos, como me la da el dolor de los golpes, que me han de quedar tan impresos en la memoria como en las espaldas.—Con todo eso te hago saber, hermano Panza, replicó Don Quijote, que no hay memoria á quien el tiempo no acabe, ni dolor que muerte no le consuma.—¿Pues qué mayor desdicha puede ser, replicó Panza, que aquella que aguarda al tiempo que la consuma, y á la muerte que la acabe? Si esta nuestra desgracia fuera de aquellas que con un par de vizmas se curan, aun no tan malo; pero voy viendo que no han de bastar todos los emplastos de un hospital para ponerlas en buen término siquiera.—Déjate de eso, y saca fuerzas de flaqueza, Sancho, respondió Don Quijote, que así haré yo, y veamos como está Rocinante, que á lo que me parece, no le ha cabido al pobre la menor parte desta desgracia.—No hay de que maravillarse deso, respondió Sancho, siendo él tambien caballero andante. De lo que yo me maravillo es, de que mi jumento haya quedado libre y sin costas, donde nosotros salimos sin costillas.—Siempre deja la ventura una puerta abierta en las desdichas para dar remedio á ellas, dijo Don Quijote: dígolo, porque esa bestezuela podrá suplir ahora la falta de Rocinante, llevándome á mí desde aquí á algun castillo, donde sea curado de mis feridas. Y mas, que no tendré á deshonra la tal caballería, porque me acuerdo haber leido, que aquel buen viejo Sileno, ayo y pedagogo del alegre Dios de la risa, cuando entró en la ciudad de las cien puertas, iba muy á su placer caballero sobre un muy hermoso asno.—Verdad será, que él debia de ir caballero, como vuestra merced dice, respondió Sancho; pero hay grande diferencia del ir caballero, al ir atravesado como costal de basura. A lo cual respondió Don Quijote:—Las feridas que se reciben en las batallas, antes dan honra que la quitan: así que, Panza amigo, no me repliques mas, sino como ya te he dicho, levántate lo mejor que pudieres, y ponme de la manera que mas te agrade encima de tu jumento, y vamos de aquí antes que la noche venga, y nos saltée en este despoblado.—Pues yo he oido decir á vuestra merced, dijo Panza, que es muy de caballeros andantes el dormir en los páramos y desiertos lo mas del año, y que lo tienen á mucha ventura.—Eso es, dijo Don Quijote, cuando no puedan mas, ó cuando están enamorados: y es tan verdad esto, que ha habido caballero, que se ha estado sobre una peña al sol y á la sombra, y á las inclemencias del cielo dos años sin que lo supiese su señora, y uno destos fué Amadis, cuando llamándose Beltenebros se alojó en la peña Pobre, ni sé si ocho años, ó ocho meses, que no estoy muy bien en la cuenta: basta que él estuvo allí haciendo penitencia por no sé que sinsabor, que le hizo la señora Oriana. Pero dejemos ya esto, Sancho, y acaba antes que suceda otra desgracia al jumento como á Rocinante.—Aun ahí seria el diablo, dijo Sancho; y despidiendo treinta ayes y sesenta sospiros, y ciento y veinte pésetes y reniegos de quien allí le habia traido, se levantó, quedándose agobiado en la mitad del camino como arco turquesco, sin poder acabar de enderezarse: y con todo este trabajo aparejó su asno, que tambien habia andado algo destraido con la demasiada libertad de aquel dia. Levantó luego á Rocinante, el cual si tuviera lengua con que quejarse, á buen seguro que Sancho ni su amo no le fueran en zaga. En resolucion, Sancho acomodó á Don Quijote sobre el asno, y puso de reata á Rocinante, y llevando al asno del cabestro, se encaminó poco mas ó menos ácia donde le pareció que podia estar el camino real: y la suerte que sus cosas de bien en mejor iba guiando, aun no hubo andado una pequeña legua, cuando le deparó el camino, en el cual descubrió una venta, que á pesar suyo y gusto de Don Quijote habia de ser castillo. Porfiaba Sancho que era venta, y su amo que no, sino castillo; y tanto duró la porfia, que tuvieron lugar sin acabarla de llegar á ella, en la cual Sancho se entró sin mas averiguacion con toda su recua.