El juez

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El juez
de Ángel de Saavedra


Romance segundo[editar]

Las cuatro esferas doradas, 
que ensartadas en un perno,   
obra colosal de moros   
con resaltos y letreros,   

de la torre de Sevilla,   
eran remate soberbio, 
do el gallardo giraldillo   
hoy marca el mudable viento   

(esferas que pocos años   
después derrumbó en el suelo   
un terremoto), brillaban 
del sol matutino al fuego,   

cuando en una sala estrecha   
del antiguo alcázar regio,   
que entonces reedificaban   
tal cual hoy mismo le vemos, 

en un sillón de respaldo   
sentado está el rey don Pedro,   
joven de gallardo talle,   
mas de semblante severo.   

A reverente distancia, 
una rodilla en el suelo,   
vestido de negra toga,   
blanca barba, albo cabello,   

Y con la vara de alcalde   
rendida al poder supremo,  
Martín Fernández Cerón   
era emblema del respeto.   

Y estas palabras de entrambos   
recogió el dorado techo,   
y la tradición guardólas 
para que hoy suenen de nuevo:   

R.- ¿Conque en medio de Sevilla   
amaneció un hombre muerto,   
y no venís a decirme   
que está ya el matador preso?  

A.- Señor, desde antes del alba,   
en que el cadáver sangriento   
recogí, varias pesquisas   
inútilmente se han hecho.   

R.- Más pronta Justicia, alcalde, 
ha de haber donde yo reino,   
y a sus vigilantes ojos   
nada ha de estar encubierto.   

A.- Tal vez, señor, los judíos,   
tal vez, los moros sospecho...   
R.- ¿Y os vais tras de las sospechas   
cuando hay un testigo, y bueno?   

¿No me habéis, alcalde, dicho,   
que un candil se halló en el suelo   
cerca del cadáver?... Basta, 
que el candil os diga el reo.   

A.- Un candil no tiene lengua.   
R.- Pero tiénela su dueño,   
y a moverla se le obliga   
con las cuerdas del tormento. 

Y, ¡vive Dios!, que esta noche   
ha de estar en aquel puesto,   
o vuestra cabeza, alcalde,   
o la cabeza del reo.   


El rey, temblando de ira,  
del sillón se alzó de presto,   
y el juez alzóse de tierra   
temblando también de miedo,   

y haciendo una reverencia,   
y otra después, y otra luego, 
salióse a ahorcar a Sevilla,   
para salvarse, resuelto.   

Síguele el rey con los ojos,   
que estuvieran en su puesto   
de un basilisco en la frente, 
según eran de siniestros,   

y de satánica risa   
dando la expresión al gesto,   
salió detrás del alcalde   
a pasos largos y lentos.  

Por el corredor estuvo   
en las alcándaras viendo   
azores y jerifaltes,   
y dándoles agua y cebo.   

Y con uno sobre el puño   
salió a dirigir él mesmo   
las obras de aquel palacio   
en que muestra gran empeño.   

Y vio poner las portadas   
de cincelados maderos,  
y él mismo dictó las letras   
que aún hoy notamos en ellos.   

Después habló largo rato,   
a solas y con secreto,   
a un su privado, Juan Diente,   
destrísimo ballestero,   

señalándole un retrato,   
busto de piedra mal hecho,   
que con corta semejanza   
labró un peregrino griego.   


Fue a Triana, vio las naves   
y marítimos aprestos;   
de Santa Ana entró en la iglesia   
y oró brevísimo tiempo;   

comió en la Torre del Oro,   
a las tablas jugó luego   
con Martín Gil de Alburquerque;   
a caballo dio un paseo.   

Y cuando el sol descendía,   
dejando esmaltado el cielo   
de rosa, morado y oro,   
con nubes de grana y fuego,   

tornó al alcázar, vistióse   
sayo pardo, manto negro,   
tomó un birrete sin plumas 
y un estoque de Toledo,   

y bajando a los jardines   
por un postigo secreto,   
do Juan Diente le esperaba   
entre murtas encubierto,   

salió solo, y esto dijo   
con recato al ballestero:   
«Antes de la media noche   
todo esté cual dicho tengo.»   

Cerró el postigo por fuera, 
y en el laberinto ciego   
de las calles de Sevilla   
desapareció, entre el pueblo.