El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha (1905)/Tomo I/Capítulo XVII
ABÍA ya vuelto en este tiempo de su parasismo don Quijote; y con el mismo tono de voz con que el día antes había llamado á su escudero cuando estaba tendido en el val de las estacas, le comenzó á llamar, diciendo:
—Sancho amigo, ¿duermes? ¿Duermes, amigo Sancho?
—¡Qué tengo de dormir, pesia á mí! respondió Sancho, lleno de pesadumbre y de despecho; que no parece sino que todos los diablos han andado conmigo esta noche.
—Puédeslo creer así sin duda, respondió don Quijote; porque, ó yo sé poco, ó este castillo es encantado; porque has de saber... Mas esto que ahora quiero decirte, hasme de jurar que lo tendrás secreto hasta después de mi muerte.
—Sí juro, respondió Sancho.
—Dígolo, replicó don Quijote, porque soy enemigo de que se quite la honra á nadie.
—Digo que sí juro, tornó á decir Sancho, que lo callaré hasta después de los días de vuestra merced, y ¡plega á Dios que lo pueda descubrir mañana!
—¿Tan malas obras te hago, Sancho, respondió don Quijote, que me querrías ver muerto con tanta brevedad?
—No es por eso, respondió Sancho, sino porque soy enemigo de guardar mucho las cosas, y no querría que se me pudriesen de guardadas.
—Sea por lo que fuere, dijo don Quijote, que más fío de tu amor y de tu cortesía; y así, has de saber que esta noche me ha sucedido una de las más extrañas aventuras que yo sabré encarecer; y por contártela en breve, sabrás que poco há que á mí vino la hija del señor deste castillo, que es la más apuesta y fermosa doncella que en gran parte de la tierra se puede hallar. ¡Qué te podría decir del adorno de su persona! ¡Qué de su gallardo entendimiento! ¡Qué de otras cosas ocultas, que, por guardar la fe que debo á mi señora Dulcinea del Toboso, dejaré pasar intactas y en silencio! Sólo te quiero decir que, envidioso el hado de tanto bien como la ventura me había puesto en las manos, ó quizá (y esto es lo más cierto) que, como tengo dicho, es encantado este castillo, al tiempo que yo estaba con ella en dulcísimos y amorosísimos coloquios, sin que yo la viese ni supiese por dónde venía, vino una mano pegada á algún brazo de algún descomunal gigante, y asentóme una puñada en las quijadas, tal, que las tengo todas bañadas en sangre; y después me molió de tal suerte, que estoy peor que ayer, cuando los arrieros, por demasías de Rocinante, nos hicieron el agravio que sabes: por donde conjeturo que el tesoro de la fermosura desta doncella le debe de guardar algún encantado moro, y no debe de ser para mí.
—Ni para mí tampoco, respondió Sancho; porque más de cuatrocientos moros me han aporreado de manera, que el molimiento de las estacas fué tortas y pan pintado. Pero, dígame, señor, ¿cómo llama á esta buena y rara aventura, habiendo quedado della cual quedamos? Aun vuestra merced menos mal, pues tuvo en sus manos aquella incomparable fermosura que ha dicho; pero yo ¿qué tuve, sino los mayores porrazos que pienso recebir en toda mi vida? ¡Desdichado de mí y de la madre que me parió! que ni soy caballero andante ni lo pienso ser jamás, y de todas las malandanzas me cabe la mayor parte.
—Luego ¿también estás tú aporreado? respondió don Quijote.
—¿No le he dicho que sí, pese á mi linaje? dijo Sancho.
—No tengas pena, amigo, dijo don Quijote; que yo haré ahora el bálsamo precioso, con que sanaremos en un abrir y cerrar de ojos.
Acabó en esto de encender el candil el cuadrillero, y entró á ver el que pensaba que era muerto; y así como le vió entrar Sancho, viéndole venir en camisa y con su paño de cabeza, y el candil en la mano, y con muy mala cara, preguntó á su amo:
—Señor, ¿si será éste á dicha el moro encantado, que nos vuelve á castigar, si se dejó algo en el tintero?
—No puede ser el moro, respondió don Quijote, porque los encantados no se dejan ver de nadie.
—Si no se dejan ver, déjanse sentir, dijo Sancho; si no, díganlo mis espaldas.
—También lo podrían decir las mías, respondió don Quijote; pero no es bastante indicio ese para creer que este que se ve sea el encantado moro.
Llegó el cuadrillero, y como les halló hablando en tan sosegada conversación, quedó suspenso. Bien es verdad que aun don Quijote se estaba boca arriba sin poderse menear, de puro molido y emplastado. Llegóse á él el cuadrillero y díjole:
—Pues ¿cómo va, buen hombre?
—Hablara yo más bien criado, respondió don Quijote, si fuera que vos. ¿Usase en esta tierra hablar desa suerte á los caballeros andantes, majadero?
El cuadrillero, que se vió tratar tan mal de un hombre de tan mal parecer, no lo pudo sufrir; y alzando el candil con todo su aceite, dió á don Quijote con él en la cabeza, de suerte que le dejó muy bien descalabrado; y como todo quedó á oscuras, salióse luego; y Sancho Panza dijo:
—Sin duda, señor, que éste es el moro encantado, y debe de guardar el tesoro para otros, y para nosotros sólo guarda las puñadas y los candilazos.
—Así es, respondió don Quijote, y no hay que hacer caso destas cosas de encantamentos, ni hay para qué tomar cólera ni enojo con ellas; que, como son invisibles y fantásticas, no hallaremos de quien vengarnos, aunque más lo procuremos. Levántate, Sancho, si puedes, y llama al alcaide desta fortaleza, y procura que se me dé un poco de aceite, vino, sal y romero para hacer el salutífero bálsamo; que en verdad que creo que lo he bien menester ahora, porque se me va mucha sangre de la herida que esta fantasma me ha dado.
Levantóse Sancho con harto dolor de sus huesos, y fué á oscuras donde estaba el ventero, y encontrándose con el cuadrillero, que estaba escuchando en qué paraba su enemigo, le dijo:
—Señor, quien quiera que seáis, hacednos merced y beneficio de darnos un poco de romero, aceite, sal y vino, que es menester para curar uno de los mejores caballeros andantes que hay en la tierra, el cual yace en aquella cama mal ferido por las manos del encantado moro que está en esta venta.
Cuando el cuadrillero tal oyó, túvole por hombre falto de seso; y porque ya comenzaba á amanecer, abrió la puerta de la venta, y llamando al ventero, le dijo lo que aquel buen hombre quería. El ventero le proveyó de cuanto quiso, y Sancho se lo llevó á don Quijote, que estaba con las manos en la cabeza, quejándose del dolor del candilazo, que no le había hecho más mal que levantarle dos chichones algo crecidos, y lo que él pensaba que era sangre, no era sino sudor que sudaba con la congoja de la pasada tormenta.
En resolución, él tomó sus simples, de los cuales hizo un compuesto, mezclándolos todos y cociéndolos un buen espacio, hasta que le pareció(Tomo I. cap XVII.)
Sancho Panza, que también tuvo á milagro la mejoría de su amo, le rogó que le diese á él lo que quedaba en la olla, que no era poca cantidad. Concedióselo don Quijote, y él, tomándola á dos manos, con buena fe y mejor talante se la echó á pechos y envasó bien poco menos que su amo. Es, pues, el caso, que el estómago del pobre Sancho no debía de ser tan delicado como el de su amo; y así, primero que vomitase, le dieron tantas ansias y bascas, con tantos trasudores y desmayos, que él pensó bien y verdaderamente que era llegada su última hora; y viéndose tan afligido y congojado, maldecía el bálsamo y al ladrón que se lo había dado.
Viéndole así don Quijote, le dijo:
—Yo creo, Sancho, que todo este mal te viene de no ser armado caballero, porque tengo para mí que este licor no debe de aprovechar á los que no lo son.
—Si eso sabía vuestra merced, replicó Sancho, ¡mal haya yo y toda mi parentela! ¿para qué consintió que lo gustase?
En esto hizo su operación el brebaje, y comenzó el pobre escudero á desaguarse por entrambas canales con tanta priesa, que la estera de enea sobre quien se había vuelto á echar, ni la manta de anjeo con que se cubría, fueron más de provecho: sudaba y trasudaba con tales parasismos y accidentes, que, no solamente él, sino todos pensaron que se le acababa la vida. Duróle esta borrasca y malandanza casi dos horas, al cabo de las cuales no quedó como su amo, sino tan molido y quebrantado, que no se podía tener; pero don Quijote, que, como se ha dicho, se sintió aliviado y sano, quiso partirse luego á buscar aventuras, pareciéndole que todo el tiempo que allí se tardaba era quitársele al mundo y á los en él menesterosos de su favor y amparo, y más con la seguridad y confianza que llevaba en su bálsamo; y así, forzado deste deseo, él mismo ensilló á Rocinante y enalbardó al jumento de su escudero, a quien también ayudó á vestir y á subir en el asno; púsose luego á caballo, y llegándose á un rincón de la venta, asió de un lanzón, que allí estaba, para que le sirviese de lanza.
Estábanle mirando todos cuantos había en la venta, que pasaban de veinte personas; mirábale también la hija del ventero, y él también no quitaba los ojos della, y de cuando en cuando arrojaba un suspiro, que parecía que lo arrancaba de lo profundo de sus entrañas; y todos pensaban que debía de ser del dolor que sentía en las costillas; á lo menos pensábanlo aquellos que la noche antes le habían visto bizmar.
Ya que estuvieron los dos á caballo, puesto á la puerta de la venta, llamó al ventero, y con voz muy reposada y grave le dijo:
—Muchas y muy grandes son las mercedes, señor alcaide, que en este vuestro castillo he recibido, y quedo obligadísimo á agradecéroslas todos los días de mi vida; si os las puedo pagar en haceros vengado deel gasto que esta noche ha hecho en la venta.
(Tomo I. cap XVII.)
El ventero le respondió con el mismo sosiego:
—Señor caballero, yo no tengo necesidad de que vuestra merced me vengue ningún agravio, porque yo sé tomar la venganza que me parece cuando se me hacen; sólo he menester que vuestra merced me pague el gasto que esta noche ha hecho en la venta, así de la paja y cebada de sus dos bestias, como de la cena y camas.
—Luego ¿venta es esta? replicó don Quijote.
—Y muy honrada, respondió el ventero.
—Engañado he vivido hasta aquí, respondió don Quijote; que en verdad que pensé que era castillo, y no malo; pero, pues es así que no es castillo, sino venta, lo que se podrá hacer por ahora es que perdonéis por la paga; que yo no puedo contravenir á la orden de los caballeros andantes, de los cuales sé cierto (sin que hasta ahora haya leído cosa en contrario) que jamás pagaron posada ni otra cosa en venta donde estuviesen, porque se les debe de fuero y de derecho cualquier buen acogimiento que se les hiciere, en pago del insufrible trabajo que padecen buscando las aventuras de noche y de día, en invierno y en verano, á pie y á caballo, con sed y con hambre, con calor y con frío, sujetos á todas las inclemencias del cielo y á todos los incómodos de la tierra.
—Poco tengo yo que ver en eso, respondió el ventero; págueseme lo que se me debe, y dejémonos de cuentos ni de caballerías; que yo no tengo cuenta con otra cosa que con cobrar mi hacienda.
—Vos sois un sandio y mal hostelero, respondió don Quijote; y poniendo piernas á Rocinante y terciando su lanzón, se salió de la venta sin que nadie le detuviese; y él, sin mirar si le seguía su escudero, se alongó un buen trecho. El ventero, que le vió ir y que no le pagaba, acudió á cobrar de Sancho Panza, el cual dijo, que pues su señor no había querido pagar, que tampoco él pagaría, porque siendo él escudero de caballero andante, como era, la misma regla y razón corría por él como por su amo, en no pagar cosa alguna en los mesones y ventas. Amohinóse mucho desto el ventero, y amenazóle que si no le pagaba, que lo cobraría de modo que le pesase. A lo cual Sancho respondió que, por la ley de caballería que su amo había recibido, no pagaría un solo cornado, aunque le costase la vida, porque no se había de perder por él la buena y antigua usanza de los caballeros andantes, ni se habían de quejar dél los escuderos de los tales que estaban por venir al mundo, reprochándole el quebrantamiento de tan justo fuero.
Quiso la mala suerte del desdichado Sancho que, entre la gente que estaba en la venta, se hallasen cuatro perailes de Segovia, tres agujeros del Potro de Córdoba y dos vecinos de la Heria de Sevilla, gente alegre, bien intencionada, maleante y juguetona; los cuales, casi como instigados y movidos de un mismo espíritu, se llegaron á Sancho, y apeándole del asno, uno dellos entró por la manta de la cama del huésped, y echándole en ella, alzaron los ojos y vieron que el techo era algo más bajo de lo que habían menester para su obra, y determinaron salirse al corral, que tenía por límite el cielo; y allí, puesto Sancho en mitad de la manta, comenzaron á levantarle en alto, y á holgarse con él como con perro por carnestolendas.
Las voces que el mísero manteado daba, fueron tantas, que llegaron á los oídos de su amo, el cual, deteniéndose á escuchar atentamente, creyó que alguna nueva aventura le venía, hasta que claramente conoció que el que gritaba era su escudero; y volviendo las riendas, con un penado galope llegó á la venta: y hallándola cerrada, la rodeó, por ver si hallaba por dónde entrar; pero no hubo llegado á las paredes del corral, que no eran muy altas, cuando vió el mal juego que se le hacía á su escudero. Vióle bajar y subir por el aire con tanta gracia y presteza,(Tomo I. cap XVII.)
—Hijo Sancho, no bebas agua; hijo, no la bebas, que te matará: ves, aquí tengo el santísimo bálsamo (y enseñábale la alcuza del brebaje), que con dos gotas que dél bebas, sanarás sin duda.
A estas voces volvió Sancho los ojos como de través, y dijo con otras mayores:
—Por dicha, ¿hásele olvidado á vuestra merced como yo no soy caballero, ó quiere que acabe de vomitar las entrañas que me quedaron de antes? Guárdese su licor con todos los diablos, y déjeme á mí.
Y el acabar de decir esto y el comenzar á beber todo fué uno; mas como al primer trago vió que era agua, no quiso pasar adelante, y rogó á Maritornes que se le trujese de vino, y así lo hizo ella de muy buena voluntad, y lo pagó de su mismo dinero; porque, en efecto, se dice della que, aunque estaba en aquel trato, tenía unas sombras y dejos de cristiana. Así como bebió Sancho, dió de los carcaños á su asno, y abriéndole la puerta de la venta de par en par, se salió della, muy contento de no haber pagado nada y de haber salido con su intención, aunque había sido á costa de sus acostumbrados fiadores, que eran sus espaldas. Verdad es que el ventero se quedó con sus alforjas en pago de lo que se le debía; mas Sancho no las echó menos, según salió turbado. Quiso el ventero atrancar bien la puerta así como le vió fuera; mas no lo consintieron los manteadores, que era gente que, aunque don Quijote fuera verdaderamente de los caballeros andantes de la Tabla Redonda, no le estimaran en dos ardites.