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El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha (1905)/Tomo I/Capítulo IV

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CAPÍTULO IV
De lo que le sucedió á nuestro caballero cuando salió de la venta


A del alba sería cuando don Quijote salió de la venta tan contento, tan gallardo, tan alborozado, por verse ya armado caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo. Mas viniéndole á la memoria los consejos de su huésped cerca de las prevenciones tan necesarias, que había de llevar consigo, especial la de los dineros y camisas, determinó volver á su casa, y acomodarse de todo, y de un escudero, haciendo cuenta de recibir á un labrador vecino suyo que era pobre y con hijos, pero muy á propósito para el oficio escuderil de la caballería. Con este pensamiento guió á Rocinante hacia su aldea, el cual casi conociendo la querencia, con tanta gana empezó á caminar, que parecía que no ponía los pies en el suelo.

No había andado mucho, cuando le pareció, que á su diestra mano de la espesura de un bosque que allí estaba, salían voces delicadas como de persona que se quejaba: y apenas las hubo oído, cuando dijo: gracias doy al cielo por la merced que me hace, pues tan presto me pone ocasiones delante, donde yo pueda cumplir con lo que debo a mi profesión, y donde pueda coger el fruto de mis buenos deseos: estas coces sin duda son de algún menesteroso ó menesterosa que ha menester mi favor y ayuda: y volviendo las riendas encaminó a Rocinante hacia donde le pareció que las voces salían. Y á pocos pasos que entró por el bosque, vió atada una yegua á una encina, y atado en otra un muchacho desnudo de medio cuerpo arriba, hasta de edad de quince años, que era el que las voces daba, y no sin causa, porque le estaba dando con una pretina muchos azotes un labrador de buen talle, y cada azote le acompañaba con una reprensión y consejo, porque decía:

—La lengua queda, y los ojos listos.

Y el muchacho respondía:

—No lo haré otra vez, señor mió: por la pasión de Dios, que no lo haré otra vez, y yo prometo de tener de aquí adelante más cuidado con el hato.

Y viendo don Quijote lo que pasaba, con voz airada dijo:

—Descortés caballero, mal parece tomaros con quien defender no se puede: subid sobre vuestro caballo y tomad vuestra lanza (que también tenía una lanza arrimada á la encina adonde estaba arrendada la yegua) que yo os haré conocer, ser de cobardes lo que estáis haciendo.

El labrador, que vió sobre sí aquella figura llena de armas, blandiendo la lanza sobre su rostro, túvose por muerto, y con buenas palabras respondió:

—Señor caballero, este muchacho que estoy castigando es un mi criado que me sirve de guardar una manada de ovejas que tengo en estos contornos, el cual es tan descuidado que cada día me falta una, y porque castigo su descuido ó bellaquería, dice que lo hago de miserable, por no pagalle la soldada que le debo, y en Dios y en mi ánima que miente.

—¿Miente delante de mí, ruin villano? dijo don Quijote. Por el
Por el sol que nos alumbra, que estoy por
pasaros de parte á parte con esta lanza.
(Tomo I. cap IV.)
sol que nos alumbra, que estoy por pasaros de parte á parte con esta lanza. Pagalde luego sin más réplica; si no, por el Dios que nos rige, que os concluya y aniquile en este punto. Desataldo luego.

El labrador bajó la cabeza, y, sin responder palabra, desató á su criado, al cual preguntó don Quijote que cuánto le debía su amo.

El dijo que nueve meses, á siete reales cada mes.

Hizo la cuenta don Quijote, y halló que montaban sesenta y tres reales, y díjole al labrador que al momento los desembolsase, si no quería morir por ello.

Respondió el medroso villano, que por el paso en que estaba y juramento que había hecho (y aun no había jurado nada), que no eran tantos; porque se le habían de descontar y recibir en cuenta tres pares de zapatos que le había dado, y un real de dos sangrías que le habían hecho estando enfermo.

—Bien está todo eso, replicó don Quijote; pero quédense los zapatos y las sangrías por los azotes que, sin culpa, le habéis dado; que si él rompió el cuero de los zapatos que vos pagasteis, vos le habéis rompido el de su cuerpo; y si le sacó el barbero sangre estando enfermo, vos en sanidad se la habéis sacado: así que, por esta parte, no os debe nada.

—El daño está, señor caballero, en que no tengo aquí dineros; véngase Andrés conmigo á mi casa, que yo se los pagaré un real sobre otro.

—¿Irme yo con él, dijo el muchacho, más? ¡Mal año! No, señor, ni por pienso, porque, en viéndome solo, me desollará como á un san Bartolomé.

—No hará tal, replicó don Quijote; basta que yo se lo mande, para que me tenga respeto; y con que él me lo jure por la ley de caballería que ha recibido, le dejaré ir libre y aseguraré la paga.

—Mire vuestra merced, señor, lo que dice, dijo el muchacho, que este mi amo no es caballero, ni ha recibido orden de caballería alguna; que es Juan Haldudo, el rico, el vecino del Quintanar.

—Importa poco eso, respondió don Quijote; que Haldudos puede haber caballeros: cuanto más, que cada uno es hijo de sus obras.

—Así es verdad, dijo Andrés. Pero este mi amo, ¿de qué obras es hijo, pues me niega mi soldada y mi sudor y trabajo?

—No niego, hermano Andrés, respondió el labrador; y hacedme placer de veniros conmigo; que yo juro por todas las órdenes que de caballerías hay en el mundo, de pagaros, como tengo dicho, un real sobre otro, y aun sahumados.

—Del sahumerio os hago gracia, dijo don Quijote; dádselos en reales, que con eso me contento; y mirad que lo cumpláis como lo habéis jurado; si no, por el mismo juramento os juro de volver á buscaros y á castigaros, y que os tengo de hallar, aunque os escondáis más que una lagartija. Y si queréis saber quién os manda esto, para quedar con más veras obligado á cumplirlo, sabed que soy el valeroso don Quijote de la Mancha, el desfacedor de agravios y sinrazones; y á Dios quedad, y no se os parta de las mientes lo prometido y jurado, so pena de la pena pronunciada.

Y en diciendo esto picó á su Rocinante, y en breve espacio se apartó dellos.

Siguióle el labrador con los ojos, y cuando vió que había traspuesto el bosque, y que ya no parecía, volvióse á su criado Andrés, y díjole:

—Venid acá, hijo mío; que os quiero pagar lo que os debo, como aquel desfacedor de agravios me dejó mandado.

—Eso juro yo, dijo Andrés; y ¡como que andará vuestra merced acertado en cumplir el mandamiento de aquel buen caballero, que mil años viva! que, según es de valeroso y de buen juez, ¡vive Roque, que si no me pagáis, que vuelva y ejecute lo que dijo!

—También lo juro yo, dijo el labrador; pero por lo mucho que os quiero, quiero acrecentar la deuda por acrecentar la paga.

Y asiéndole del brazo, le tornó á atar á la encina, donde le dió tantos azotes, que le dejó por muerto.

—Llamad, señor Andrés, ahora, decía el labrador, al desfacedor de agravios; veréis como no desface aqueste; aunque creo que no está acabado de hacer, porque me viene gana de desollaros vivo, como vos temíades.

Pero al fin le desató, y le dió licencia que fuese á buscar á su juez, para que ejecutase la pronunciada sentencia.

Andrés se partió algo mohino, jurando de ir á buscar al valeroso don Quijote de la Mancha, y contarle punto por punto lo que había pasado, y que se lo había de pagar con las setenas; pero, con todo esto, él se partió llorando, y su amo se quedó riendo.

Y desta manera deshizo el agravio el valeroso don Quijote, el cual, contentísimo de lo sucedido, pareciéndole que había dado felicísimo y alto principio á sus caballerías, con gran satisfacción de sí mismo iba caminando hacia su aldea, diciendo á media voz: «Bien te puedes llamar dichosa sobre cuantas hoy viven en la tierra, ¡oh, sobre las bellas, bella Dulcinea del Toboso! pues te cupo en suerte tener sujeto y rendido á toda tu voluntad é talante á un tan valiente y tan nombrado caballero como lo es y será don Quijote de la Mancha, el cual, como todo el mundo sabe, ayer recibió la orden de caballería, y hoy ha desfecho el mayor tuerto y agravio que formó la sinrazón y cometió la crueldad: hoy quitó el látigo de la mano á aquel desapiadado enemigo, que tan sin ocasión vapulaba á aquel delicado infante.»

En esto llegó á un camino que en cuatro se dividía, y luego se le vino á la imaginación las encrucijadas donde los caballeros andantes se ponían á pensar cuál camino de aquellos tomarían; y, por imitarlos, estuvo un rato quedo, y al cabo de haberlo muy bien pensado soltó la rienda á Rocinante, dejando á la voluntad del rocín la suya; el cual siguió su primer intento, que fué el irse camino de su caballeriza. Y, habiendo andado como dos millas, descubrió don Quijote un gran tropel de gente, que, como después se supo, eran unos mercaderes toledanos que iban á comprar seda á Murcia. Eran cuatro, y venían con sus quitasoles, con otros cuatro criados á caballo, y dos mozos de mulas á pie. Apenas los divisó don Quijote, cuando se imaginó ser cosa de nueva aventura; y por imitar, en todo cuanto á él le parecía posible, los pasos que había leído en sus libros, le pareció venir allí de molde uno que pensaba hacer; y así, con gentil continente y denuedo se afirmó bien en los estribos, apretó la lanza, llegó la adarga al pecho, y, puesto en la mitad del camino, estuvo esperando que aquellos caballeros andantes llegasen (que ya él por tales los tenía y juzgaba); y, cuando llegaron á trecho que le pudieron ver y oir, levantó don Quijote la voz. y con ademán arrogante, dijo:

—Todo el mundo se tenga, si todo el mundo no confiesa que no hay en el mundo todo doncella más hermosa que la emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso.

Paráronse los mercaderes al son de estas razones y á ver la extraña figura del que las decía, y, por la figura y por ellas, luego echaron de ver la locura de su dueño; mas quisieron ver despacio en qué paraba aquella confesión que se les pedía; y uno dellos, que era un poco burlón y muy mucho discreto, le dijo:

—Señor caballero, nosotros no conocemos quién sea esa buena señora que decís: mostrádnosla, que, si ella fuere de tanta hermosura como significáis, de buena gana, y sin apremio alguno, confesaremos la verdad que por parte vuestra nos es pedida.

—Si os la mostrara, replicó don Quijote, ¿qué hiciérades vosotros en confesar una verdad tan notoria? La importancia está en que, sin verla, lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender; donde no, conmigo sois en batalla, gente descomunal y soberbia; que, ora vengáis uno á uno, como pide la orden de caballería, ora todos juntos, como es costumbre y mala usanza de los de vuestra ralea, aquí os aguardo y espero, confiado en la razón que de mi parte tengo.

—Señor caballero, replicó el mercader, suplico á vuestra merced, en nombre de todos estos príncipes que aquí estamos, que porque no encarguemos nuestras conciencias confesando una cosa por nosotros jamás vista ni oída (y más siendo tan en perjuicio de las emperatrices y reinas del Alcarria y Extremadura), que vuestra merced sea servido de
...Estaba ya el mozo picado, y no quiso dejar
el juego hasta envidar todo el resto de su cólera...
(Tomo I. cap IV.)
mostrarnos algún retrato de esa señora, aunque sea tamaño como un grano de trigo, que por el hilo se sacará el ovillo, y quedaremos con esto satisfechos y seguros, y vuestra merced quedará contento y pagado; y aun creo que estamos ya tan de su parte, que, aunque su retrato nos muestre que es tuerta de un ojo, y que del otro le mana bermellón y piedra azufre, con todo eso, por complacer á vuestra merced, diremos en su favor todo lo que quisiere.

—No le mana, canalla infame, respondió don Quijote, encendido en cólera; no le mana, digo, eso que decís, sino ámbar y algalia entre algodones, y no es tuerta ni corcovada, sino más derecha que un huso de Guadarrama. Pero vosotros pagaréis la grande blasfemia que habéis dicho contra tamaña beldad como es la de mi señora.

Y en diciendo esto, arremetió con la lanza baja contra el que lo había dicho, con tanta furia y enojo, que si la buena suerte no hiciera que en la mitad del camino tropezara y cayera Rocinante, lo pasara mal el atrevido mercader. Cayó Rocinante, y fué rodando su amo una buena pieza por el campo, y queriéndose levantar, jamás pudo: tal embarazo le causaban la lanza, adarga, espuelas y celada, con el peso de las antiguas armas. Y entretanto que pugnaba por levantarse, y no podía, estaba diciendo:

—Non fuyáis, gente cobarde: gente cautiva, atended; que no por culpa mía, sino de mi caballo, estoy aquí tendido.

Un mozo de mulas de los que allí venían, que no debía de ser muy bien intencionado, oyendo decir al pobre caído tantas arrogancias, no lo pudo sufrir sin darle la respuesta en las costillas, y llegándose á él, tomó la lanza, y después de haberla hecho pedazos, con uno dellos comenzó á dar á nuestro don Quijote tantos palos, que, á despecho y pesar de sus armas, lo molió como cibera.

Dábanle voces sus amos, que no le diese tanto y que le dejase; pero estaba ya el mozo picado, y no quiso dejar el juego hasta envidar todo el resto de su cólera; y acudiendo por los demás trozos de la lanza, los acabó de deshacer sobre el miserable caído, que con toda aquella tempestad de palos que sobre él llovía, no cerraba la boca, amenazando al cielo y á la tierra, y á los malandrines que tal le paraban.

Cansóse el mozo, y los mercaderes siguieron su camino, llevando qué contar en todo él del pobre apaleado; el cual, después que se vió solo, tornó á probar si podía levantarse; pero, si no lo pudo hacer cuando sano y bueno, ¿cómo lo haría molido y casi deshecho? Y aun se tenía por dichoso, pareciéndole que aquella era propia desgracia de caballeros andantes, y toda la atribuía á la falta de su caballo; y no era posible levantarse, según tenía brumado todo el cuerpo.

¿Dónde estás, señora mía,
que no te duele mi mal?...
(Tomo I. cap. V.)