El juez
Apariencia
Romance segundo
[editar]Las cuatro esferas doradas, que ensartadas en un perno, obra colosal de moros con resaltos y letreros, de la torre de Sevilla, eran remate soberbio, do el gallardo giraldillo hoy marca el mudable viento (esferas que pocos años después derrumbó en el suelo un terremoto), brillaban del sol matutino al fuego, cuando en una sala estrecha del antiguo alcázar regio, que entonces reedificaban tal cual hoy mismo le vemos, en un sillón de respaldo sentado está el rey don Pedro, joven de gallardo talle, mas de semblante severo. A reverente distancia, una rodilla en el suelo, vestido de negra toga, blanca barba, albo cabello, Y con la vara de alcalde rendida al poder supremo, Martín Fernández Cerón era emblema del respeto. Y estas palabras de entrambos recogió el dorado techo, y la tradición guardólas para que hoy suenen de nuevo: R.- ¿Conque en medio de Sevilla amaneció un hombre muerto, y no venís a decirme que está ya el matador preso? A.- Señor, desde antes del alba, en que el cadáver sangriento recogí, varias pesquisas inútilmente se han hecho. R.- Más pronta Justicia, alcalde, ha de haber donde yo reino, y a sus vigilantes ojos nada ha de estar encubierto. A.- Tal vez, señor, los judíos, tal vez, los moros sospecho... R.- ¿Y os vais tras de las sospechas cuando hay un testigo, y bueno? ¿No me habéis, alcalde, dicho, que un candil se halló en el suelo cerca del cadáver?... Basta, que el candil os diga el reo. A.- Un candil no tiene lengua. R.- Pero tiénela su dueño, y a moverla se le obliga con las cuerdas del tormento. Y, ¡vive Dios!, que esta noche ha de estar en aquel puesto, o vuestra cabeza, alcalde, o la cabeza del reo. El rey, temblando de ira, del sillón se alzó de presto, y el juez alzóse de tierra temblando también de miedo, y haciendo una reverencia, y otra después, y otra luego, salióse a ahorcar a Sevilla, para salvarse, resuelto. Síguele el rey con los ojos, que estuvieran en su puesto de un basilisco en la frente, según eran de siniestros, y de satánica risa dando la expresión al gesto, salió detrás del alcalde a pasos largos y lentos. Por el corredor estuvo en las alcándaras viendo azores y jerifaltes, y dándoles agua y cebo. Y con uno sobre el puño salió a dirigir él mesmo las obras de aquel palacio en que muestra gran empeño. Y vio poner las portadas de cincelados maderos, y él mismo dictó las letras que aún hoy notamos en ellos. Después habló largo rato, a solas y con secreto, a un su privado, Juan Diente, destrísimo ballestero, señalándole un retrato, busto de piedra mal hecho, que con corta semejanza labró un peregrino griego. Fue a Triana, vio las naves y marítimos aprestos; de Santa Ana entró en la iglesia y oró brevísimo tiempo; comió en la Torre del Oro, a las tablas jugó luego con Martín Gil de Alburquerque; a caballo dio un paseo. Y cuando el sol descendía, dejando esmaltado el cielo de rosa, morado y oro, con nubes de grana y fuego, tornó al alcázar, vistióse sayo pardo, manto negro, tomó un birrete sin plumas y un estoque de Toledo, y bajando a los jardines por un postigo secreto, do Juan Diente le esperaba entre murtas encubierto, salió solo, y esto dijo con recato al ballestero: «Antes de la media noche todo esté cual dicho tengo.» Cerró el postigo por fuera, y en el laberinto ciego de las calles de Sevilla desapareció, entre el pueblo.