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El jardín de los cerezos/4

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CUARTA PARTE

La llamada «habitación de los niños», pero sin cortinas, sin cuadros en las paredes. Algunos muebles apilados en un ángulo. Junto a la puerta de salida, grandes maletas. Las puertas y ventanas están abiertas. Del interior llegan las voces de Varia y de Ania. En medio de la estancia, Lopakhin, de pie, en actitud expectante. Yascha entra una bandeja con copas de champagne. Epifotof, en la antecámara, ocúpase en clavar un cajón. Un grupo de mujiks llega para decir adiós a sus antiguos amos. Óyese la voz de Gaief que dice: «Gracias, amigos míos.» Yascha hace los honores a los que vienen a despedirse. El ruido cesa; gradualmente, Lubova Andreievna y Gaief aparecen. Lubova está pálida, pero no llora. Su voz tiembla.
Gaief.

¿Y le has dado todo lo que tenías en el portamonedas?

Lubova.

No podía hacer menos. (Parten.)

Lopakhin. (Gritando desde la puerta.)

Oigan, yo les invito. Vengan a beber una copa de champagne, en señal de adiós. (Pausa.) ¿No quieren aceptar mi invitación...? Si lo hubiera sabido, no lo habría comprado. Está bien; yo no lo beberé tampoco. (Yascha coloca con precaución la bandeja sobre una silla.) Yascha, en tal caso, bébetelo tú.

Yascha.

¡Buen viaje! ¡Mi enhorabuena a los que se quedan aquí. (Apura una copa.) Yo le aseguro que este champagne no es natural. Sin embargo, lo pagué a ocho rublos la botella.

Lopakhin.

Hace un frío de todos los diablos en este aposento.

Yascha.

Hoy no se han encendido las estufas. Lo mismo da, puesto que nos vamos. (Ríe.)

Lopakhin.

¿Por qué te ríes?

Yascha.

Porque estoy muy contento.

Lopakhin.

Para lo avanzado de la estación, el tiempo es excelente. ¿Quién diría que este cielo es el del mes de octubre? (Mira su reloj, dirigiéndose hacia la puerta, grita:) ¡Ea, señores, acordaos de que no nos restan sino cuarenta y cinco minutos hasta la salida del tren!

Trofimof. (Abrigado en su gabán.)

Paréceme, en efecto, que es tiempo de partir... ¿Y mis chanclos? Mis chanclos han desaparecido, Ania. ¿Qué se ha hecho de mis chanclos de goma?

Lopakhin.

Voy a pasar el invierno en Kharkof. Tomaré el mismo tren que ustedes. No sé qué hacer de mis manos Me cuelgan de los brazos como si pertenecieran a otro individuo.

Trofimof.

Nosotros partiremos, y tú podrás empezar de nuevo a trabajar.

Lopakhin.

¡Ea, bebe!

Trofimof.

No quiero.

Lopakhin.

Así, pues, ¿no partes para Moscov?

Trofimof.

Los acompañaré hasta la ciudad, y mañana saldré para Moscov. (Trofimof sigue buscando sus chanclos.) Probablemente, no nos volveremos a ver más. Permite que te dé un consejo antes de separarnos. No gesticules. Abandona esa detestable costumbre. Oye lo que te voy decir: construir una datcha, imaginar que de un datchnik puede salir un pequeño propietario, es tan inútil como gesticular. Pero sea como quiera, tu me eres simpático. (Se abrazan.)

Lopakhin.

Y tú a mí también me eres simpático. Ya lo sabes. Yo haré cuanto pueda por ti. Me tienes a tu disposición. No soy tan malo como algunos suponen. (Lopakhin saca su portamonedas y hace ademán de entregarle dinero.)

Trofimof.

¿A qué viene esto? Yo no necesito dinero.

Lopakhin.

Pero tu bolsillo está vacío.

Trofimof.

De ningún modo. Dinero no me falta. Me pagan bien mis traducciones. (Con énfasis.) No, yo no carezco de medios de subsistencia... ¿Dónde están mis chanclos?

Varia
(Desde el interior, a gritos.)

¡Aquí está esa antigualla! (Le lanza, en medio de la habitación, un par de chanclos viejos.)

Trofimof.

¡Pero si esos chanclos no son los míos!

Lopakhin.

En la primavera planté mil deciatinas de peonías y gané en ello cuarenta mil rublos. ¡Qué hermoso era ver los campos en flor! Sobre ese beneficio, yo te ofrezco un préstamo. ¿A qué tantos remilgos? Yo no soy más que un mujik, un simple mujik. Mi proposición es sincera.

Trofimof.

Tu padre era un mujik. El mío es un pequeño farmacéutico...

Lopakhin. (Extrae la cartera de un bolsillo.)

¿Aceptas?

Trofimof.

Déjame, déjame en paz. Aunque me ofrecieras veinte mil rublos, no tomaría nada. Yo soy un hombre libre. Las deudas son servidumbre. Y todo eso que vosotros, ricos o pobres, apreciáis a tal extremo, sobre mí no ejerce el menor poder. Yo puedo prescindir de ti. Yo puedo pasar delante de ti, sin advertir tu presencia. Yo soy fuerte, orgulloso. La Humanidad es un camino en marcha que lleva a la felicidad suprema, la cual es posible en este mundo. Yo me hallo en las primeras filas.

Lopakhin.

¿Y tú crees poder llegar?

Trofimof.

Llegaré. (Pausa.) Y si no llego, por lo menos habré mostrado el camino a los que me seguirán. (A lo lejos sóyese un ruido seco. Es un hachazo que cortó un árbol.)

Lopakhin.

Mi buen amigo; hay que irse.

Ania. (En el dintel de la puerta.)

Mamá os suplica que no se tale el jardín de los cerezos mientras ella se encuentre en la casa.

Trofimof.

En verdad, ese individuo carece de tacto. (Vase.)

Lopakhin.

Entendido... Ellos son, verdaderamente... (Sigue a Trofimof.)

Ania.

Y Firz, ¿le han llevado al hospital?

Yascha.

Di las órdenes necesarias a este efecto. Supongo que las habrán cumplido.

Ania. (A Epifotof, que atraviesa la habitación.)

Simeón Panteleimaritch, tened la bondad de informaros de si han llevado a Firz al hospital.

Yascha. (Ofendido.)

Yo se lo mandé esta mañana a Vegov. No hace falta insistir.

Epifotof.

El viejo Firz, a mi juicio, no tiene compostura. Hay que expedirlo a sus antepasados. (Diciendo esto, coloca una maleta sobre una sombrerera de cartón y la aplasta.) Eso es, ya me lo maliciaba. (Parte.)

Yascha. (Riendo.)

El «Veintidós desgracias». (Dentro suena la voz de Varia.) ¿Han llevado a Firz al hospital?

Ania.

¡Si!

Varia.

¿Por qué se olvidó la carta para el doctor?

Ania.

Enviaremos la carta; no te preocupes. (Vase.)

Varia. (Siempre desde el interior.)

¿Dónde anda Yascha? Dile que su madre vino a despedirse de él.

Yascha. (Con un gesto de desdén.)

¡Qué fastidio! (Entra Duniascha, y, con Yascha, arregla los equipajes. Siguen Lubova Andreievna, Gaief y Carlota.)

Gaief.

Es hora de partir.

Yascha.

¿Quién huele a arenque?

Lubova.

Dentro de diez minutos habrá que tomar asiento en los carruajes. (Contempla los muros de la habitación.) Adiós, vieja y querida morada. Pasará el invierno; la primavera tornará, y tú serás demolida desde los cimientos hasta el tejado. ¡Cuántas cosas vieron estas paredes! (Besa a su hija con pasión.) ¡Tesoro mío! Estás contenta; tus ojos brillan como dos diamantes. Estás muy contenta, verdad?

Ania.

Sí, mamá. Esto es el comienzo de una nueva vida.

Gaief.

Sí, por cierto, será mejor. Hasta el momento de la venta del jardín de los cerezos, todos hemos sufrido mucho. Ahora, cuando todo acabó, nos hemos calmado y nos sentimos casi alegres. Voy a ser, en adelante, un empleado de casa de banca. Tú, Lubova Andreievna, tienes mejor semblante.

Lubova.

Mis nervios no me molestan tanto. (Gaief le entrega su manta y su sombrero.) Duermo mejor. Yascha, que se lleven el equipaje. (A Ania.) Así, pues, niña, pronto nos volveremos a ver... Yo parto para París, allí viviré con los fondos que la abuela de Yaroslaov nos envió para la compra de nuestra finca. ¡Viva la abuela! Sin embargo, este dinero no me durará mucho tiempo.

Ania.

Mamá, confío en que pronto estarás de regreso, ¿verdad? Yo, entre tanto, haré mis exámenes en el colegio; después, trabajaré, te ayudaré. Juntas leeremos bonitos libros, muchos libros, ¿verdad, mamá? (La besa.) Ante nosotros ábrese un mundo nuevo... (Pensativa.) Sí, mamá; vuelve a París; regresa lo más pronto posible.

Lubova.

Regresaré muy en breve; pronto nos volveremos a ver. (Entran Lopakhin y Pitschik.)

Pitschik. (Sofocado.)

Déjame tiempo para respirar. Estoy cansado... Un vaso de agua...

Gaief.

¿Vienes acaso a pedir dinero...? Me voy para no ser testigo de la escena. (Parte.)

Pitschik. (A Lubova Andreievna.)

Hace tiempo que no la he visto a usted. (A Lopakhin.) ¡Ah! ¿Estás tú aquí? Me alegro de verte; eres el hombre más listo de la tierra. Toma; recibe estos cuatrocientos rublos. Te quedo a deber ochocientos cuarenta.

Lopakhin. (Con asombro.)

Esto es un sueño! ¿Dónde has encontrado ese dinero?

Pitschik.

Yo me ahogo... Ha sido una circunstancia totalmente imprevista. Los ingleses han hallado en mis tierras una arcilla blanca... (A Lubova Andreievna.) Para usted los cuatrocientos rublos. El resto vendrá después.

Lopakhin.

¿Qué ingleses?

Pitschik.

Yo te arrendé por veinticuatro años el terreno arcilloso.

Lubova.

Es hora de partir... Y mañana tomaré el tren para el extranjero.

Pitschik. (Emocionado.)

Estas cosas... (Se va y vuelve...) Daschinka me encarga que la salude a usted muy cariñosamente. (Parte.)

Lopakhin.

¿Qué la preocupa a usted?

Lubova.

Dos cosas me preocupan: Firz, que está enfermo; luego, Varia. Es una muchacha laboriosa, madrugadora, fiel. Su aspecto no me gusta. Está pálida. Enflaquece de día en día... (Pausa.) Está como un pez que le han sacado del agua. (A Lopakhin.) Yo contaba casarla con usted. (Ania y Carlota, obedeciendo a un signo de Lubova Andreievna, salen de la habitación.) Sé que ella le quiere; y usted la quiere también... No comprendo lo que ocurre.

Lopakhin.

Yo la quiero también; es exacto. No comprendo tampoco lo que ocurre... en verdad... Esto es ridículo. Si tuviéramos tiempo, yo estoy dispuesto a zanjar el asunto en seguida.

Lubova.

Voy a llamarla... ¡Varia!

Lopakhin.

A propósito, tenemos aquí el champagne para celebrar el suceso... (Mira la bandeja y las copas.) ¡Todas están ya vacias! (Yascha circula a diestro y siniestro. Lubova, con Yascha, sale.) Lopakhin saca su reloj. ¡Ah! (Detrás de la puerta, risa ahogada; Varia entra contemplando las maletas.) ¿Y usted qué va a hacer, Varia Michelovna?

Varia.

¿Yo? Iré a casa de los Rasdinlin, como ama de llaves.

Lopakhin.

Yo salgo inmediatamente para Kharkof. He arrendado la propiedad a Epifotof.

Varia.

Está bien. (Óyese una voz por la ventana abierta: «¡Yermolai Alexievitch!» Lopakhin, como si esperara a ser llamado, vase rápidamente. Varia siéntase por el suelo, apoya la cabeza y llora. La puerta se entreabre. Lubova Andreievna aparece.)

Lubova.

Tenemos que irnos. (Varia levanta la cabeza, se enjuga los ojos.) Sí; vámonos. ¡Ania! ¿Estás lista? (Llegan Ania, Gaief y Carlota. Gaief lleva un viejo gabán de invirno y un tapabocas. Epifotof acaba de arreglar los bultos de equipaje. Entran Trofimof y luego Lopakhin.)

Lubova.

¿Empezaron a cargar las maletas?

Lopakhin.

Creo que sí. (A Epifotof.) Procura que todo esté en orden.

Epifotof.

Yo me encargo de ello, tranquilícese.

Lopakhin.

¿Te ahogas?

Epifotof.

Acabo de beber agua y me he tragado no sé qué.

Yascha. (Con desprecio.)

¡Qué imbécil!

Trofimof.

Andando, ¡al coche!

Varia.

Pietcha, aquí están, por fin, sus chanclos. Se hallaban detrás de una maleta. ¡Qué viejos y qué sucios son!

Trofimof. (Calzando sus chanclos.)

Gracias, Varia.

(Gaief hace esfuerzos por no llorar.)

Ania.

Adiós, vieja morada; adiós la vida de ayer.

Trofimof.

¡Viva la vida de mañana! (Sale con Ania. Varia contempla la habitación y sale sin darse ninguna prisa. Carlota la sigue, llevando su perrito en brazos.)

Lopakhin.

¡Hasta la primavera próxima! Salid, si os place... ¡Hasta la vista! (Parte.)

Lubova.

¿Es una pesadilla? (Cae en los brazos de Gaief, y ambos lloran silenciosos, como si temieran ser oídos.)

Gaief. (Desesperado.)

¡Ay, hermana mía! ¡Hermana mía!

Lubova.

¡Ay, mi querido jardín! ¡Mi querido, mi hermoso jardín...! ¡Mi vida, mi juventud, mi felicidad! ¡Adiós...! ¡Adiós...!

Voz de Ania. (Gozosa.)

¡Mama...!

Voz de Trofimof. (Alegre, con exaltación.)

¡Ea...!

Lubova.

Miro, por última vez, estos muros, estas ventanas... Mi madre sentíase tan feliz en este aposento!

Gaief.

¡Hermana mía, hermana mía!

Voz de ania.

¡Mama!

Voz de trofimof.

¡Ea...!

Lubova.

Vámonos. (Se van. La habitación queda vacía. Óyese cómo van cerrando con llave todas las puertas. Luego, el ruido de los coches; resuena el golpe seco del hacha que tala los cerezos. Este golpe es extraño, lúgubre. Alguien se acerca. Rumor de pasos. Por la puerta de la derecha entra Firz. Viste como siempre, de librea y chaleco blanco; usa zapatillas. Tiene aspecto de enfermo. Semeja un fantasma.)

Firz. (Aproximándose trabajosamente a una de las puertas de salida y tratando de abrirla.)

Está cerrada. Se han ido... (Déjase caer sobre el sofá.) ¡Me han olvidado...! No importa... Esperaré... Ahora caigo en que Leonidas Andreievicht se ha olvidado de ponerse su abrigo de pieles... (Suspira con inquietud.) Y pensar que yo no lo noté... (Balbucea algunas frases.) La vida pasó ya. Es como si yo no hubiera vivido... (Tiendese sobre el canapé.) Permaneceré así, tendido, por algunos instantes... Las fuerzas empiezan a faltarte. Firz, tu vida se va. Nada más me queda, nada más... (Su cabeza hace un movimiento, cual si intentara erguirse, y cae de nuevo.) Nada... (Balbuciente.) Más... (Expira.)


Ruido lejano, como si viniera del cielo, como el de una cuerda de violín, que estalla. Ruido siniestro que se extingue poco a poco. Todo está en calma. En el profundo silencio, los hachazos continúan.




Fin.