El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha (1905)/Tomo I/Capítulo VI
L cual aun todavía dormía. Pidió á la sobrina las llaves del aposento donde estaban los libros, autores del daño, y ella se las dió de muy buena gana. Entraron dentro todos, y el ama con ellos, y hallaron más de cien cuerpos de libros grandes, muy bien encuadernados, y otros pequeños; y así como el ama los vió, volvióse á salir del aposento con gran priesa, y tornó luego con una escudilla de agua bendita y un hisopo, y dijo:
—Tome vuestra merced, señor licenciado, rocíe este aposento; no esté aquí algún encantador de los muchos que tienen estos libros, y nos encante, en pena de la que les queremos dar echándolos del mundo.
Causó risa al licenciado la simplicidad del ama, y mandó al barbero que le fuese dando de aquellos libros uno á uno, para ver de qué trataban, pues podía ser hallar algunos que no mereciesen castigo de fuego.
—No, dijo la sobrina; no hay para qué perdonar á ninguno, porque todos han sido los dañadores: mejor será arrojarlos por las ventanas al patio, y hacer un rimero dellos y pegarles fuego; y si no, llevarlos al corral, y allí se hará la hoguera, y no ofenderá el humo.
Lo mismo dijo el ama, tal era la gana que las dos tenían de la muerte de aquellos inocentes; mas el cura no vino en ello sin primero leer siquiera los títulos. Y el primero que maese Nicolás le dió en las manos fué los cuatro de Amadís de Gaula, y dijo el cura:
—Parece cosa de misterio esta; porque, según he oído decir, este libro fué el primero de caballerías que se imprimió en España, y todos los demás han tomado principio y origen deste; y así, me parece que, como á dogmatizador de una secta tan mala, le debemos, sin excusa alguna, condenar al fuego.
—No, señor, dijo el barbero, que también he oído decir que es el mejor de todos los libros que de este género se han compuesto; y así, como á único en su arle, se debe perdonar.
—Así es verdad, dijo el cura, y por esa razón se le otorga la vida por ahora. Veamos esotro que está junto á él.
—Es, dijo el barbero, Las Sergas de Esplandián, hijo legítimo de Amadís de Gaula.
—Pues, en verdad, dijo el cura, que no le ha de valer al hijo la bondad del padre: tomad, señora ama, abrid esa ventana, y echalde al corral, y dé principio al montón de la hoguera que se ha de hacer.
Hízolo así el ama con mucho contento, y el bueno de Esplandián fué volando al corral, esperando con toda paciencia el fuego que le amenazaba.
—Adelante, dijo el cura.
—Este que viene, dijo el barbero, es Amadís de Grecia, y aun todos los deste lado, á lo que creo, son del mismo linaje de Amadís.
—Pues vayan todos al corral, dijo el cura, que á trueco de quemar á la reina Pintiquinestra, y al pastor Darinel y á sus églogas, y á las endiabladas y revueltas razones de su autor, quemara con ellos al padre que me engendró, si anduviera en figura de caballero andante.
—Dése parecer soy yo, dijo el barbero.
—Y aun yo, añadió la sobrina.
—Pues así es, dijo el ama, vengan, y al corral con ellos.
Diéronselos, que eran muchos, y ella ahorró la escalera y dió con ellos por la ventana abajo.
—¿Quién es ese tonel? dijo el cura.
—Este es, respondió el barbero, Don Olivante de Laura.
—El autor dése libro, dijo el cura, fué el mismo que compuso á Jardín de flores; y, en verdad, que no sepa determinar cuál de los dos libros es más verdadero, ó, por decir mejor, menos mentiroso; sólo sé decir que éste irá al corral por disparatado y arrogante.
—Este que sigue es Florismarte de Hircania, dijo el barbero.
—¿Ahí está el señor Florismarte? replicó el cura: pues á fe que ha de parar presto en el corral, á pesar de su extraño nacimiento y soñadas aventuras; que no da lugar á otra cosa la dureza y sequedad de su estilo. Al corral con él y con esotro, señora ama.
—Que me place, señor mío, respondió ella; y con mucha alegría ejecutaba lo que le era mandado.
—Este es el El caballero Platir, dijo el barbero.
—Antiguo libro es ese, dijo el cura, y no hallo en él cosa que merezca venia; acompañe á los demás sin réplica; y así fué hecho.
Abrióse otro libro, y vieron que tenía por título El caballero de la Cruz.
—Por nombre tan santo como este libro tiene, se podía perdonar su ignorancia; mas también se suele decir: tras la cruz está el diablo. Vaya al fuego.
Tomando el barbero otro libro, dijo:
—Este es Espejo de caballerías.
—Ya conozco á su merced, dijo el cura: ahí anda el señor Reinaldos de Montalbán con sus amigos y compañeros, más ladrones que Caco, y los doce pares con el verdadero historiador Turpín; y en verdad que estoy por condenarlos no más que á destierro perpetuo, siquiera porque tienen parte de la invención del famoso Mateo Boyardo, de donde también tejió su tela el cristiano poeta Ludovico Ariosto; al cual, si aquí le hallo, y veo que habla en otra lengua que la suya, no le guardaré respeto alguno; pero si habla en su idioma, le pondré sobre mi cabeza.
—Pues yo le tengo en italiano, dijo el barbero; mas no le entiendo.
—Ni aun fuera bien que vos le entendiérades, respondió el cura; y aquí le perdonáramos al señor capitán que no le hubiera traído á España y hecho castellano, que le quitó mucho de su natural valor; y lo mismo harán todos aquellos que los libros de verso quisieren volver en otra lengua; que, por mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer nacimiento. Digo, en efecto, que este libro, y todos los que se hallaren que tratan destas cosas de Francia, se echen y depositen en un pozo seco, hasta que, con más acuerdo, se vea lo que se ha de hacer dellos, escetuando á un Bernardo del Carpió, que anda por ahí, y á otro llamado Roncesvalles; que éstos, en llegando á mis manos, han de estar en las del ama, y dellas en las del Fuego, sin remisión alguna;
Todo lo confirmó el barbero, y lo tuvo por bien y por cosa muy acertada, por entender que era el cura tan buen cristiano y tan amigo de la verdad, que no diría otra cosa por todas las del mundo. Y abriendo otro libro vió que era Palmerín de Oliva, y junto á él estaba otro que se llamaba Palmerín de Ingalaterra; lo cual, visto por el licenciado, dijo:
—Esa Oliva se haga luego rajas y se queme, que aun no queden della las cenizas; y esa Palma de Ingalaterra se guarde y se conserve como á cosa única, y se haga para ella otra caja como la que halló Alejandro en los despojos de Darío, que la diputó para guardar en ella las obras del poeta Homero. Este libro, señor compadre, tiene autoridad por dos cosas: la una, porque él por sí es muy bueno; y la otra, porque es fama que le compuso un discreto rey de Portugal. Todas las aventuras del castillo de Miraguarda son bonísimas y de grande artificio, las razones cortesanas y claras, que guardan y miran el decoro del que habla, con mucha propiedad y entendimiento. Digo, pues, salvo vuestro buen parecer, señor maese Nicolás, que éste y Amadís de Gaula queden libres del fuego, y todos los demás, sin hacer más cala y cata, perezcan.
—No, señor compadre, replicó el barbero; que este que aquí tengo es el afamado Don Belianis.
—Pues ese, replicó el cura, con la segunda, tercera y cuarta parte, tienen necesidad de un poco de ruibarbo para purgar la demasiada cólera suya, y es menester quitarles todo aquello del castillo de la Fama, y otras impertinencias de más importancia, para lo cual se les da término ultramarino; y como se enmendaren, así se usará con ellos de misericordia ó de justicia; y, en tanto, tenedlos vos, compadre, en vuestra casa; mas no los dejéis leer á ninguno.
—Que me place, respondió el barbero.
Y sin querer cansarse más en leer libros de caballerías, mandó al ama que tomase todos los grandes y diese con ellos en el corral.
No se dijo á tonta ni á sorda, sino á quien tenía más gana de quemallos que de echar una tela, por grande y delgada que fuera; y asiendo casi ocho de una vez, los arrojó por la ventana.
Por tomar muchos juntos, se le cayó uno á los pies del barbero, que le tomó gana de ver de quién era, y vió que decía: Historia del famoso Caballero Tirante el Blanco.
—¡Válame Dios! dijo el cura, dando una gran voz: ¿que aquí está Tirante el Blanco? Dádmele acá, compadre; que hago cuenta que he hallado en él un tesoro de contento y una mina de pasatiempos. Aquí está don Kirieleisón de Montalbán, valeroso caballero, y su hermano Tomás de Montalbán y el caballero Fonseca, con la batalla que el valiente de Tirante hizo con el alano, y las agudezas de la doncella Placerdemivida, con los amores y embustes de la viuda Reposada, y la señora emperatriz, enamorada de Hipólito, su escudero. Dígoos verdad, señor compadre, que por su estilo es éste el mejor libro del mundo: aquí comen los caballeros, y duermen y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con otras cosas de que todos los demás libros deste género carecen. Con todo eso, os digo que merecía el que lo compuso, pues no hizo ciertas necedades sino de industria, que le echaran á galeras por todos los días de su vida. Llevadle á casa y leedle, y veréis que es verdad cuanto dél os he dicho.
—Así será, respondió el barbero. Pero ¿qué haremos destos pequeños libros que quedan?
—Estos, dijo el cura, no deben de ser de caballerías, sino de poesía; y abriendo uno víó que era la Diana, de Jorge de Montemayor, y dijo (creyendo que todos los demás eran del mismo género): Estos no merecen ser quemados como los demás, porque no hacen ni harán el daño que los de caballerías han hecho, que son libros de entretenimiento sin perjuicio de tercero.
—¡Ay, señor! dijo la sobrina, bien los puede vuestra merced mandar quemar como á los demás, porque no sería mucho que, habiendo sanado mi señor tío de la enfermedad caballeresca, leyendo éstos se le antojase de hacerse pastor y andarse por los bosques y prados cantando y tañendo, y, lo que sería peor, hacerse poeta, que, según dicen, es enfermedad incurable y pegadiza.
—Verdad dice esta doncella, dijo el cura, y será bien quitarle á nuestro amigo este tropiezo y ocasión de delante. Y pues comenzamos por la Diana, de Montemayor, soy de parecer que no se queme, sino que se le quite todo aquello que trata de la sabia Felicia y de la agua encantada, y casi todos los versos mayores, y quédesele en hora buena la prosa y la honra de ser primero en semejantes libros.
—Este que sigue, dijo el barbero, es La Diana, llamada Segunda, del Salmantino; y estotro, que tiene el mismo nombre, cuyo autor es Gil Polo.
—Pues la del Salmantino, respondió el cura, acompañe y acreciente el número de los condenados al corral, y la de Gil Polo se guarde como si fuera del mismo Apolo; y pase adelante, señor compadre, y démonos priesa, que se va haciendo tarde.
—Este libro es, dijo el barbero abriendo otro, Los diez libros de Fortuna de Amor, compuesto por Antonio de Lofrasso, poeta sardo.
—Por las órdenes que recibí, dijo el cura, que desde que Apolo fué Apolo, y las musas musas, y los poetas poetas, tan gracioso ni tan disparatado libro como ese no se ha compuesto, y que por su camino es el mejor y el más único de cuantos deste género han salido á la luz del mundo, y el que no le ha leído puede hacer cuenta que no ha leído jamás cosa de gusto. Dádmele acá, compadre, que precio más haberle hallado, que si me dieran una sotana de raja de Florencia.
Púsole apartecon grandísimo gusto, y el barbero prosiguió diciendo:
—Estos que se siguen son El pastor de Iberia, Ninfas de Henares y Desengaños de celos.
—Pues no hay más que hacer, dijo el cura, sino entregarlos al brazo seglar del ama, y no se me pregunte el por qué, que sería nunca acabar.
—Este que viene es El pastor de Fílida.
—No es ése pastor, dijo el cura, sino muy discreto cortesano: guárdese como joya preciosa.
—Este grande, que aquí viene, se intitula, dijo el barbero, Tesoro de varias poesías.
—Como ellas no fueran tantas, dijo el cura, fueran más estimadas: menester es que este libro se escarde y limpie de algunas bajezas que entre sus grandezas tiene. Guárdese, porque su autor es amigo mío, y por respeto de otras más heroicas y levantadas obras que ha escrito.
—Este es, siguió el barbero. El cancionero, de López Maldonado.
—También el autor dése libro, replicó el cura, es grande amigo mío, y sus versos en su boca admiran á quien los oye, y tal es la suavidad de la voz con que los canta, que encanta. Algo largo es en las églogas; pero nunca lo bueno fué mucho: guárdese con los escogidos. Pero ¿qué libro es ese que está junto á él?
—La Galatea, de Miguel de Cervantes, dijo el barbero.
—Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención; propone algo y no concluye nada; es menester esperar la segunda parte, que promete; quizá con la enmienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega; y, entretanto que esto se ve, tenelde recluso en vuestra posada, señor compadre.
—Que me place, respondió el barbero; y aquí vienen tres, todos juntos: La Araucana, de don Alonso de Ercilla; La Austriada, de Juan Rufo, jurado de Córdoba; y El Monserrate, de Cristóbal de Virués, poeta valenciano.
—Todos estos tres libros, dijo el cura, son los mejores que en verso heroico en lengua castellana están escritos, y pueden competir con los más famosos de Italia. Guárdense como las más ricas prendas de poesía que tiene España.
Cansóse el cura de ver más libros, y así, á carga cerrada, quiso que todos los demás se quemasen; pero ya tenía abierto uno el barbero que se llamaba Las lágrimas de Angélica.
—Lloráralas yo, dijo el cura en oyendo el nombre, si tal libro hubiera mandado quemar, porque su autor fué uno de los famosos poetas del mundo, no sólo de España, y fué felicísimo en la tradución de algunas fábulas de Ovidio.