El juez en su causa/Acto II

De Wikisource, la biblioteca libre.
Acto I
El juez en su causa
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto II

Acto II

(Salen Leonida, reina y Fabia)
LEONIDA:

  ¿Qué tiene el Rey, Fabia mía,
que después desta jornada
aun de mirarme se enfada
con tanta melancolía?
  ¿Qué tiene el Rey, que en efeto,
no sabe disimular,
pues ni en hablar ni en mirar
guarda el rigor de discreto?
  ¿Qué tiene el Rey que conmigo
usa de tanto rigor?
Pero dijera mejor,
¡oh, Fabia!, que lo que digo:
  ¿Qué no tiene el Rey?, y fuera
acertar lo que pregunto,
y saber el alma junto
lo que a partes considera.
  Fabia, el Rey no tiene amor
y como amor no me tiene
a tanta tristeza viene
y yo vengo a tal temor.
  Pues si amor no tiene el Rey,
¿qué me admiro que en el trato
no guarda a mi amor ingrato
de amante la justa ley?
  Por los ojos que, en efeto,
cristales del alma son,
muestra amor del corazón
lo más íntimo y secreto.

FABIA:

  Yo he visto que me aborrece;
esos miedos son de amor,
porque amando con rigor
tales recelos padece.
  Verdad es que con cuidado,
después que ha venido, estoy,
pero este sentido doy
al que a los dos nos ha dado,
  que como tan gran tormenta,
como sabes, padeció
el trabajo en que se vio
hoy en la memoria sienta.
  Que pensaría perderte,
el reino y vida, y sospecho
que este cuidado en el pecho,
aunque generoso y fuerte,
  a un hombre imaginativo
pudo este disgusto hacer.

LEONIDA:

Sí, mas llegado el placer
de verse ya libre y vivo,
  restituido a su casa,
a su esposa, reino y gusto,
¿cómo no templa el disgusto
y aquesta memoria pasa?
  Que la memoria del mal,
en los que libres se ven,
antes acrecienta el bien
con placer y gusto igual.
  No, Fabia, que me han engañado
señas del Rey mi señor
o en esta ausencia el amor
por otro amor ha trocado.

FABIA:

  ¡Gracia tienes, en la mar
y en las islas donde vino
de estar solo y peregrino
pudo olvidarte y amar!
  ¿A quién querías que amase
entre unas peñas?

LEONIDA:

No sé,
pero sé que en él se ve
lo que si yo te contase,
  o en mi honestidad cupiese,
conocerías si estoy
engañada.

FABIA:

Aunque no soy
tan discreta que entendiese
  por conjeturas tu daño,
ni por favores tu miedo,
poco más o menos puedo
resumir que es todo engaño.

LEONIDA:

  Engaño no puede ser,
que no se puede engañar
el placer por el pesar,
ni el pesar por el placer.
  El libro de los casados,
todo en dos hojas se encierra,
qué es mesa y cama.

FABIA:

No yerra,
tal vez que tienen cuidados
  esa regla general
y anda al gusto divertida.

LEONIDA:

No cuando el amor ha sido,
Fabia, en los dos igual.
  Si tiene pena el marido,
comunica a la mujer
el pesar como el placer
y es igualmente sentido.
  Y así están tristes los dos,
que uno alegre y otro triste
en desigualdad consiste
contra lo que ordena Dios.
  Pero advierte que aquí viene,
como suele, pensativo.

(Sale el rey ALBANO .)
ALBANO:

Quien vive como yo vivo,
más muerte que vida tiene.
  Tales mis tristezas son
que puedo determinarme
a una de dos, o a matarme
o a tomar resolución.

LEONIDA:

  ¿No ves qué triste semblante
muestra y que hablando consigo,
no ve que aquí estoy contigo
ni aunque me ponga adelante?
  ¿No ves qué melancolía
tan profunda?

ALBANO:

Estoy loco
porque no habiéndola muerto
no ha de ser vida la mía.
  También de la dilación
puede resultarme daño,
ello ha de ser con engaño.

LEONIDA:

¡Qué notable confusión!
  ¿No miras cómo entre sí
está trazando quimeras?

FABIA:

Cuanto en el Rey consideras,
voy considerando en mí.
  Pero de aquella tristeza
no es posible que otro amor
sea causa y el proprio honor,
mayor cuanto más grandeza,
  se la quiero atribuir.

LEONIDA:

Al honor, ¿por qué razón?

FABIA:

Porque sus efetos son
el no poderlos decir.

LEONIDA:

  Luego haste dado a entender
que está el Rey de mí celoso.

FABIA:

Un desatino amoroso
cualquiera lo puede hacer.
  ¿Por qué no podría ser
que quien te quisiese mal,
que le has sido desleal
quisiese darle a entender?
  Las historias están llenas
de sucesos semejantes,
tal por invidia de amantes,
tal por venganzas ajenas.
  ¿Tienes sospechas de alguno?

LEONIDA:

Basta, que en lo cierto has dado,
celos es este cuidado,
no porque de hombre ninguno
  declaradamente sea
amada, pero bien creo
que he conocido un deseo
y sé que mi mal desea.

FABIA:

  ¿De quién?

LEONIDA:

De Rosardo, Fabia.

FABIA:

¿Pues hase atrevido a ti?

LEONIDA:

Estoy por decir que sí,
puesto que así me agravia.
  No tan descubiertamente
que yo le mostrase enojos,
pero basta que los ojos
digan lo que el alma siente.
  Y este, viendo mi virtud
y que en comenzando a hablar
jamás le daba lugar,
trocó la solicitud
  de mi gusto en mi dolor
y habrá por dicha pensado
poner el Rey en cuidado
con sospechas de mi honor.
  No quiero hablarle.

FABIA:

Pues bien,
¿qué quieres hacer?

LEONIDA:

Pensar.

FABIA:

Ya no le dejes de hablar
y muéstrale amor también,
  que si te ve sospechosa
estaralo más de ti.

LEONIDA:

Dices bien. ¿Qué haces aquí,
mi señor?

ALBANO:

¡Oh, Reina hermosa!
  Cuidados y pensamientos
del gobierno me divierten,
que para que en algo acierte
andan siempre por los vientos.
  No falta qué imaginar
a quien sustenta una pobre
familia, y que falta o sobre
siempre tiene qué pensar.
  Pues mirad a quien gobierna,
como yo, tan grande estado,
cuál ha de ser su cuidado
y solicitud eterna.

LEONIDA:

  Mi padre vuelve a escribir
de vuestro hermano, ¿qué haré?,
¿qué respuesta le daré?

ALBANO:

Que estoy en mi intento firme
  y que ya sabemos dél;
que iremos, queriendo Dios,
a Escocia presto los dos,
porque tengo de ir con él.

LEONIDA:

  ¿Pues dónde dicen que está?

ALBANO:

Dio en el Asia derrotada,
tengo aviso que ha llegado
a Chipre y que viene ya.
  Eso podéis escribir
y que luego partiremos.

LEONIDA:

Guárdeos el cielo.

ALBANO:

¡Qué estremos
entre vivir y morir!

LEONIDA:

  ¿Qué te parece?

FABIA:

Que creo
que el deseo te ha engañado.

LEONIDA:

Si el deseo da cuidado,
no me ha engañado el deseo.

(Va[n]se la Reina y FABIA .)
ALBANO:

  Pasan el mar mis tristes pensamientos
en la nave mortal de mis cuidados,
entre tantas fortunas arrojados,
que están más locos que los mismos vientos.
La causa de los graves movimientos,
lejos entre peñascos elevados,
muestran la luz, que de mirar turbados
los ojos truecan a los elementos.
Por el agua en que nadan da la lumbre
y cerca se promete a la esperanza
desde el puerto a los ojos ofrecida.
Yo sigo la verdad por alta cumbre
y engañado de ver su semejanza,
la muerte bebo a sombra de la vida.

(Sale ROSARDO .)
ROSARDO:

  Tiberio dice que me llamas.

ALBANO:

Pienso,
según tardaste, que tenías hecho,
Rosardo, aquello para que te llamo.

ROSARDO:

¿Pues es cosa que pude adevinar?

ALBANO:

No, capitán, que no es tan fácil cosa,
antes me ha parecido tan difícil
que podría tardar en comenzarla
más que has tardado en el venir a oírla.

ROSARDO:

No hay cosa que lo sea a quien te sirve
con el gusto y amor que yo te sirvo,
y admírome que digas que es difícil
de decírmela, que para hacerla
mis deseos la tienen por tan fácil.

ALBANO:

No has de decir difícil conociendo
que te la digo a ti, pero es estraña,
que de su parte sola dificulta
el poderla decir tan libremente,
tanta dificultad mi pecho siente.
Mas conociendo yo...

ROSARDO:

[Aparte.]
¡Válgame el cielo!
¿Si la Reina le ha dicho mis intentos,
que aún no los declaré por el respeto
debido a la grandeza de su estado
y el Rey quiere matarme?

ALBANO:

Conociendo,
Rosardo, tu lealtad...

ROSARDO:

[Aparte.]
Ello es sin duda,
la Reina sospechó mis pensamientos
y los ha dicho al Rey.

ALBANO:

Y tan seguro
de tu valor, yo fío de ti mi honra.

ROSARDO:

[Aparte.]
¿Qué aguardo más?

ALBANO:

Por mil respetos justos
me importa, capitán, matar la Reina,
destos no tengo que informarte.

ROSARDO:

¡Ay, cielo!
¿Matar la Reina?

ALBANO:

Porque no te importa
juzgar a ti de la razón, mas solo
ejecutar la muerte.

ROSARDO:

No te espantes
que me admire, señor, de lo que dices
y en alguna manera esté turbado.

ALBANO:

No me espanto, Rosardo, que diciéndolo
estoy turbado yo; y así no es mucho
que tú lo estés oyéndolo, mas mira,
que como digo, soy juez en esto
y tú el ejecutor.

ROSARDO:

Tú habrás mirado,
señor, la causa que te mueve a cosa
tan estraña y tan fuera de aquel gusto
que has mostrado en quererla y estimarla
por tantas excelencias como tiene
en su virtud, su ingenio y su hermosura.
Bien me parece grave lo que mandas
y sabe Dios, señor, cuánto lo siento,
mas eres Rey y obedecerte debo,
que tú no me mandarás cosa injusta
y obedecerte debo en lo que es justo.

ALBANO:

Yo tengo de ausentarme, que no quiero
ni puede ser, que esté presente.

ROSARDO:

¿A dónde?

ALBANO:

Al monte, solo ausencia de dos días.

ROSARDO:

¿Pues cómo tengo de intentar su muerte?
¿Tengo de entrar en forma de justicia
o quieres que la mate con secreto?

ALBANO:

Yo te daré un papel cuando me parta
y aquella orden seguirás en todo.
No tengo que advertirte, el mismo caso
te dice la importancia, a Dios te queda.

ROSARDO:

¿Cuándo te partirás?

ALBANO:

Luego querría.

ROSARDO:

Pues escribe.

ALBANO:

Yo voy, Rosardo; advierte
que está mi vida y honra en esta muerte.

(Vase el Rey.)


ROSARDO:

  ¡Oh, terrible mudamiento!,
¡oh, notable ejecución!
Mas si tiene el Rey razón,
¿de qué tiemblas, pensamiento?
  ¿Él no dice que es juez
y que soy ejecutor?
Pues, ¿de qué tengo temor?
Muera mi amor de una vez
  en la vida de Leonida,
pues no puede de otra suerte
dar a mis sospechas muerte
y a mis esperanzas vida.
  Amé mi muerte en amalla,
porque si el Rey lo entendiera
la vida y honra perdiera,
y estas dos tendré en matalla.
  ¿Mas cómo será posible
que mate lo que adoré?,
pero si a un bárbaro fue
posible aqueste imposible...
  Si Celín Turco mató
por su honor y honesta fama
sin otra ofensa a su dama,
¿no podré matarla yo?
  Demos, que corre por cuenta
del Rey, ¿pues qué puedo hacer
más justo que obedecer
lo que él por su agravio intenta?

(Sale FINEO .)
FINEO:

  Todo hoy os ando a buscar,
y ni en Palacio ni fuera
os pude hallar.

ROSARDO:

No quisiera
que este me viniera a hallar.
  Pero echarele de mí,
¿para qué soy menester?

FINEO:

De vós quisiera saber
si hay nuevas de Otavio.

ROSARDO:

Sí.
  Que el Rey dijo ayer que Otavio
estaba en Chipre y venía
a Ibernia.

FINEO:

Escribir querría
a Escocia, porque este agravio,
  de no haber el Rey llegado
habiéndolo prometido,
de tal manera han sentido
que piensan que le ha casado
  en Alemania en secreto
y que el concierto quebró.

ROSARDO:

Que irá presto el Rey sé yo
y tendrá la boda efecto,
  y tan presto cuanto llegue
su hermano.

(Sale[n] TIBERIO y dos cazadores.)
TIBERIO:

A todos avisa,
Lisenio, con mucha prisa,
puesto que el tiempo la niegue,
  porque quiere el Rey salir
con tanta que no hay lugar
más que de hacer ensillar.

LISENIO:

Todo se hará prevenir.

TIBERIO:

  Pues parte y a punto estén.

LISENIO:

Voy.

TIBERIO:

¡Oh, capitán Rosardo!,
¿qué hay de nuevo?

ROSARDO:

El Rey aguarda.

TIBERIO:

Pues podréis hablarle bien
  si son negocios de guerra
de aquí al monte.

ROSARDO:

De paz son,
pues son de mi galardón.

(Sale el Rey de camino, con un papel.)
ALBANO:

Hoy la piedad se destierra
  de todo punto de mí.

TIBERIO:

El Rey sale.

ROSARDO:

Adiós, Fineo.

FINEO:

Hablarte después deseo,
¿a dónde he de hallarte?

ROSARDO:

Aquí.

(Vanse FINEO , TIBERIO y los cazadores.)
ALBANO:

  Rosardo.

ROSARDO:

Señor.

ALBANO:

Advierte
lo que dice este papel
y toma esta llave.

ROSARDO:

En él
hallaré de obedecerte
  la ley, y tú, gran señor,
en el de mi pecho noble
la obediencia.

ALBANO:

No te doble
piedad, respeto, ni amor.

ROSARDO:

  ¿Para qué es aquesta llave?

ALBANO:

Para entrar hasta su cama.
Mi honor, mi vida, mi fama,
solo en este papel cabe,
  y en ese pecho, Rosardo.

ROSARDO:

Tú conocerás quién soy.

ALBANO:

La llave de mi honor te doy,
que le restaures aguardo.

(Vase el Rey.)


ROSARDO:

  Cuanto más se va acercando
la ejecución desta muerte,
más de su culpa me advierte
y mas temor voy cobrando.
  Pues si es culpada, ¿qué temo
dándome el Rey en su culpa
para su sangre disculpa?
Yo paso de estremo a estremo
  sin medio proporcionado,
sin duda cometo error,
que pasar de tanto amor
a un odio tan declarado
  no es guardar la proporción
debida al entendimiento,
más destemplar su instrumento
a la divina razón.
  Pero sea lo que fuere
la obediencia es justa ley;
el Rey es Rey, mande el Rey
y venga lo que viniere.

ROSARDO:

(Lea.)
  «Esta noche entrarás con esta llave
hasta la cama en que la Reina duerme
y sin decir a qué lleva contigo
a tu amigo Fineo y dale muerte
con ella, y juntos en su sangre envueltos
déjalos hasta el día si por dicha
no lo sienten las damas de su cámara,
y tú venme a buscar al monte luego,
donde con pena del suceso aguardo,
que allá sabrás lo que has de hacer, Rosardo.»
  ¿Fineo muerto con la Reina? ¡Cielos!
¿Qué novedad es esta? ¿Cómo o cuándo
Fineo ha dado al Rey estos desvelos
o si él tuvo amor? Más voy considerando
que me debía de reñir con celos
el servir a la Reina imaginando
que quien con él ha sido deshonesta,
tampoco fuera con mi amor compuesta.
  ¡Ah, villano Fineo!, quien te vía
traerme ejemplos y formar castigos
para el amor que él mismo le tenía,
juzgaba en mí los cielos enemigos.
Pues ya llegó de mi venganza el día,
que tal suelen tener falsos amigos
debida pena, ¿mas la Reina es esta?,
en fin mujer, esta es la Porcia honesta.

LEONIDA:

  Esta es la virtuosa, esta es la santa,
agora, dulce Albano, he conocido
que alguna justa persuasión levanta
contra mi honor el mar de tu sentido.
Ya mi presencia, ya mi amor te espanta,
ya huyes a los montes, ya en olvido
has puesto los regalos que solías
gozar las noches y estimar los días.
  ¿Qué haré, cómo diré que injustamente
tratas mi fe?

FABIA:

Feliso llega agora
con este pliego.

LEONIDA:

Bienvenido sea,
¿quién está aquí?

ROSARDO:

Rosardo a tu servicio
y doyte parabién, Reina y señora,
del pliego si es de Otavio.

LEONIDA:

No es de Otavio,
pero es del Rey mi padre y de mi hermana.
Muestra un cuchillo del estuche, Fabia.
Cortaré este cordel, que como es grande
quiso apretalle el secretario.

FABIA:

Corta,
que ya tengo deseo de ver nuevas,
(Dale el cuchillo y al cortar yérese.)
si allá las hay de Otavio.

LEONIDA:

Espera, ¡ay triste!
¡Oh!, mal haya la prisa, y el cuchillo,
al pasar el cordel, paseme el dedo.

ROSARDO:

¿Hay tal desgracia? Espere Vuestra Alteza,
¿es algo?

LEONIDA:

Con la sangre me he turbado
y todo es nada.

ROSARDO:

Aunque es atrevimiento,
este lienzo suplico que merezca
apretar esa sangre porque quede
la mía honrada con tan gran reliquia.

(Al sacar el lienzo ROSARDO , saca también el papel, delo envuelto en él y désele.)
LEONIDA:

Lo que te debo, capitán, me obliga
a acetar el servicio.
[Aparte.]
Mas, ¿qué es esto
que suena con el lienzo? ¿Hay tal locura?
Papel me ha dado en él, pues callar quiero;
no entienda que lo entiendo, pues me obliga
a hacerle dar la muerte. Salte afuera,
Rosardo, que este lienzo que me has dado
no viene a resistir la sangre mía,
antes viene a sacarla.

ROSARDO:

¡Santo cielo,
si adevina que soy quien esta noche
ha de matarla! ¿Pero cuándo el alma
dejó de ser profeta en los peligros?
Buscar quiero a Fineo y prevenirle
de que esta noche entremos donde lleve
el castigo que a mí y al Rey le debe.

(Vase ROSARDO .)
LEONIDA:

  ¿Fuese el villano?

FABIA:

Ya, señora, es ido.

LEONIDA:

¿Hase visto jamás atrevimiento
que iguale al deste bárbaro atrevido?

FABIA:

¿De qué te ha enfadado?

LEONIDA:

Ya no siento
que el Rey trate mi amor con tanto olvido,
como deste villano el pensamiento.
Mira si ya está todo declarado.

FABIA:

¿Cómo?

LEONIDA:

En el lienzo este papel me ha dado.

FABIA:

  ¿Papel a ti?

LEONIDA:

¿Pues no le ves?

FABIA:

Señora,
hazle luego matar.

LEONIDA:

Tantos pedazos
cuantos hago el papel.

FABIA:

Detente un poco,
no le rasgues, veamos lo que dice.

LEONIDA:

No dices mal, sepamos lo que intenta.

FABIA:

Quítate el lienzo, que tu sangre afrenta.

LEONIDA:

¡Válgame el cielo, Fabia, esta es la letra
del Rey!

FABIA:

¿Del Rey?

LEONIDA:

¿Pues cómo o a qué efeto
me da papel del Rey dentro de un lienzo?

FABIA:

Sin duda que al sacarle juntamente
sacó lienzo y papel.

LEONIDA:

Pues es sin duda
que lo que he visto la color me muda.
 (Lea.)
«Esta noche entrarás con esta llave
hasta la cama en que la Reina duerme,
y sin decir a qué lleva contigo
a tu amigo Fineo y dale muerte
con ella, y juntos en su sangre envueltos
déjalos hasta el día si por dicha
no lo sienten las damas de su cámara,
y tú venme a buscar al monte luego,
donde con pena del suceso aguardo,
que allá sabrás lo que has de hacer, Rosardo.»
  Declarose, Fabia, el Rey
y todo se ha declarado.

FABIA:

¡Basta, que le han engañado!
¡Oh, fiera envidia sin ley!

LEONIDA:

  Aunque a mí me parecía
que este testimonio ha sido
deste mismo que ha querido
derribar la virtud mía.

FABIA:

  ¿Pues cómo el papel te ha dado
con que desto te avisó?

LEONIDA:

Porque al cielo enterneció
la inocencia de mi estado.
  Que no porque él pretendiese
avisarme por camino
tan estraño y peregrino.

FABIA:

¿Es posible que pudiese
  persuadirse el Rey, que sabe
tu virtud, a tal maldad?
¿Que tanta facilidad
en tanta grandeza cabe
  que manda matar contigo
a Fineo?

LEONIDA:

¿Yo a Fineo...?
En toda mi vida creo
que habló palabra conmigo.
  Ello es fortuna deshecha,
necesario es el valor
que para tanto rigor
ningún remedio aprovecha.
  Yo quiero dejar matarme,
mi sangre al cielo le pida
venganza.

FABIA:

¿Perder la vida
quieres?

LEONIDA:

¿Pues puedo librarme?

FABIA:

  A lo menos, si turbada
la vida perder te atreves,
por lo que a tu honor le debes
estás, señora, obligada
  a no aventurar tu honor,
que si te dejas matar,
¿qué opinión has de dejar
de tu perdido valor?

LEONIDA:

  El cielo vuelve por quien
mata el mundo sin razón.

FABIA:

En las cosas de opinión
muchas desdichas le ven.
  Si entra aqueste capitán
con una llave a tu cama
de noche, tu vida y fama
en igual peligro están.
  Quizá dará satisfación
de tu inocencia, y lo fundo,
en que siempre piensa el mundo
en las cosas de opinión,
  más lo mal que lo bueno,
por eso apruebo el librarte
y lo que es dejar matarte
de todo punto condene.
  Huye el peligro y después
verá el Rey el desengaño.

LEONIDA:

Y si doy fuerzas al daño...

FABIA:

¿Cómo fuerzas?

LEONIDA:

¿Y pues no ves
  que la duda que el Rey tiene
huyéndome se confirma?

FABIA:

Es duda lo que se afirma,
pues a ejecutarse viene.
  Créeme, que una vez muerta
con Fineo, aunque te llame
santa el mundo, al vulgo infame
dejas abierta la puerta
  para que con lengua vil
se afirme en tu deshonor.

LEONIDA:

¡Que haya en el Rey tal rigor!

FABIA:

Una sospecha sutil
  entra por la más cerrada
puerta del alma con celos.

LEONIDA:

¿Esto permiten los cielos?

FABIA:

Huyela traidora espada
  de Rosardo, que tu cuello
ya también te amenaza.

LEONIDA:

¿Con qué fuerzas, con qué traza?

FABIA:

La ocasión muestra el cabello,
  que si le dejas agora
te has de arrepentir.

LEONIDA:

¿Qué haré?

FABIA:

Huírte.

LEONIDA:

¿Cómo podré?

FABIA:

Tú muchas veces, señora,
  la caza has ejercitado;
sal por el jardín segura
cuando ya la noche obscura
tiene su manto estrellado
  en hábito varonil,
pues le solías llevar,
y en un caballo igualar
el curso al viento sutil.
  Corred, en fin, hasta el puerto,
donde podrás embarcarte
a Escocia, y dándole parte
al Rey deste desconcierto
  volver a cobrar tu honor.

LEONIDA:

Tú me dices lo que importa,
el tiempo y la dicha es corta,
no hay sino es mostrar valor.
  En forma de hombre saldré,
¿mas de quién podré fiarme?

FABIA:

Bien dices, sin declararme
un crïado te daré
  que por hombre te acompañe,
a quien después le dirás
quién eres.

LEONIDA:

¿Dónde hallarás
quien aproveche y no dañe?

FABIA:

  Yo sé que jamás te vio
este escudero que digo.

LEONIDA:

Pues vente, Fabia, conmigo,
porque, en fin, viviendo yo,
  me queda más esperanza
de cobrar mi honor.

FABIA:

Sí hará
y espero en Dios que podrás
tomar del traidor venganza.

(Vanse y sale[n] el Rey, TIBERIO y gente de la caza con su grita, y silbos.)
TIBERIO:

  Seguirle, señor, puedes,
que se lanzó por estas verdes jaras.

ALBANO:

Tú parte y no te quedes,
que yo al ruido destas fuentes claras
quiero sentarme a solas;
ardas, mar, con mis inquietas olas.

TIBERIO:

  Advierte que anochece
y no queda lugar.

ALBANO:

Tiberio, amigo,
poco gusto me ofrece
la caza, el monte, el animal que sigo;
¿no adviertes mi tristeza?

TIBERIO:

Ya, señor, la he notado en Vuestra Alteza,
  pero como no hay leyes
de preguntar los súbditos vasallos
sus cosas a los reyes,
no me atreviera a hablarte.

ALBANO:

Esos caballos
arrienda en esos robles.
[Aparte.]
Qué congoja que dan los tratos dobles.
  Deseo ya la muerte
de Leonida mi esposa, y temeroso
de aquella misma suerte,
estoy de que no muera deseoso.
A lo menos quisiera,
que sin matarla yo, morir pudiera.

TIBERIO:

  Estraños pensamientos
al Rey combaten, pues hablando solo
muestra en sus movimientos
su gran tristeza.

ALBANO:

Esconde el rostro, Apolo,
date prisa a bañarte
en el mar donde vas a sepultarte.
  Callada noche fría,
ponte delante, con tu niebla obscura,
del resplandor del día,
no vea vuestra luz serena y pura.
¡Oh, cielos!, la violencia
con que muere a mis manos la inocencia.
  Sombras de aquestos montes,
caed de sus estremos a sus faldas,
cubrid los horizontes
y el manto de las frígidas espaldas,
no le pintes de estrellas,
noche vestida de sus luces bellas,
  que no es razón que veáis
esta traición a que el amor me obliga,
porque después no sean
testigos contra mí.

TIBERIO:

No sé qué diga,
señor, de tu tristeza,
ya esconde el sol su aurífera cabeza.
  ¿Quieres que nos volvamos
a aquella casería en que la gente
de servicio dejamos?

ALBANO:

Puro cristal desta serena fuente,
no me sirvas de espejo,
pues infamada tu hermosura dejo.
  No retrates la cara
de un traidor homicida, noche, tente
tu carro helado, para,
apica tus caballos blandamente,
porque de mi Leonida
dilates, noche, la inocente vida.
  ¿Mas cómo aquesto digo?,
¿estoy en mí? ¿Posible es que la empresa
del alto bien que sigo,
por la piedad cobardemente cesa?
¿Qué puede haber que rinda
a quien adora la divina Arminda?
  ¡Oh, Arminda!, si imagino
en tu rara belleza, tu hermosura,
a mayor desatino
obliga mi deseo, fuente pura,
en esa blanca plata,
ya no traidor, amante me retrata.
  Ánimo, pensamiento,
no estorbe la piedad tan justa empresa
con el merecimiento
de Arminda, todo para; todo cesa.
Ven, Tiberio, conmigo.

TIBERIO:

¿A dónde vas?

ALBANO:

Mi pensamiento sigo.

(Vanse, y sale[n] FINEO y ROSARDO .)
FINEO:

  ¿Dónde, Rosardo, me llevas
por el palacio del Rey?
Mira que no es justa ley
que a tales cosas te atrevas.

ROSARDO:

Aquí espera y no te muevas.

FINEO:

¿Quién esta llave te dio?

ROSARDO:

La Reina, que me mandó
que mientras el Rey cazase
este lugar ocupase
que para mi amor dejó.

FINEO:

  ¿Leonida?

ROSARDO:

Leonida, pues.

FINEO:

¿Que ha podido ser vencida
la gran virtud de Leonida?

ROSARDO:

Amor la puso a sus pies.

FINEO:

¿Que te quiere?

ROSARDO:

¿No lo ves?

FINEO:

¿Que te dio llave?

ROSARDO:

En su pecho.

FINEO:

Tiemblo, Rosardo.

ROSARDO:

Ya es hecho.

FINEO:

¿Que la venciste?

ROSARDO:

Es mujer.

FINEO:

Yo me tengo de volver.

ROSARDO:

Ya es tarde y no es de provecho.

FINEO:

  ¿Cómo?

ROSARDO:

Téngote cerrado.

FINEO:

¡Abrirás o vive Dios
que nos matemos los dos,
que soy caballero honrado,
y me has traído engañado!
¡Que yo soy al Rey leal
y no es bien que a infamia tal
ayude ni dé favor!

ROSARDO:

En los delitos de amor
es la fuerza natural.
  Culpa a la naturaleza,
Fineo, que nos forzó.

FINEO:

No hizo, pues Dios nos dio
razón contra su flaqueza.
Mira la antigua nobleza
que de tus padres y abuelos
has heredado.

ROSARDO:

Son celos,
no en balde me han dicho a mí
que amas la Reina.

FINEO:

¿Yo?

ROSARDO:

Sí.

FINEO:

Mejor me guarden los cielos
  para el respeto debido
a su virtud y valor.
Tendré yo a la Reina amor,
como siempre le he tenido.

ROSARDO:

¿Amor dices?

FINEO:

Pues no ha sido
justo, siendo con lealtad.

ROSARDO:

¿Pues con esa libertad
dices que la quieres bien?

FINEO:

¿No tengo de amar a quien
me manda el cielo?

ROSARDO:

Es verdad,
  pero es en agravio mío.

FINEO:

Pareces al lobo frío
cuando dijo que el cordero
le enturbió el agua del río;
no miras tu desvarío
y enfádate mi razón.

ROSARDO:

¡A mi amistad tal traición!
¡Vive el cielo que es mal hecho!

FINEO:

¿Qué dices?

ROSARDO:

No es de provecho
(Dale de puñaladas y cae FINEO .)
satisfacerme, traidor;
tú confesaste su amor,
yo he de pasarte el pecho.

FINEO:

  ¡Jesús!

ROSARDO:

Lo más acabé,
que fue matar al amigo;
el intento del Rey sigo
y a la Reina mataré,
pienso que dormiendo esté,
pues despierte en la otra vida.

(Éntrase ROSARDO y dice FINEO , revolviendo con ansias de muerte.)
FINEO:

¡Oh, fiera mano homicida!,
¿con cuál ocasión me has muerto?
Sin duda que fue concierto
para infamar a Leonida.
  Esto pretende el traidor,
¿si daré voces, que haré?
Mas, ¿qué importa que las dé
si ha de volver a acabarme?
Probar quiero a descolgarme
deste balcón a este huerto,
que cuando en él caiga muerto
habrá sabido enterrarme.

(Torna ROSARDO con el papel en la punta de un puñal.)
ROSARDO:

  ¡Oh, caso prodigioso!, ¡oh, fuerza estraña,
de mi desdicha! ¡Vive el alto cielo,
que se ha entendido por mi propria culpa
del Rey el homicida pensamiento,
y de mi ejecución su atrevimiento!
Llegué a la cama, y con la luz que ardía,
pendiente en medio de la cuadra al tiempo,
que con la daga ejecutaba el golpe,
veo compuesta la bordada cama
y en medio de las ricas almohadas
esta daga desnuda punta arriba
y este papel en ella atravesado,
miro el papel y hallo que es el mismo
que el Rey me dio, que yo sin duda alguna
le di a la Reina envuelto en aquel lienzo.
Ella se huyó con el temor, yo he muerto
a Fineo, ¿qué haré? Buscarla quiero,
que de algún caballero acompañada
del puerto irá camino, y a Fineo
pondré en la cama como el Rey lo manda.
¿Aquí no le dejé? ¿Qué es esto, cielo?
Pues medio muerto estaba, si la herida
le dio lugar a huir, ¿por dónde pudo,
que las puertas están cerradas todas?
¿Qué dirá el Rey?, ¿Qué encanto es este, cielo?
Mas, ¿si se echó deste balcón? Mal hice
en no acabar de todo aquella vida
odiosa al Rey y amada de Leonida.

(Vase y sale la Reina en hábito de hombre con LUCINDO .)
LEONIDA:

  Déjalos pacer un rato,
cuelguen del arzón los frenos.

LUCINDO:

No dudes que será bien
para que tomen aliento.

LEONIDA:

Mucho habemos caminado.

LUCINDO:

No hay espuela como el miedo,
no hay viento como el peligro,
no hay alas como el recelo.

LEONIDA:

¿Imaginas tú quién soy?

LUCINDO:

Díjome que un caballero
Fabia, a cuyo padre noble
los que yo tuve sirvieron.
Puede haber como tres días,
que del lugar donde pienso
esconderte por su orden
vine a la Corte, mas creo
que debes de ser persona
con quien trata casamiento
y por alguna desgracia
sales de la Corte huyendo.

LEONIDA:

[Aparte.]
De lo mismo que este dice,
cielo, aprovecharme quiero.
A ti, pues eres hidalgo,
y en fin en tu amparo vengo
y Fabia tu honor te fía,
quiero decirte el suceso.
Yo soy lo mejor de Ibernia;
hice, Lucindo, un torneo
a honor de Fabia, con quien
estoy casado en secreto.
Un príncipe generoso,
un competidor que tengo,
un pretendiente de Fabia,
sin saber que la poseo,
sobre una toca de plata
que me dio dándole el precio
que había ganado él mismo,
dando invidia a sus deseos,
por mejor lanza y espada,
galas, brío, gracia y cuerpo,
me desafió esta noche.
Salí al campo en el overo
que a donde ves me ha traído,
y hallele solo en el puesto,
remitimos a las armas,
las palabras y el suceso.

LEONIDA:

Tirome un tajo y del tajo,
al diestro revés volviendo,
hirió su mismo caballo,
que era un bajo, cabos negros,
él con la sangre y el golpe,
con tanto desasosiego
se alteró y se desvió,
ya saltando y ya corriendo,
que sintiéndome seguirle
y a los ojos el acero
como un ave se arrojó
de los borrenes al suelo.
Al arrojarse quería
sacarla tan presto
que sin poder remediarse
se la metió por el pecho.
El cómo fue, no lo sé;
sé que el caballo revuelvo
y vengo a dar cuenta a Fabia,
que con lágrimas y ruegos
me ha obligado a que me esconda
temerosa que por esto
no haga el Rey indignado,
lo que huyendo escusar puedo.
Esta es la historia.

LUCINDO:

Es estraña,
pero no tengas recelo
de que serás conocido
al lugar donde te llevo,
que es riberas del mar,
alto monte y bajo puerto.
Sus caballos van por agua,
sus espuelas son los remos.
Mas porque ya de sus ondas
le ha coronado Febo
de perlas y de corales
y tengo por buen consejo
que no camines de día,
ir a esta cabaña quiero,
que parece de pastores,
y ver si en ella podemos
aguardar hasta la noche.

LEONIDA:

Pues parte, que aquí te espero.

LUCINDO:

Adiós.

LEONIDA:

Él vaya contigo.

LUCINDO:

Descansa en tanto que vuelvo.

(Váyase LUCINDO .)


LEONIDA:

  Huyendo voy de todo el bien que tengo,
no tengo yo más bien que el que huyo.
Huygo porque me tiene por mal suyo
y como mal del bien huyendo vengo.
No es gusto de la vida que entretengo
sino saber mi bien que es gusto tuyo,
pues viendo que el honor te restituyo,
en medio del camino me detengo.
Ven a matarme si a tu honor provoca,
de algún traidor el loco desvarío,
celos o amor de alguna mujer loca.
No huygo por vivir, pues desconfío
de la vida sin ti, mas porque toca
a tu precioso honor guardar el mío.

(Entra ROSARDO .)
ROSARDO:

  El relincho de un caballo
me ha guiado a donde estoy.
Fuera de camino voy,
uno he buscado y dos hallo.
  Sin duda el uno dellos
es del Rey y aun el mejor,
pero ya siento rumor,
¿si viene el dueño por ellos?

LEONIDA:

  Gente es aquesta, ¡ay de mí!

(Rebózase LEONIDA con una banda.)
ROSARDO:

¡Ah, caballero! ¿Quién va?

LEONIDA:

¿Quién lo pregunta?

ROSARDO:

Aquí está
quien lo pregunta.

LEONIDA:

Y yo aquí.

ROSARDO:

  En busca vengo de un hombre;
quitad el rebozo luego.

LEONIDA:

Que paséis delante os ruego.

ROSARDO:

Si me decís vuestro nombre.

LEONIDA:

  Albano me llamo.

ROSARDO:

Albano,
suplícoos que me mostréis
el rostro.

LEONIDA:

Que vós paséis,
vuestro camino es más llano
  sin tanta curiosidad.

ROSARDO:

Yo os he de ver, caballero.

LEONIDA:

Ya os he dicho que no quiero,
id en buen hora y callad,
  que viene gente conmigo
que si os siente os matará.

ROSARDO:

Veros tengo.

LEONIDA:

¡Quita allá,
bárbaro!

ROSARDO:

Si sois quien sigo,
  tengo de ver y advertid
que soy Rosardo, de quien
tiembla este reino.

LEONIDA:

Está bien,
vuestro camino seguid,
  que no soy quien vós pensáis.

ROSARDO:

Con la espada lo veré.

(Aquí echan mano a las espadas.)
LEONIDA:

¡Hola, gente!

ROSARDO:

¡No podré
dejar de veros, no huyáis!

LEONIDA:

  ¡Muerta soy!

ROSARDO:

Cayó en el suelo.
Quiero quitalle el rebozo.

LEONIDA:

¡Ah, traidor!

ROSARDO:

¡Oh, eterno gozo!

LEONIDA:

Castigue tu infamia el cielo.

ROSARDO:

  La Reina herí y aun lo está
de muerte.

LEONIDA:

¡Ay, triste!, ¡ay de mí!

(Dicen de dentro FLORO , SILVANO , pastores y LUCINDO .)
FLORO:

¿Por dónde?

LUCINDO:

Por aquí,
Silvano, echa por acá.

ROSARDO:

  Gente viene y es su gente,
ellos son, meterme quiero
por estos robles. Primero
veré si respira o siente.
  ¿Vives, Leonida? No tiene
habla ni respiración,
quiero con esta ocasión,
si Albano del monte viene,
  decir que ya la maté
con Fineo y que es mejor,
guardar secreto a su honor.

(Váyase y entren LUCINDO , FLORO , SILVANO y ELISO .)
LUCINDO:

Pienso que a buscarme fue.

SILVANO:

  No parece en todo el prado
la persona que decís.

ELISO:

Aquí desta fuente sola
siento el cristal discurrir.

LUCINDO:

¡Cielos, aquí le dejé!
Árboles, restitüid
la prenda que os di a guardar,
mas gran culpa cometí,
que sois robles y villanos,
¿quién duda que haréis en fin
como quien sois?

SILVANO:

Subir quiero
el monte arriba.

LEONIDA:

¡Ay de mí!

FLORO:

¡Quedo, aquí suena una voz!

SILVANO:

Verdad es, yo la oí.

LEONIDA:

En fin, por tu gusto muero,
nunca, mi bien, te ofendí,
si no es ofensa, señor,
venir huyendo de ti.

LUCINDO:

Pastores, el caballero
es este.

FLORO:

¿Está herido?

LEONIDA:

Sí.

LUCINDO:

Florante, amigo.

LEONIDA:

¿Es Lucindo?

LUCINDO:

Yo soy, ¿qué es esto?

LEONIDA:

A morir
me trujo a un monte la suerte.

LUCINDO:

¡Ay, triste, la culpa fui!

LEONIDA:

Luego que aquí me dejaste
vino un caballero aquí,
hermano del que ya sabes,
y obligándome a reñir
con palabras injuriosas
saqué la espada y perdí
la vida.

LUCINDO:

¿Por dónde fue?

LEONIDA:

Ya no le podréis seguir.

LUCINDO:

Llevad este caballero,
pastores, y presumid
que es de lo mejor de Ibernia.

FLORO:

Vós erráis si le seguís,
porque el monte es muy espeso
y vós solo.

LEONIDA:

Si por mí
has de hacer alguna cosa,
solo es curarme.

LUCINDO:

¿Que oís,
cielos, aquesta crueldad,
y no baja a consumir
este injusto un rayo vuestro?

ELISO:

Vós habláis como sentís,
pero curadle la herida
si le amáis, que con vivir
podéis vengaros.

LEONIDA:

¡Ay, cielos!

ELISO:

Venid, señor, por aquí.

SILVANO:

¡Por qué pequeña distancia
entra la muerte sutil!

FLORO:

¿Qué vida tiene defensa
si Dios la manda venir?

(Váyanse todos.)