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El jagüel

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El jagüel

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-«¡Caramba! esta vez, no hay mas remedio que arreglar el jagüel, y pronto; y pasado mañana, empezar a tirar agua.»

Así rumeaba don Anastasio Soleyro, al ver que todas las lagunas, en su campo, estaban secas y que se amontonaba la hacienda en cualquier charco barroso, para disputarse la poca agua turbia que allí quedaba.

Y a don Anastasio no le causaba ninguna gracia tener que emplear tiempo y dinero en tirar agua. ¡Tirar agua! ahí tienen palabras que suenan feo al oído del hacendado; trabajo fastidioso y gasto sin compensación; y no hay más que hacerlo, y ligero, para que no se desparrame la hacienda en los campos linderos.

Don Anastasio galopó hasta el jagüel, abandonado desde dos años, por no haberse necesitado, y vio que estaba bastante desmoronado, que los tres álamos que sostenían la roldana estaban todavía de pie, pero completamente podridos, y se fue para la estancia a hacerlo preparar todo.

Mandó avisar al vasco don Martín, para que viniese el día siguiente, sin falta, con el pico, a cavar el jagüel; hizo voltear tres álamos gruesos, de las hileras que cercaban la quinta; buscó en el galpón la soga de cuero crudo torcido que especialmente se reservaba para tirar agua; mandó atar el carro para llevar la represa y las bebederas de madera, que todavía estaban en regular estado, y un tarro de bleque, para pintarlas; cuatro postes y alambre para hacer un cerco que las protegiese; palas y demás herramientas. Pero constatando con dolor, que la manga, hecha de un cuero de potro, era ya completamente inservible, no vaciló; hizo traer la manada al corral, enlazó una yegua gorda y vieja, la degolló, y sin desdeñar de poner a un lado los matambres para adobarlos y hacer un asado, reservó la grasa, siempre tan útil para mil cosas; después, cortó el cuero, redondeándolo, para coserlo al rededor de la gran argolla de fierro, con las mismas lonjas que de él había sacado, de modo que el pescuezo formase, como un caño de embudo; llenando con pasto la manga así improvisada, para que, al secarse, no se fuera a encoger.

El día siguiente, el vasco, con dos peones, y la ayuda de un muchacho que, montado en un petizo, tiraba afuera la manga, limpió el jagüel, enderezó sus paredes, destapó las vertientes, y lo ahondó hasta darle más de un metro de agua.

En los dos años, durante los cuales han estado siempre con agua las lagunas, bien han podido las vacas olvidarse del jagüel; y así mismo, apenas el muchacho, con su petizo echándose sobre la cincha y haciendo fuerza, empezó a hacer chillar el eje mohoso de la roldana, cuando ya algunos animales viejos paran la cabeza y miran por ese lado.

Y al cesar, por un momento, el rechino de la roldana y del molinillo de la represa, cuando sordamente suena, al caer a manojos, el agua, que se desploma en catarata sobre la represa vacía, se paran más cabezas, como soñando, en su actual penuria, de regueros abundantes y límpidos, vertidos, a hora fija, en aquel mismo lugar.

Vuelve a hacerse oír el chillido de la roldana, y vuelve a caer la catarata, y el agua empieza a correr de la represa a las bebederas, con su cantito suave. Ya se acordaron los animales sedientos; no necesitan más llamada; uno por uno, todos, con lentitud, se vienen acercando, siguiendo paso a paso, la sendita vieja y casi borrada que lleva al jagüel.

El muchacho sigue yendo, viniendo, silencioso, en el petizo que hace fuerza; y monótono sigue el crujido del eje, seguido, al rato, por el estrepitoso derrame del agua en la represa.

Tímidas, se paran las vacas, como pidiendo permiso, como si dudasen que sea para ellas el agua que ahora sube en las bebederas, clara y limpia. Tanto ruido las asusta; vacilan; pero pronto se atreve una, estira el hocico, toca el agua, se echa atrás, vuelve y ahora bebe a grandes sorbos, sosegada y voluptuosamente, el agua sana, que para ella el hombre ha sabido sacar del seno de la tierra.

Las bebederas y la represa están llenas; el muchacho se apea y deja resollar el petizo, mirando la hacienda que tranquilamente bebe y, satisfecha, se retira a comer. De cuando en cuando, vuelve a tirar algunas baldeadas y descansa.

Pero, según se conoce, no faltarían clientes si se les dejara hacer. No todos los vecinos han tenido la precaución de don Anastasio, y también conocen la melodía del jagüel, sus animales sedientos. Al trote largo, de otro campo, se viene una manada, con su padrillo al frente, las orejas paradas y relinchando, pidiendo o exigiendo, -no se sabe-, su parte del festín. «Pues, señor, no faltaría más,» piensa el muchacho, y saltando en el petizo, les pega a los intrusos una corrida jefe.

-«¿Qué tal anda el jagüel, Pedro?» le pregunta al peoncito, don Anastasio, cuando viene a almorzar.

-Bien, patrón. Mana lindo, contesta Pedro; y toda la hacienda ha tomado agua a gusto.

Don Anastasio Soleyro, con esta noticia, puede dormir tranquilo; las vacas se sostendrán; no hay peligro que se le vayan, y por fin, habrá gastado veinte pesos, entre todo.

A su vecino Demetrio, no le salió tan bien: tenía este seiscientas vacas, en campo arrendado, y como se le vencía la contrata a los dos meses, no quiso arreglar el jagüel. Trató más bien de vender las vacas; le ofrecieron diez y ocho pesos: le pareció sacrificio y quiso seguir esperando, pero siempre, sin tirar agua y tan bien esperó, que salvó los veinte pesos que esto le hubiera costado, pero tuvo que aceptar por las vacas enflaquecidas, diez y seis pesos, y ¡por suerte!

Así lo contó el mismo, ingenuamente, a don Anastasio, mientras este estaba viendo dar agua a su hacienda; y un hornero, que ya estaba edificando su nido en los palos del jagüel, al oír el cuento, no pudo contener la risa.