El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha (1842)/Tomo I/XXXVI

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CAPÍTULO XXXVI.

Que trata de otros raros sucesos que en la venta sucedieron.


E

stando en esto, el ventero que estaba á la puerta de la venta, dijo: Esta que viene es una hermosa tropa de huéspedes: si ellos paran aquí, gaudeamus tenemos. — ¿Qué gente es? dijo Cardenio. —Cuatro hombres, respondió el ventero, vienen á caballo á la gineta con lanzas y adargas, y todos con antifaces negros, y junto con ellos viene una muger vestida de blanco en un sillon, ansimesmo cubierto el rostro, y otros dos mozos de á pié. —¿Vienen muy cerca? preguntó el cura. —Tan cerca, respondió el ventero, que ya llegan. Oyendo esto Dorotea se cubrió el rostro, y Cardenio se entró en el aposento de Don Quijote; y casi no habian tenido lugar para esto, cuando entraron en la vente todos los que el ventero habia dicho; y apeándose los cuatro de á caballo, que de muy gentil talle y disposicion eran, fueron á apear la muger que en el sillon venia; y tomándola uno dellos en sus brazos la sentó en una silla que estaba á la entrada del aposento donde Cardenio se habia escondido. En todo este tiempo, ni ella ni ellos se habian quitado los antifaces, ni hablado palabra alguna; solo que al sentarse la muger en la silla dió un profundo suspiro, y dejó caer los brazos como persona enferma y desmayada. Los mozos de á pié llevaron los caballos á la caballeriza. Viendo esto el cura, deseoso de saber qué gente era aquella, que con tal trage y tal silencio estaba, se fué donde estaban los mozos, y á uno dellos le preguntó lo que ya deseaba; el cual le respondió: Pardiez, señor, yo no sabré deciros qué gente sea esta, solo sé que muestra ser muy principal, especialmente aquel que llegó á tomar en sus brazos á aquella señora que habeis visto; y esto dígolo, porque todos los demas le tienen respeto, y no se hace otra cosa mas de la que él ordena y manda. —Y la señora ¿quién es? preguntó el cura.—Tampoco sabré decir eso, respondió el mozo, porque en todo el camino no la he visto el rostro; suspirar sí la he oído muchas veces, y dar unos gemidos, que parece que con cada uno dellos quiere dar el alma: y no es de maravillar que no sepamos mas de lo que habenos dicho, porque mi compañero y yo no ha mas de dos dias que los acompañamos, porque habiéndolos encontrado en el camino, nos rogaron y persuadieron que viniésemos con ellos hasta el Andalucía, ofreciéndose á pagárnoslo muy bien. —¿Y habeis oido nombrar á alguno dellos? preguntó el cura. —No por cierto, respondió el mozo, porque todos caminan con tanto silencio, que es maravilla porque no se oye entre ellos otra cosa que los suspiros y sollozos de la pobre señora, que nos mueve á lástima, y sin duda tenemos creido que ella va forzada donde quiera que va, y segun se puede colegir por su hábito, ella es monja, ó va á serlo, que es lo mas cierto; y quizá, porque no le debe de nacer de voluntad el mongío, va triste como parece. —Todo podria ser, dijo el cura, y dejándolos, se volvió adonde estaba Dorotea: la cual, como habia oido suspirar á la embozada, movida de natural compasion se llegó á ella y le dijo: ¿Qué mal sentis, señora mia? mirad si es alguno de quien las mugeres suelen tener uso y esperiencia de curarle, que de mi parte os ofrece una buena voluntad de serviros. A todo esto callaba la lastimada señora, y aunque Dorotea tomó con mayores ofrecimientos, todavia se estaba en su silencio, hasta que llegó el caballero embozado (que dijo el mozo que los demas obedecian) y dijo á Dorotea: No os canseis, señora, en ofrecer nada á esa muger, porque tiene por costumbre de no agradecer cosa que por ella se hace, ni procureis que os responda, si no quereis oir alguna mentira de su boca. Jamas la dije, dijo á esta sazon la que hasta allí habia estado callando, antes por ser tan verdadera y tan sin trazas mentirosas me veo en tanta desventura, y desto vos mesmo quiero que seais el testigo, pues mi pura verdad os hace á vos ser falso y mentiroso. Oyó estas razones Cardenio bien clara y distintamente, como quien estaba tan junto de quien las decia, que sola la puerta del aposento de Don Quijote estaba en medio, y así como las oyó, dando una gran voz, dijo: ¡Válgame Dios! ¿qué es esto que oigo? ¿qué voz es esta que ha llegado á mis oidos? Volvió la cabeza á estos gritos aquella señora toda sobresaltada, y no viendo quien los daba, se levantó en pié, y fuese á entrar en el aposento; lo cual visto por el caballero, la detuvo sin dejarla mover un paso. A ella con la turbacion y desasosiego se le cayó el tafetan con que traia cubierto el rostro, y descubrió una hermosura incomparable, y un rostro milagroso, aunque descolorido y asombrado, porque con los ojos andaba

rodeando todos los lugares donde alcanzaba con la vista, con tanto ahinco, que parecia persona fuera de juicio, cuyas señales, sin saber por qué las hacia, pusieron gran lástima en Dorotea y en cuantos la miraban. Teniála el caballero fuertemente asida por las espaldas, y por estar tan ocupado en tenerla, no pudo acudir á alzarse el embozo que se le caia, como en efecto se le cayó del todo; y alzando los ojos Dorotea, que abrazada con la señora estaba, vió que el que abrazada ansimesmo la tenia, era su esposo Don Fernando, y apenas le hubo conocido, cuando arrojando de lo íntimo de sus entrañas un luengo y tristísimo ay, se dejó caer de espaldas desmayada: y á no hallarse allí junto el barbero, que la recogió en los brazos, ella diera consigo en el suelo. Acudió luego el cura á quitarle el embozo para echarle agua en el rostro, y así como la descubrió, la conoció Don Fernando, que era el que estaba abrazado con la otra, y quedó como muerto en verla; pero no porque dejase con todo esto de tener á Luscinda, que era la que procuraba soltarse de sus brazos, la cual habia conocido en el suspiro á Cardenio, y él la habia conocido á ella. Oyó asimesmo Cardenio el ay que dió Dorotea cuando se cayó desmayada, y creyendo que era su Luscinda, salió del aposento despavorido, y lo primero que vió fué á Don Fernando que tenia abrazada á Luscinda. Tambien Don Fernando conoció luego á Cardenio, y todos tres, Luscinda, Cardenio y Dorotea, quedaron mudos y suspensos, casi sin saber lo que les habia acontecido. Callaban todos, y mirábanse todos, Dorotea á Don Fernando, Don Fernando á Cardenio, Cardenio á Luscinda y Luscinda á Cardenio; mas quien primero rompió el silencio fué Luscinda, hablando á Don Fernando desta manera: Dejadme, señor Don Fernando, por lo que debeis á ser quien sois, ya que por otro respeto no lo hagais, dejadme llegar al muro de quien yo soy yedra, al arrimo de quien no me han podido apartar vuestras importunaciones, vuestras amenazas, vuestras promesas ni vuestras dádivas: notad como el cielo por desusados y á nosotros encubiertos caminos me ha puesto á mi verdadero esposo delante; y bien sabeis por mil costosas esperiencias, que sola la muerte fuera bastante para borrarle de mi memoria: sean pues parte tan claros desengaños para que volvais (ya que no podais hacer otra cosa) el amor en rabia, la voluntad en despecho, y acabadme con él la vida, que como yo la rinda delante de mi buen esposo, la daré por bien empleada: quizá con mi muerte quedará satisfecho de la fe que le mantuve hasta el último trance de la vida. Habia en este entretanto vuelto Dorotea en sí, y habia estado escuchando todas las razones que Luscinda dijo, por las cuales vino en conocimiento de quien ella era, y viendo que Don Fernando aun no la dejaba de sus brazos, ni respondia á sus razones, esforzándose lo mas que pudo, se levantó y se fué á hincar de rodillas á sus pies, y derramando mucha cantidad de hermosas y lastimeras lágrimas, así le comenzó á decir: Si ya no es, señor mio, que los rayos deste sol, que en tus brazos eclipsados tienes, te quitan y ofuscan los de tus ojos, ya habrás echado de ver que la que á tus pies está arrodillada es la sin ventura, hasta que tú quieras, y la desdichada Dorotea: yo soy aquella labradora humilde, á quien tú por tu bondad, ó por tu gusto, quisiste levantar á la alteza de poder llamarse tuya: soy la que encerrada en los límites de la honestidad vivió vida contenta, hasta que á las voces de tus importunidades, y al parecer justos y amorosos sentimientos, abrió las puertas de su recato y te entregó las llaves de su libertad: dádiva de tí tan mal agradecida, cual lo muestra bien claro haber sido forzoso hallarme en el lugar donde me hallas, y verte yo á tí de la manera que te veo. Pero con todo esto, no querria que cayese en tu imaginacion pensar que he venido aquí con pasos de mi deshonra, habiéndome traido solos los del dolor y sentimiento de verme de tí olvidada. Tú quisiste que yo fuese tuya, y quisístelo de manera, que, aunque ahora quieras que no lo sea, no será posible que tú dejes de ser mio: mira, señor mio, que puede ser recompensa á la hermosura y nobleza, por quien me dejas, la incomparable voluntad que te tengo: tú no puedes ser de la hermosa Luscinda, porque eres mio, ni ella puede ser tuya, porque es de Cardenio; y mas fácil será, si en ello miras, reducir tu voluntad á querer á quien te adora, que no encaminar laque te aborrece á que bien te quiera. Tú solicitaste mi descuido, tú rogaste á mi entereza, tú no ignoraste mi calidad, tú sabes bien de la manera que me entregué á toda tu voluntad, no te queda lugar ni acogida de llamarte á engaño: y si esto es así, como lo es, y tú eres tan cristiano como caballero, ¿por qué por tantos rodeos dilatas de hacerme venturosa en los fines, como me hiciste en los principios? Y si no me quieres por lo que soy, que soy tu verdadera y legítima esposa, quiéreme á lo menos y admíteme por tu esclava, que como yo esté en tu poder, me tendré por dichosa y bien afortunada. No permitas con dejarme y desampararme que se hagan y junten corrillos en mi deshonra: no des tan mala vejez á mis padres, pues no lo merecen los leales servicios, que como buenos vasallos á los tuyos siempre han hecho; y si te parece que has de aniquilar tu sangre por mezclarla con la mia, considera que pocas ó ninguna nobleza hay en el mundo que no haya corrido por este camino, y que la que se toma de las mugeres, no es la que hace al caso en las ilustres descendencias: cuanto mas que la verdadera nobleza consiste en la virtud, y si esta á tí te falta, negándome lo que tan justamente me debes, yo quedaré con mas ventajas de noble, que las que tú tienes: en fin, señor, lo que últimamente te digo es, que quieras ó no quieras, yo soy tu esposa, testigo son tus palabras, que no han, ni deben ser mentirosas, si ya es que te precias de aquello porque me desprecias[1]: testigo será la firma que hiciste, y testigo el cielo á quien tú llamaste por testigo de lo que me prometias: y cuando todo esto falte, tu misma conciencia no ha de faltar de dar voces callando en mitad de tus alegrías, volviendo por esta verdad que te he dicho, y turbando tus mejores gustos y contentos. Estas y otras razones dijo la lastimada Dorotea con tanto sentimiento y lágrimas, que los mismas que acompañaban á Don Fernando, y cuantos presentes estaban, la acompañaron en ellas. Escuchóla Don Fernando sin replicalle palabra, hasta que ella dió fin á las suyas, y principio á tantos sollosos y suspiros, que bien habia de ser corazon de bronce el que con muestras de tanto dolor no se enterneciera. Mirándola estaba Luscinda, no menos lastimada de su sentimiento, que admirada de su mucha discrecion y hermosura; y aunque quisiera llegarse á ella y decirle algunas palabras de consuelo, no la dejaban los brazos de Don Fernando que apretada la tenian, el cual, lleno de confusion y espanto, al cabo de un buen espacio que atentamente estuvo mirando á Dorotea, abrió los brazos, y dejando libre á Luscinda, dijo: Venciste, hermosa Dorotea, venciste porque no es posible tener ánimo para negar tantas verdades juntas. Con el desmayo que Luscinda habia tenido, así como la dejó Don Fernando, iba á caer en el suelo; mas hallándose Cardenio allí junto, que á las espaldas de Don Fernando se habia puesto porque no le conociese, pospuesto todo temor, y aventurando á todo riesgo, acudió á sostener á Luscinda, y cogiéndola entre sus brazos, le dijo: Si el piadoso cielo gusta y quiere que ya tengas algun descanso, leal, firme y hermosa señora mia, en ninguna parte creo yo que le tendrás mas seguro, que en estos brazos que ahora te reciben, y otro tiempo te recibieron cuando la fortuna quiso que pudiese llamarte mia. A estas razones puso Luscinda en Cardenio los ojos, y habiendo comenzado á conocerle primero por la voz, y asegurándose que él era con la vista, casi fuera de sentido y sin tener cuenta á ningun honesto respeto le echó los brazos al cuello, y juntando su rostro con el de Cardenio, le dijo: Vos sí, señor mio, sois el verdadero dueño desta vuestra captiva, aunque mas lo impida la contraria suerte, y aunque mas amenazas le hagan á esta vida que en la vuestra se sustenta. Estraño espectáculo fué este para Don Fernando y para todos los circunstantes, admirándose de tan no visto suceso. Parecióle á Dorotea que Don Fernando habia perdido la color del rostro, y que hacia ademan de querer vengarse de Cardenio, porque le vió encaminar la mano á ponella en la espada; y así como lo pensó, con no vista presteza se abrazó con él por las rodillas, besándoselas y teniéndole apretado que no le dejaba mover, y sin cesar un punto de sus lágrimas, le decia: ¿Qué es lo que piensas hacer, único refugio mio, en este tan impensado trance? tú tienes á tus pies á tu esposa, y la que quieres que lo sea, está en los brazos de su marido: mira si te estará bien ó te será posible deshacer lo que el cielo ha hecho, ó si te convendrá querer levantar á Igual á tí mismo á la que, pospuesto todo inconveniente, confirmada en su verdad y firmeza delante de tus ojos tiene los suyos, bañados de licor amoroso el rostro y pecho de su verdadero esposo. Por quien Dios es te ruego, y por quien tú eres te suplico, que este tan notorio desengaño no solo no acreciente tu ira, sino que la mengüe en tal manera, que con quietud y sosiego permitas que estos dos amantes le tengan sin impedimento tuyo todo el tiempo que el cielo quisiere concedérsele, y en esto mostrarás la generosidad de tu ilustre y noble pecho, y verá el mundo que tiene contigo mas fuerza la razon que el apetito. En tanto que esto decia Dorotea, aunque Cardenio tenia abrazada á Luscinda, no quitaba los ojos de Don Fernando, con determinacion de que si le viese hacer algun movimiento en su perjuicio, procurar defenderse y ofender como mejor pudiese á todos aquellos que en su daño se mostrasen, aunque le costase la vida. Pero á esta sazon acudieron los amigos de Don Fernando, y el cura y el barbero, que á todo habian estado presentes, sin que faltase el bueno de Sancho Panza, y todos rodeaban á Don Fernando, suplicándole tuviese por bien de mirar las lágrimas de Dorotea, y que siendo verdad, como sin duda ellos creian que lo era, lo que en sus razones habia dicho, que no permitiese quedase defraudada en sus tan justas esperanzas: que considerase que no acaso como parecia, sino con particular providencia del cielo, se habian todos juntado en lugar donde menos ninguno pensaba: y que advirtiese, dijo el cura, que sola la muerte podia apartar á Luscinda de Cardenio, y aunque los dividiesen filos de alguna espada, ellos tendrian por felicísima su muerte, y que en los casos inremediables era suma cordura, forzándose y venciéndose á si mismo, mostrar un generoso pecho, permitiendo que por sola su voluntad los dos gozasen el bien que el cielo ya les habia concedido: que pusiese los ojos ansimesmo en la beldad de Dorotea, y verla que pocas ó ninguna se podian igualar, cuanto mas hacerle ventaja: y que juntase á su hermosura su humildad y el estremo del amor que le tenia: y sobre todo advirtiese, que si se preciaba de caballero y de cristiano, que no podia hacer otra cosa que cumplille la palabra dada, y que cumpliéndosela, cumpliria con Dios y satisfaria á las gentes discretas, las cuales saben y conocen que es prerogativa de la hermosura, aunque esté en sugeto humilde, como se acompañe con la honestidad, poder levantarse é igualarse á cualquiera alteza, sin nota de menoscabo del que la levanta é iguala á sí mismo: y cuando se cumplen las fuertes leyes del gusto, como en ello no intervenga pecado, no debe de ser culpado el que las sigue. En efeto, á estas razones añadieron todos otras tales y tantas, que el valeroso pecho de Don Fernando, en fin como alimentado con ilustre sangre, se ablandó y se dejó vencer de la verdad, que él no pudiera negar aunque quisiera; y la señal que dió de haberse rendido y entregado al buen parecer que se le habia propuesto, fué abajarse y abrazar á Dorotea, diciéndole: Levantaos, señora mia, que no es justo que esté arrodillada á mis pies la que yo tengo en mi alma; y si hasta aquí no he dado muestras de lo que digo, quizá ha sido por órden del cielo, para que viendo yo en vos la fe con que me amais, os sepa estimar en lo que merecéis: lo que os ruego es, que no me reprendais mi mal término, y mi mucho descuido, pues la misma ocasion y fuerza que me movió para acetaros por mia, esta misma me impelió para procurar no ser vuestro: y que esto sea verdad, volved y mirad los ojos de la ya contenta Luscinda, y en ellos hallareis disculpa de todos mis yerros; y pues ella halló y alcanzó lo que deseaba, y yo he hallado en vos lo que me cumple, viva ella segura y contenta luengos y felices años con su Cardenio, que yo rogaré al cielo que me los deje vivir con mi Dorotea. Y diciendo esto, la tornó á abrazar y juntar su rostro con el suyo, con tan tierno sentimiento, que le fué necesario tener gran cuenta con que las lágrimas no acabasen de dar indubitables señales de su amor y arrepentimiento. No lo hicieron así las de Luscinda y Cardenio, y aun las de casi todos los que allí presentes estaban, porque comenzaron á derramar tantas, los unos de contento propio, y los otros del ageno, que no parecia sino que algun grave y mal caso á todos habia sucedido: hasta Sancho Panza lloraba, aunque despues dijo que no lloraba él sino por ver que Dorotea no era, como él pensaba, la reina Micomicona, de quien él tantas mercedes esperaba. Duró algun espacio, junto con el llanto, la admiracion en todos: y luego Cardenio y Luscinda se fueron á poner de rodillas ante Don Fernando, dándole gracias de la merced que les habia hecho, con tan corteses razones, que Don Fernando no sabia que responderles, y así los levantó y abrazó con muestras de mucho amor y mucha cortesía. Preguntó luego á Dorotea, le dijese cómo habia venido á aquel lugar tan lejos del suyo. Ella con breves y discretas razones contó todo lo que antes habia contado á Cardenio, de lo cual gustó tanto Don Fernando y los que con él venian, que quisieran que durara el cuento mas tiempo: tanta era la gracia con que Dorotea contaba sus desventuras. Y así como hubo acabado, dijo Don Fernando lo que en la ciudad le habia acontecido después que halló el papel en el seno de Luscinda, donde declaraba ser esposa de Cardenio y no poderlo ser suya: dijo que la quiso matar, y lo hiciera, si de sus padres no fuera impedido, y que así se salió de su casa despechado y corrido, con determinacion de vengarse con mas comodidad; y que otro dia supo como Luscinda habia faltado de casa de sus padres, sin que nadie supiese decir donde se habia ido; y que en resolucion al cabo de algunos meses vino á saber como estaba en un monasterio con voluntad de quedarse en él toda la vida, si no la pudiese pasar con Cardenio, y que así como lo supo, escogiendo para su compañía aquellos tres caballeros, vino al lugar donde estaba, á la cual no habia querido hablar, temeroso que en sabiendo que él estaba allí, habia de haber mas guarda en el monasterio: y así aguardando un dia á que la portería estuviese abierta, dejó á los dos á la guarda de la puerta, y él con otro habian entrado en el monasterio buscando á Luscinda, la cual hallaron en el claustro hablando con una monja, y arrebatándola, sin darle lugar á otra cosa, se habían venido con ella á un lugar, donde se acomodaron de aquello que hubieron menester para traella: todo lo cual habían podido hacer bien á su salvo, por estar el monasterio en el campo buen trecho fuera del pueblo: dijo que así como Luscinda se vió en su poder, perdió todos los sentidos, y que despues de vuelta en sí no habia hecho otra cosa sino llorar y suspirar, sin hablar palabra alguna; y que así acompañados de silencio y de lágrimas habian llegado á aquella venta, que para él era haber llegado al cielo, donde se rematan y tienen fin todas las desventuras de la tierra.



  1. La nobleza que podía echar menos en Dorotea.