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Gente rica

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Gente rica

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Don Enrique Pérez, llegado de su tierra, sin más capital que sus brazos y sus calidades nativas de amor al trabajo y de economía, había llegado, después de muchos años de empeño, a poseer una estancia importante, que él mismo administraba. Y la administraba con una rigidez y una parsimonia que, si bien le daban buen resultado, también pesaban fuertemente sobre los puesteros, peones y demás gente pobre sometida a su yugo de fierro.

Duro era para sí mismo, sin haber podido perder, con la fortuna, la costumbre de privarse de todo, contraída y profundamente arraigada en él, durante los años de pobreza y de lucha; pero más duro aún, por supuesto, para los que todavía trataban de salir, ellos también, de su estado precario, tarea que les hacía difícil la vigilancia de su avaricia quisquillosa. Les contaba los bocados, y ya que sólo la carne les daba, por ser el alimento más barato y más indispensable, la carne les mezquinaba, como para mantenerlos siempre en el estricto límite del hambre.

No comprendía, ignorante de toda ley moral, que el ser rico impone deberes más nobles y más sagrados que el de aumentar su riqueza; y al encontrar, días después de haberse ido un puestero cargado de familia, a quien había negado el suplemento que le pedía, de medio capón por semana, un pozo lleno de cueros podridos, ni un momento le cruzó por la mente la idea de que el verdadero culpable era él.

-«¡Pero, mire, don Antonio, si son canallas!» exclamó, dirigiéndose al capataz que lo acompañaba; y éste, un buen gaucho, ya maduro y lleno de esa filosofía serena, que da la ausencia de toda clase de ambición, y que injustamente, porque no la entienden, tachan de cachaza los patrones, le contestó por un «¡caramba!» tan sin convicción, que, más que su conformidad, significaba que lo lindo, en este mundo, sería que los ricos también dejasen vivir a los pobres.

Y a la noche, después de la cena, en la cocina de los peones, don Antonio, en voz baja, contó la cosa, y todos estuvieron contestes en que era bien merecido, y que realmente, son pocos los ricos que saben hacerse perdonar su fortuna.

El que no es avariento, tira la plata en pavadas, en cosas de puro lujo, y no piensa siquiera en mejorar en algo la triste vida del trabajador: al gaucho porque es gaucho, al gringo porque es gringo, lo desprecia, aunque bien se dé cuenta de las aptitudes peculiares de cada uno, y perfectamente sepa aprovecharlas. ¡Quién los ve! tan enceguecidos por la vanidad, tan campantes en sus fueros, mirando a la gente como si le fueran superiores, hablando de sí como de los únicos creadores de lo que hace su riqueza; y en vez de la admiración que se creen merecida, consiguiendo sólo hacerse objeto de odio y de risa.

Probablemente para evitar ese escollo, o por haberse sentido, quizás, hecho de masa bastante inferior, se le ocurrió a don Fermín Zubirrúa, a medida que aumentaba su fortuna, acentuar más y más, en su persona y en su modo de vivir, las manifestaciones exteriores de la pobreza; a las aristocráticas compadradas y al orgullo relumbroso del que por demás ostenta su riqueza, opuso él la compadrada grosera, pero siquiera original, de empañar toscamente su propio orgullo en harapos, fingiendo ser un pobre, aunque poseyera millones. Y su gloria era poner de incógnito, frente a frente, en visitas inopinadas, su chiripá mugriento con el traje elegante de algún estanciero refinado.

Al tranco, se acerca al palenque de la peonada, un gaucho humilde, vestido pobremente, de chiripá descolorido y de manta de algodón, calzando alpargatas, y con un sombrero relavado, cuyo aspecto canta la larga y agitada vida. Sólo el caballo y los aperos indican que no es, el visitante, cualquier gaucho ruin.

-«¡Ave María!» dice, y lo convidan a bajarse. Hace rueda con los peones; toma mate con ellos, conversa un rato y pregunta tímidamente si se puede hablar con el patrón.

Y uno, que por la laya del individuo y por lo que ha oído contar, medio sospecha quien es, va a avisar al patrón, sin descubrir el secreto, prometiéndose gozar de la función.

El estanciero, después de haberle mandado decir que no necesita peón, al oír que insiste y viene a ver si le quieren comprar los novillos, manda que pase adelante:

-«¿Qué se le ofrece, amigo? le dice con aire protector y con el sombrero puesto.

-Buenas tardes, señor; contesta don Fermín, dándole vuelta entre los dedos al chamberguito desteñido; venía a ver si me quería usted comprar unos novillitos que tengo.

-¿Para matadero o para invernada?

-Para matadero, señor; están gordos, y como sé que usted manda tropas...

-¿Cuántos son? pregunta el estanciero, pues no me conviene molestarme por unos pocos animales.

-Tengo dos mil en una estancia, y tres mil en otra, señor, contesta con fingida sencillez, el fingido gaucho.»

Y experimenta satisfacción sin igual, al verse inmediatamente agasajado por el desdeñoso de hace un rato, quien comprendiendo que se las tiene con don Fermín Zubirrúa, conocido por su manía, se confunde en saludos y en atenciones.

Don Fermín goza; preferiría quizás, en el fondo, que adivinaran en él al millonario, a primera vista, a pesar de su vestimenta, pero bien sabe que es imposible, y de ello se consuela, al pensar que, si así lo adivinasen, creería él que estaban sobre aviso. Goza; se siente invadido, penetrado, hinchado por el orgullo recio y necio, inmenso y tonto, de haber sabido poner de relieve, sobre la pantalla obscura de su simulada pobreza, toda la brillantez de la fortuna de que lo saben dueño.

-«¡Cuánto valdré, piensa él, para que a pesar de mis harapos, me agasaje tanto ese dandy vanidoso!

-Tu plata es la que vale, compadrón,» piensa el huésped.

Y los gauchos, que desde lejos, están mirando, no atinan a comprender que ninguno de estos astros dorados por la suerte, y que tanto se empeñan en lucirse de algún modo, sepa dar en la tecla, dejando caer en el pobrerío, para que lo refleje en la pantalla de su agradecimiento, un rayo de su luz, en cualquier forma que sea.